Una estrella atravesada, cada ciento once años terrestres, por un cometa.
Con este dato, el Primer Navegante de la pirámide y sus acólitos comenzaron la búsqueda del trozo de cielo que tanto interesaba a la otra tripulación. Próximos estaban a dar palos de ciego, porque las posibilidades, aun conociendo el sector aproximado y las fechas exactas, se contaban por millones y millones. Eso no les impidió emprender una búsqueda exhaustiva entre sus catálogos astronómicos. Por otro lado, ¿qué habría allí, se preguntaban, que atraía a los tripulantes conscientes de la otra nave hasta el punto de convertirlo en el centro de sus existencias?
Leonardo sabía que la solución más lógica, interrogar a los otros, estaba fuera de la cuestión, así que se encogía de hombros por su testarudez y continuaba las pesquisas a su ritmo. Para él, llegar a conocer a Verorrosso era la recompensa por hacer de espía para sus aliados, y algo mucho más gratificante. A veces se preguntaba por qué. No era el mejor de sus aprendices —tenía poca paciencia para lo que no le resultaba práctico—, ni el más sabio, dada su corta vida, ni el más festivo. ¿Todo descansaba en su increíble físico o en el embrujo de sus alas? Y, sin embargo... Debía de haber algo más, pensaba, sobre todo cuando rememoraba las veladas en las que el joven, perdida ya la suspicacia, lo utilizaba a modo de consejero espiritual para confiarle retazos de sus pensamientos.
Era una noche sin luna. En el tejado de la Corte Vecchia, una máquina y un hombre reposaban bajo la bóveda celeste, aprovechando la cobertura ofrecida por la torre más próxima: Leonardo se había decidido a izar su ornitóptero. La respuesta a si funcionaba o no aún estaba en el aire, pues el impulso del artista se había agotado tras el traslado. Tumbado sobre su capa, se dedicaba al noble arte de la procrastinación, buscando mensajes ocultos en las constelaciones.
—Ese estúpido trozo de tela y madera no va a volar por su cuenta.
Verorrosso... La voz a sus espaldas se convirtió en una silueta recortada contra el firmamento. Leonardo le dejó un hueco libre en la capa; tras un instante de duda, el guardaespaldas lo aprovechó para sentarse.
—A diferencia de ti, yo no puedo hacerlo volar a oscuras —se burló el florentino—. No te esperaba hoy. Si hubieras avisado de que venías, habría mandado traer unas botellas de...
—Ayer maté a cinco elegidos rivales con mis manos —lo interrumpió el joven, a bocajarro—. El primero, uno de los líderes. Su facción ha caído. Cinco personas. —Como su interlocutor mantenía un silencio prudente, continuó—: Nunca había sido más de una, o dos, con ayuda. La sangre no quería salir de mis ropas, así que las quemé.
»No tenía nada contra él, ¿sabes? Un tipo del lejano oriente. Honorable, por lo poco que sabía, buen espadachín. Simplemente tenía que hacerse, supongo. Me miró con esos ojos rasgados y no había inquina en ellos, solo resignación. Y, tras el, cayeron los que le quedaban. Mi gente me ha felicitado. Irene trató de abrazarme, pero yo la aparté.
—¿Por qué?
—No es una puñetera cosa que merezca felicitaciones. ¿Tienen ganas de celebrarlo? Que esperen a que ganemos.
—Quiero decir que por qué la apartaste.
—Ah, no quiero ese tipo de relación blanda con los míos. Es mejor la disciplina del ejército, que me consideren su capitán.
—Entiendo. Entonces todo está bien, ¿no? Tenía que hacerse. Aunque te resulte duro, es el trabajo de un soldado, y no debes reprochártelo. Además, ya estarás acostumbrado, después de... siglos.
—No recordamos nada de una vez a otra.
—¿Qué?
—Perdemos los recuerdos. Para mí es igual que empezar de nuevo. Si me dijeran que es mi jodida primera batalla, me lo creería.
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Con la vista al cielo
Science-FictionFlorencia, año 1470. La apacible sesión de posado para la nueva obra del maestro Verrocchio se ve interrumpida por los visitantes más extraordinarios que cabría imaginarse: surgen de la nada, visten ropas nunca vistas, poseen habilidades sobrenatura...