XII: Verán con placer deshacer y romper sus obras (parte 1)

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Fue por aquella época cuando empezó a hacerse evidente quiénes eran los admiradores más entusiastas del maestro Da Vinci, porque 1506 supuso su vuelta a Milán, de la mano del gobernador francés Charles d'Amboise. Sus encargos, los de sus compatriotas y los del rey mismo comulgaban con los deseos de sosiego del artista: arquitectura, canalizaciones, paisajismo... El gobernador le encomendó una villa de verano, algo digno de su rango, que lo mantuvo mucho tiempo en un estado de feliz abstracción. Planeó jardines plantados de cítricos que esparcieran su aroma; jugó con el agua, diseñando estanques, fuentes y un molino de viento musical, cuyo giro arrancara notas de los instrumentos; visionó, en fin, un paraíso de luz y claridad que alegrara los sentidos, la morada donde, de haber podido, habría dejado pasar los días con Draadan.

Ese tipo de proyectos eran perfectos para él, pues le garantizaban tiempo libre y excusas para esfumarse. También fue por entonces cuando, a tenor de los comentarios que dejaban caer los asistentes sobre su asombrosa energía y su buena salud, empezó a fingir pequeños achaques propios de la edad, como la necesidad de llevar gafas —útiles lentes de aumento— o la ocasional tos para justificar sus paseos en busca de aire fresco, durante los cuales solía perderse con su compañero. La vida le sonreía, era productivo. Incluso en la pirámide seguían aprovechando sus ideas para aumentar la comodidad de sus alojamientos, en especial aquellas tan visionarias que no alcanzaban a ser construidas con medios terrestres. ¿Qué más podría haber deseado?

El destino le procuró asimismo un ayudante prometedor, culto y bien plantado: Francesco Melzi. Era un jovencito milanés de buena familia, habilidoso con el pincel y con la pluma, y el pupilo ideal para convertirse en su secretario, dado que poseía la educación y la formalidad de las que Salaì siempre había carecido. Su llegada no apartó de sus afectos al joven demonio al que había formado desde la infancia; los años habían acentuado su parecido con Draadan y su lado salvaje era, además, parte del encanto que Leonardo veía en él. Pero tampoco podía negarse que se había encariñado rápidamente con el muchacho trabajador y disciplinado que aportaba a su bottega la dulzura y el orden que nunca había tenido. En cualquier caso, el artista se cuidó de dosificar su buena disposición para que no surgiesen conflictos entre ellos. Era mucho más prudente; Francesco —su querido Cecho— era solo un adolescente y Salaì tenía el potencial para convertirse en un enemigo terrible.

La introducción de un secretario no fue bien vista por Draadan. Aducía este que un control adicional sobre sus escritos era lo último que les hacía falta, y que delegar en otro habría de desembocar en más oportunidades de cometer deslices. Leonardo sonreía ante lo que consideraba pequeños ataques de celos. «¿Crees que voy a serte infiel con un angelito inocente, prendado de la belleza femenina de mis Madonnas, cuando resistí los avances de los demonios más seductores de Milán?». Cecho significaba paz y serenidad en su casa y más solaz para él, y eso era todo cuanto importaba. Sí, ¿qué más podría haber deseado?

Y, entonces, el paréntesis de paz se interrumpió con la muerte de su querido tío Francesco, la única persona de su familia paterna que lo había amado sin restricciones, y de nuevo llegó el tiempo de hacerse preguntas. Era inevitable. En el poco agradable viaje de vuelta a Florencia, para honrar la tumba del fallecido y batallar contra unos hermanos legítimos que pretendían impugnar su testamento —testamento en el cual Leonardo se convertía en su heredero—, tuvo oportunidad de dar muchas vueltas a la intransigencia de los hombres y a la fugacidad de los años. Su melancolía lo acompañó al lugar donde se alojaba, el hospital florentino de Santa Maria Nuova, y tiñó la actividad a las que se dedicó en la época de litigios: la disección de cadáveres.

Observar los entresijos de un cuerpo humano no era algo nuevo para él. Jamás había dejado escapar la ocasión de mirar en el interior cuando un cadáver se ponía a su alcance, pero hacerlo de manera sistemática, acampando en el depósito de un hospital, preparando un espécimen para proseguir en el mismo punto del anterior cuando la descomposición se hacía insoportable... ¡Qué noches fueron aquellas! Se rodeaba por una batería, no ya de pinceles, sino de material quirúrgico ensangrentado, y las únicas concesiones a la pulcritud que se permitía eran las mínimas para no manchar sus cuadernos de apuntes. Y el olor terrible, y la carne abierta para exponer lo que la naturaleza había dispuesto que cubriese... Donde la gran mayoría habría huido, aterrada —algunos quizá para alertar al inquisidor más cercano—, él perseveraba y trazaba los dibujos anatómicos más rigurosos y exquisitos de su época. A veces, hasta demasiado, porque el castañeteo de dientes que le sobrevino a Navekhen ante la representación de un pene seccionado no era propia de alguien con su formación científica.

Con la vista al cieloDonde viven las historias. Descúbrelo ahora