X: El dolor es la salvación del instrumento (parte 2)

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Aún tardarían unos cuantos meses los frailes de la Santissima Annunziata en percatarse de que el maestro Da Vinci no había vencido su aversión a manejar los pinceles. Con el cartón del retablo inconcluso, el artista protagonizó otro de sus arranques informales y partió para la Romagna determinado a convertirse en el arquitecto militar de Cesare Borgia, hijo ilegítimo del papa y señor de la guerra al mando del ejército francés. De poco sirvieron las quejas de sus actuales patronos; Soderini, gobernante de la ciudad, estimaba que era mucho más útil colar ojos y oídos florentinos entre las tropas del peligroso Borgia que adornar un nuevo templo. Tampoco le hicieron mella las amenazas de Shaal, voz de un Vértice que demandaba más cuadros para examinar. Si el espíritu de Eal no había vuelto a poseerlo, era inútil forzar su mano. Los moradores de la pirámide no tendrían más remedio que armarse de paciencia.

De manera que Leonardo preparó cuadernos, tinta y carboncillos y se embarcó en una larga ruta por toda la región, visitando cada ciudad amenazada y tomada por el ambicioso jefe militar. Pocas cosas habrían podido agradarle más que esa huida de Florencia; a través de su filtro artístico, la Romagna no parecía el escenario de una guerra, sino una sucesión de localidades bañadas de luz estival con mil rincones para explorar. Fue en Urbino, en el palazzo de Montefeltro, donde se encontró con el apuesto Borgia. Había cambiado poco desde que lo conociera durante la ocupación de Milán. Era, quizá, un poco más arrogante y expeditivo, pero tenía sus buenas razones, después de todo. Además, elogiaba su trabajo y planeaba ofrecerle un buen número de proyectos, y eso era todo lo que él necesitaba saber para apreciar el puesto.

La época tumultuosa vivida en Milán se repitió durante la toma de Urbino, excepto que entonces no estaba del lado de los sitiados, sino de los sitiadores, y colaboraba activamente con ellos. Viajaba sin descanso en pos o como avanzadilla del ejército, planificaba obras de ingeniería, realizaba mapas detallados, supervisaba las fortificaciones y las defensas, diseñaba dispositivos de ataque. Maravillaba a los extraños con su vitalidad a sus aparentes cincuenta años. Aún tuvo tiempo, en medio de tantas actividades, de trabar amistad con Niccolò Machiavelli y dejar una grata impresión en él.

«Abandona tu casa en la ciudad, tu familia y tus amigos, ve a las montañas y valles y exponte al fiero calor del sol». Esta frase, escrita entre las notas del artista, ofrecía a Navekhen y los demás una idea aproximada del impulso indómito que lo movía en aquella etapa de su vida. Aun así, Leonardo no dejaba que esa rebeldía se reflejara en su carácter, sino que conservaba su característica afabilidad. Ni siquiera se tomaba a mal los comentarios críticos cuestionando su moral. ¿Por qué un pretendido pacifista, alguien que afirmaba que la guerra era la locura más brutal, se ponía al servicio de un guerrero? Él suspiraba en secreto mientras rememoraba la conversación al respecto mantenida con Verorrosso. Esbozos de tanques, morteros, armas de repetición... Su interés siempre había sido teórico; sus credenciales, una mera forma de regalar los oídos de posibles mecenas para, al final, dedicarse a lo que de verdad le gustaba. Por lo que a él respectaba, todos esos ingenios de guerra debían quedarse en el mismo sitio que su pobre ornitóptero, en el limbo de las ideas.

Atravesar la Romagna tras Borgia era una experiencia interesante, pero el halo de peligro que la envolvía parecía volverse más denso a cada día que pasaba. Por eso le supuso un respiro el viaje a Roma a principios de 1503. En tanto el joven conferenciaba con su padre, el Papa, Leonardo aprovecharía para admirar ruinas romanas, como ya había hecho con el palacio de Adriano en Tivoli en una escapada anterior.

Aunque Roma era una ciudad grandiosa, el clima infame de aquel invierno no acompañaba a los visitantes. La mañana de su visita a la estatua ecuestre de Marco Aurelio, una pavorosa tormenta lo obligó a buscar cobijo en una casa de comidas. Resignado, se sentó ante la ventana y se dedicó a observar, tras la gruesa cortina de agua, la arquitectura y a los pocos transeúntes que corrían por la calle. Y entonces la vio: asomada a un portal de la fachada opuesta, con total indiferencia hacia el barro que manchaba el ruedo de sus vestidos, estaba la inconfundible Irene Gregori. El estruendo de su corazón se hizo audible sobre el del aguacero.

Con la vista al cieloDonde viven las historias. Descúbrelo ahora