XI: El espíritu del pájaro (parte 1)

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Y dio comienzo la etapa más dulce de la vida adulta de Leonardo; una época que vio relegar las preocupaciones a un segundo plano, en la que su curiosidad fue eclipsada por pura y simple felicidad. Ya conocía la pasión que se ocultaba a quienes no conocían al auténtico Draadan. Ahora bien, esos otros momentos de confidencias o charlas ligeras, esos paseos reales y virtuales por nuevos y viejos rincones... Eran ciertas, pensaba, las cursilerías que afirmaban los enamorados: las obras de la creación eran más bellas, el sol brillaba con más fuerza y el cielo estaba más próximo. Y, aunque no le apetecía perder horas valiosas en plasmar esos recién descubiertos colores para cantar su dicha al mundo, los allegados no dejaron de notar el aumento de sus sonrisas espontáneas y sus escapadas en busca de soledad.

El día que Draadan le mostró sus habitaciones en la pirámide fue de especial trascendencia para él. Se resistió mucho, al principio. ¿Era prudente contaminar su mentalidad terráquea con más prodigios prohibidos, sabiendo que siempre quedarían fuera de su alcance? Pero la tentación era demasiado fuerte, y visitar el que había sido el entorno del navegante durante más de cinco siglos le ayudaría a sentir que compartían otro pedazo de preciosa intimidad. Draadan le ahorró los pasillos —el Vértice no permitía, de todas formas, una exposición excesiva de la nave— y lo condujo a través de un recibidor vacío de paredes violáceas y suelo iluminado, una estancia austera con una cámara de descanso, y un salón cuyo mayor lujo era el enorme ventanal que mostraba el exterior. Leonardo se quedó pegado a él un largo rato, quizá porque no había otros objetos que lo distrajeran. El ocupante de tales aposentos no atesoraba cuadros, recuerdos o prendas; no a la vista, al menos. Draadan es siempre Draadan, razonó, con una pizca de picardía. Un exterior ordenado e impecable que esconde lo esencial en algún lugar secreto. ¿Se lo mostrará a muchos? No, sé que no lo hace. Hay que ganarse la entrada, y yo debería estar orgulloso de estar tan cerca, tan adentro... Poco más pudo meditar cuando el objeto de sus reflexiones lo tomó por la cintura y lo condujo hacia un lecho de insólita cúpula abatible.

Draadan era un amante exigente y, a la vez, entregado. Aunque no eran conscientes de ello, ambos consumaban así sus sueños lascivos de arrastrarse a sus sacrosantos dormitorios y dar rienda suelta a lo que no deseaban experimentar con nadie más. Aquí empiezan a revelarse esas entrañas que oculta con tanto celo. El amor de Draadan es mudo y, a un tiempo, lo dice todo con un simple gesto. No impone límites ni se guarda nada para sí. Y es justo por eso que lo entrega en tan contadas ocasiones. Leonardo sintió en su carne el compromiso que suponía aquel gozo. Su cuerpo, su corazón... Supo al instante que Draadan le daría cualquier cosa que le pidiese.


La eterna inquietud del artista lo llevó, más tarde, a echar una nueva ojeada por los dominios de su compañero. Aquí y allá veía luces parpadeantes, escuchaba algún que otro zumbido, tropezaba con uno o dos objetos que no sabía identificar..., pero no hallaba esos pequeños detalles personales propios de todo espacio habitado. Movido por una repentina inspiración, se detuvo ante una especie de panel en la pared, sin marcas ni tiradores. La sección de muro no se desplazó por más que presionara o tratase de encajar las uñas. Fue la mano de Draadan, materializado a sus espaldas, la que finalmente obró el milagro y descubrió un armario al posarse en su superficie; el florentino intuyó que existía un mecanismo capaz de reconocer el contacto de su propietario. Y dentro, como por arte de magia, aparecieron más pedazos de ese rompecabezas que componía la esencia del navegante. El vaticinio de Leonardo sobre secretos revelados volvía a cumplirse.

Un aparato con una pantalla similar a los visores que usaban en la Tierra. Una vieja prenda de abrigo, envuelta en una funda de tejido extraño. Dos aros brillantes sobre un cojín vegetal. Una herramienta de metal oxidado, aún puntiaguda, en una bandeja de piedra. Estas, y otras cosas, se alineaban en unos estantes que les habían servido de altares desde el cielo sabía cuántos años. Leonardo paseó la vista por todas ellas, ansioso por conocer sus historias aunque temeroso de preguntar.

Con la vista al cieloDonde viven las historias. Descúbrelo ahora