El amanecer ofrecía una magnífica vista del valle del Loira. A Leonardo le gustaba iniciar el día respirando el aire fresco y empapándose del hermoso panorama del bosque y el castillo en la distancia, pero, por desgracia, la ventana de su habitación tendía a encajarse en el marco. Debía esperar a que se la abrieran o asegurarse de cerrarla antes de que llegase compañía, so pena de sufrir una severa reprimenda de Cecho sobre los peligros de los sobreesfuerzos. Tras un desayuno ligero y, si el clima era bueno, solía dar un paseo por el jardín y dejar atrás las estilizadas formas de ladrillo rojo y toba gris de la mansión. Luego regresaba a su estudio y retomaba el trabajo de la jornada previa —ya fuese un diario o algunos bosquejos o pinceladas—, o bien se preparaba para cualesquiera visitas ilustres que se hubiesen anunciado con antelación, incluidas —con bastante frecuencia— las de su majestad el rey Francisco I.
Esa era, a grandes rasgos, la nueva vida del artista en Francia. Su alojamiento, la mansión de Cloux, distaba apenas media milla del castillo de Amboise, la residencia del rey; un pasadizo subterráneo los conectaba y facilitaba esos encuentros que tanto entusiasmaban a su ilustre admirador. Era Premier Peintre, architecte et méchanicien du roi, aunando en su persona los tres importantes títulos, tenía asignados mil escudos al año, y sus obligaciones eran llevaderas. Jamás había disfrutado de una posición tan prominente.
Y, a la vez, jamás había experimentado unos sentimientos tan confusos y melancólicos. Porque la edad, la sabiduría y el instinto le susurraban que se avecinaban cambios, y que su buena fortuna y el reconocimiento de sus méritos no habrían de durar mucho. No era difícil deducirlo pues, a medida que su disfraz envejecía, el final de su carrera pública se veía más y más próximo. También cabía la otra posibilidad, que sus aliados del cielo diesen por concluida su misión y se llevasen las inoculaciones que le otorgaban la juventud. En ambos casos, el resultado sería el mismo: tendría que desaparecer, forjarse una nueva identidad y pasar lo que le quedase de vida sometido al destino de todos los humanos, la decadencia y la muerte. Y solo; sin Cecho, sin Salaì, sin sus amigos y admiradores... Sin Draadan.
En medio de esa frugalidad y ese estado de ánimo sombrío, recopilar sus escritos se convirtió en su principal ocupación. No podría llevarse gran cosa con él cuando partiera, así que planeaba hacer de Cecho depositario de los libros, con la seguridad de que el muchacho los trataría con todo el respeto. Ya se había convertido en el pintor principal de la casa, después de que él renunciase a emprender nuevos cuadros. Buscaba vías dignas para abandonar la ejecución de los que llevaba consigo, daba alguna pincelada aquí y allá, corregía las indecisiones de su discípulo... Se sentía vacío de color y asesino de su talento, de ese talento que tantos años llevaba guiándolo por senderos al borde de precipicios. El próximo será el último, vaticinaba, con un dejo de fatalismo, aunque Draadan me impedirá sacarlo a la luz. Draadan nunca me dejará caer, nunca.
Tal vez por eso tengo tanto miedo.
Y pasaron las semanas, entre proyectos de remodelar el castillo Romorantin, esquemas de fenómenos ambientales y planes para festividades. En la conmemoración de la batalla de Marignano, preparó globos que rebotaron entre el público, provocando asombro y risas a partes iguales. Se organizó en su jardín una nueva representación de su Orfeo, con el cielo estrellado, los planetas y centenares de antorchas, cuya luz era tan intensa que espantaba la oscuridad de la madrugada. Era el Leonardo anciano, si, pero también el Leonardo entusiasta de su juventud, atrapado en una sensación de repetir su historia en círculos. Y así, un día de 1518, se encerró con Draddan en su estudio y rebuscó su última obra entre los trastos del armario. El navegante lo contempló bajo la luz que se derramaba a chorros a través de los ventanales, blanco, dorado y sereno como un ángel. La tentación de un beso cosquilleó en sus labios. Se aproximó a él, enardecido, hasta que distinguió lo que sostenía en las manos, una tabla con un retrato que lo perseguía en sueños. El hormigueo cesó y el mundo se detuvo bajo sus pies.
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Con la vista al cielo
Fiksi IlmiahFlorencia, año 1470. La apacible sesión de posado para la nueva obra del maestro Verrocchio se ve interrumpida por los visitantes más extraordinarios que cabría imaginarse: surgen de la nada, visten ropas nunca vistas, poseen habilidades sobrenatura...