VI: Mi rostro es prisión (parte 2)

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A principios de 1483 Leonardo se alojaba en la parroquia de San Vincenzo in Prato, embarcado en la importante comisión que había recibido junto con los hermanos de Predis. Sus clientes, los miembros de la Confraternidad de la Inmaculada Concepción, deseaban un retablo para adornar su capilla, un coro de ángeles en torno a las figuras de la Virgen y el niño Jesús. El maestro abrigaba sus propias ideas sobre el trabajo, y muchos le preguntaron por qué el coro se había reducido a uno solo, acompañado del joven San Juan Bautista. Por suerte, su versión obtuvo el visto bueno. Le resultaba complicado explicar los motivos que lo impulsaban; por lo que a él respectaba, era más sencillo aceptarlos sin hacerse preguntas.

Vivía en el ducado más importante de la península, era un artista de prestigio y su fama se extendía. No tenía sentido recluirse cuando en la ciudad y en los salones de Sforza había personalidades interesantes con las que compartir ideas y a las que impresionar. Y así lo hacía, empezado por su vestimenta: cortas túnicas rosadas, abrigos forrados de piel, botas de cuero de Córdoba, bandas de oro en los dedos... Prendas más adecuadas para un muchacho que para el hombre de treinta y un años que era, el hombre maduro cuya apariencia reconstruida percibían todos los humanos al mirarlo. Y, sin embargo... Cuando se asomaba al espejo, la pulida superficie siempre le devolvía el rostro de veinte años detenido en el tiempo. Se sentía joven, lleno de energía, saludable, a pesar de las ojeras por sus escasas horas de sueño. ¿Por qué no lucirlo? ¿Por qué renunciar a ese tipo de admiración? ¿Tenía que conformarse, en definitiva, con uno de los dos Leonardos?

Sí, era más sencillo aceptarlos sin hacerse preguntas, aprovechar los descansos y salir. Las calles de Milán eran un magnífico coto para socializar y tomar apuntes con los instrumentos que nunca lo abandonaban, su cuaderno y una punta metálica. Altos bajos, hermosos, deformes, niños, ancianos... Todos se convertían en blancos de su interés y de su ojo artístico. Tras su búsqueda de la belleza de los primeros años, la experiencia le enseñaba que había proporción, equilibrio y gracia hasta en las visiones más caóticas.

Su obra de investigación comenzó a sobrepasar a la productiva, si bien contribuyó a enriquecer esta. Y ya no sentía que trabajaba en vano: en la pirámide habían obrado una magia que garantizaba la integridad de sus pinceladas durante el examen. Aquel ángel señalando al cielo que pintara para su Adoración de los Reyes Magos encerraba otro regalo en sus trazos, el desarrollo de una célula de almacenamiento para optimizar el consumo energético de la pirámide. Había revelado su secreto y sobrevivido para la posteridad.

Su rostro delató una chispa de sorpresa cuando Navekhen sacó a relucir el papel de Draadan en la historia. Y no fue porque el supervisor hubiese copiado su bosquejo del rayo de luz a través de la superficie opaca, ni por habérselo entregado a sus ingenieros, a quienes inspiró un dispositivo de sondeo virtual, en lugar de físico. No; lo que de verdad lo impactó fue esa inesperada preocupación por no pisotear sus sentimientos.

La sorpresa se esfumó en un instante, dejando una expresión de educado interés. Draadan era un hombre práctico, pensaba. Si se tomaba molestias para conservar sus trabajos o permitirle contemplar el navío que flotaba en el cielo, sus bien calculadas razones habría de tener. Del interés pasó a la sonrisa, la primera de su nueva etapa de resignación. ¿Qué importaba que, a veces, garrapatease frases en los márgenes de sus diarios, del estilo de «Si aprecias la libertad, no reveles que mi rostro es la prisión del amor»? La sonrisa era la máscara de la libertad, para sí mismo y para el mundo. Era la confirmación sin compromiso, la exhibición sin confidencia. Era el arma que desmantelaba barreras ajenas y reforzaba las propias, que le permitía camuflar su desengaño tras capas de encanto, curiosidad e inteligencia. Una tarjeta de visita, junto con su porte atractivo y sus túnicas elegantes.

Con la vista al cieloDonde viven las historias. Descúbrelo ahora