El corredor con esculturas de filamentos de carbono no era un refectorio propiamente dicho, pero buena parte de la tripulación lo usaba como tal y aprovechaba para socializar. Dado que siempre tenía noticias en reserva, Navekhen era un miembro bastante popular entre sus compañeros. Aprovechaba las reuniones para poner en circulación las novedades mientras se hacía con nuevos chismes, sacando partido al hecho de que nadie se refrenaba delante de él; si bien su mordacidad era conocida, asimismo lo eran su infalibilidad y su prudencia al guardar secretos. Y por eso las orejas solían apuntar en su dirección cuando se sentaba en su rincón favorito, una mesa entre dos arbustos interactivos, y conversaba con los tripulantes más próximos.
Aquel día llegó con su bandeja, alteró la configuración de los arbustos para darles forma de hojas de parra, las miró y se sentó con un pequeño suspiro. Por más que las porciones servidas engañaran a las papilas gustativas, su cantidad y atractivo eran escasos desde que Shaal —en nombre del Vértice— instaurase las limitaciones para ahorrar energía. Una comensal cercana interpretó bien el lamento y observó:
—Supongo que echas de menos la frecuencia con la que descendías a tierra y abusabas de la comida y las bebidas destiladas. Verte reducido a una ración estándar ha de ser una tortura para tu... ¿Qué nombre le dan ahí abajo? ¿Epicureísmo?
—Yo también extraño los alimentos frescos —intervino otro, antes de que el interpelado replicase—. El sintetizador no alcanza a reproducir el sabor y, con las restricciones a los descensos, apenas se llena el estómago. ¿Qué habría de malo en permitirnos almacenar productos terráqueos? Están deliciosos. Además, así economizaríamos nuestras reservas de dlanda.
—El Primer Biólogo estableció que no era adecuado para nuestros organismos acostumbrarse a ellos. Si hay que buscar un auténtico culpable, ese es Eal. O esa. El tiempo que nos ha obligado a pasar aquí ha causado esta situación.
—No sabría deciros, yo estoy fuerte y saludable como un árbol milenario y me he atracado de vino y pasteles siempre que he podido —afirmó Navekhen—. Si nos paramos a pensarlo, ¿en algún momento ha sido diferente?¿Recordáis nuestra primera transición de brazo de la galaxia?
—Lamento decir que sí. Duró aún más que nuestra escala forzosa en la Tierra y no desembarcamos ni una vez. Nuestras comodidades cayeron en picado.
—¿Y aquella visita al sistema binario con el planeta habitable de igual tamaño que sus satélites?
—Difícil olvidarla. Desintoxicación colectiva porque se estimó que había toxinas en el agua, cuando lo que contenía era una significativa concentración de etanol. Y prohibición de usar el transporte en los siguientes sistemas planetarios.
—Y podríamos continuar rememorando. ¿Qué queréis que os diga? Puestos a quedarse encallados, aquí, al menos, hay buenos platos, bonitos paisajes y hermosos chicos y chicas.
—Ah, los terráqueos —se lamentó un navegante cuyo cuerpo lucía la fisionomía nativa—. Algunos de ellos son tan especiales... Bien, nos es lícito no despreciarlos, ¿no? Nuestro parentesco es innegable y son impredecibles, divertidos...
—Y por versátiles que sean las salas de esparcimiento, sus diseños son limitados —terció otra—. Todos habéis asistido a alguno de los espectáculos que inventan ahí abajo. He visto obras de teatro, de danza, incluso competiciones deportivas. ¡Y las manifestaciones artísticas! ¡La variedad, los colores! Nosotros carecemos de algo así.
—La respuesta es bien sencilla —volvió a intervenir el anterior—. Nuestro número es muy limitado, mientras que ellos poseen el poder de perfeccionarse con cada generación. No os lo toméis a mal, pero ver las mismas caras traslación tras traslación aporta poca variedad a nuestras vidas.
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Con la vista al cielo
Fiksi IlmiahFlorencia, año 1470. La apacible sesión de posado para la nueva obra del maestro Verrocchio se ve interrumpida por los visitantes más extraordinarios que cabría imaginarse: surgen de la nada, visten ropas nunca vistas, poseen habilidades sobrenatura...