CAPÍTULO II

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Una hermosa mañana de octubre siguió a la noche brumosa que había sido testigo de mi llegada a Crimsworth Hall. Me levanté temprano y paseé por el extenso prado ajardinado que rodeaba la casa. El sol otoñal se elevaba sobre las colinas de ...shire, iluminando una amena campiña; un bosque pardo y apacible daba variedad a los campos en los que acababa de recogerse la cosecha; un río que discurría por el bosque reflejaba en su superficie el brillo algo frío del sol y el cielo de octubre; diseminadas por las orillas del río, unas chimeneas altas y cilíndricas, casi como esbeltas torres redondas, señalaban las fábricas medio ocultas por los árboles; aquí y allá mansiones similares a Crimsworth Hall ocupaban agradables parajes en las laderas de la colina; el paisaje tenía en conjunto un aspecto alegre, activo, fértil. Hacía tiempo que Vapor, Industria y Maquinaria habían desterrado de él todo romanticismo y aislamiento. A unas cinco millas, en el fondo de un valle que se abría entre dos colinas de escasa altura, se encontraba la ciudad de X; sobre esta localidad se cernía un vapor denso y permanente, allí estaba la «Ocupación» de Edward. Forcé la vista para observar aquella perspectiva, forcé el pensamiento para centrarme en ella durante un rato, y cuando descubrí que no me transmitía ninguna emoción agradable, que no despertaba en mí ninguna de las esperanzas que un hombre debería sentir al ver ante sí el escenario de su carrera, me dije: «William, te rebelas contra las circunstancias. Eres un idiota que no sabe lo que quiere. Has elegido la industria e industrial serás. ¡Mira!». Proseguí mentalmente: «Contempla el humo tiznado de hollín que surge de esa hondonada y acepta que ahí está tu puesto. Ahí no podrás soñar, no podrás especular ni teorizar; ¡ahí tendrás que trabajar!». Tras haberme amonestado a mí mismo de este modo, regresé a la casa. Mi hermano estaba en la salita del desayuno; lo saludé serenamente; no podía hacerlo con alegría; estaba de pie, de espaldas a la chimenea; ¡cuántas cosas leí en la expresión de sus ojos cuando se encontraron nuestras miradas, cuando avancé hacia él para desearle buenos días, cuántas cosas contrarias a mi naturaleza! Me dijo «buenos días» con aspereza y asintió, y luego agarró un periódico de la mesa y empezó a leerlo con el aire de un patrón que busca un pretexto para escapar al aburrimiento de conversar con un subordinado. Por suerte para mí, había resuelto soportarlo todo durante un tiempo; de lo contrario sus modales habrían vuelto incontenible la indignación que me esforzaba por reprimir. Lo miré, examiné su figura robusta y fuerte; me vi reflejado en el espejo que había sobre la chimenea y me divertí comparando ambas imágenes. De cara me parecía a él, aunque no era tan apuesto. Mis facciones eran menos regulares, tenía los ojos más oscuros y la frente más amplia; físicamente yo era muy inferior, más delgado, más menudo, no tan alto.

Como animal, Edward me superaba con creces. Si era tan superior en intelecto como en físico, sería su esclavo, pues no debía esperar de él la generosidad del león con otro más débil; sus ojos fríos y avariciosos, sus modales graves y amenazadores me dijeron que no me perdonaría nada. ¿Tendría la suficiente fuerza de voluntad para aguantarlo? No lo sabía; jamás me habían puesto a prueba. La entrada de la señora Crimsworth me distrajo de mis pensamientos por un momento. Tenía buen aspecto, vestida de blanco, con el rostro y el atuendo que irradiaban la frescura matutina de una recién casada. Le dirigí la palabra con la soltura que su despreocupada alegría de la víspera parecía justificar, pero ella me replicó con frialdad y circunspección; su marido le había dado instrucciones: no debía dar demasiadas confianzas a su empleado. En cuanto terminó el desayuno, el señor Crimsworth me comunicó que la calesa nos aguardaba frente a la puerta principal y que esperaba verme listo en cinco minutos para acompañarle a X. No le hice esperar; pronto nos hallamos en la carretera viajando a buen paso. El caballo que nos llevaba era el mismo animal fiero sobre el que la señora Crimsworth había expresado sus temores la noche anterior; en un par de ocasiones Jack pareció a punto de impacientarse, pero el uso enérgico y vigoroso del látigo en manos de su implacable amo no tardó en doblegarlo. Las dilatadas ventanas de la nariz de Edward expresaron su triunfo en la competición; apenas me habló durante el corto trayecto, sólo abrió la boca de vez en cuando para maldecir a su caballo. X bullía de gente y de actividad cuando llegamos; dejamos las limpias calles, donde había casas y tiendas, iglesias y edificios públicos, y viramos hacia una zona de fábricas y almacenes, donde traspasamos dos macizas verjas para entrar en un gran patio pavimentado; estábamos en Bigben Close, y la fábrica se alzaba ante nosotros, vomitando hollín por su larga chimenea y temblando a través de los gruesos muros de ladrillo por la agitación de sus intestinos de hierro. Los obreros iban y venían cargando un carro con piezas de tela. El señor Crimsworth miró a un lado y a otro y pareció captar todo lo que ocurría de una sola ojeada; se apeó y, dejando caballo y calesa al cuidado de un hombre que se apresuró a recibir las riendas de sus manos, me pidió que le siguiera al interior de la oficina de contabilidad. La oficina no tenía nada en común con los salones de Crimsworth Hall: un lugar para los negocios, con el suelo de madera, una caja fuerte, dos escritorios altos y taburetes y unas sillas. Una persona sentada en uno de los escritorios se quitó la gorra cuadrada cuando entró el señor Crimsworth; al instante se hallaba de nuevo absorbido en su tarea; no sé si escribía o calculaba algo. Tras despojarse del impermeable, el señor Crimsworth se sentó junto al fuego, y yo me quedé de pie cerca de la chimenea. Al poco rato dijo: 

EL PROFESORDonde viven las historias. Descúbrelo ahora