Finalmente no había aprovechado más que de un modo imperfecto la oportunidad de hablar con mademoiselle Henri, tan audazmente obtenida. Mi intención era preguntarle por qué tenía dos nombres ingleses, Frances y Evans, además del apellido francés, y también de dónde había sacado un acento tan bueno. Había olvidado ambas preguntas o, más bien, nuestro coloquio había sido tan breve que no me había dado tiempo a formularlas. Además, aún no había puesto a prueba su auténtica capacidad para hablar inglés; lo único que había conseguido en esa lengua eran las palabras «sí» y «gracias, señor». «No importa —pensé—. Otro día resolveremos lo que ha quedado pendiente». No dejé tampoco sin cumplir la promesa que yo mismo me hice. Era difícil intercambiar siquiera unas palabras en privado con una alumna entre tantas, pero como dice el viejo proverbio, «querer es poder», y una y otra vez me las ingenié para poder intercambiar unas palabras con mademoiselle Henri, a pesar de que la Envidia nos vigilaba y la Difamación murmuraba cada vez que me acercaba a ella.
—Déme su cuaderno un instante. —Así solía iniciar aquellos breves diálogos, siempre justo después de la clase; y, haciéndole señas para que se levantara, me instalaba yo en su sitio, permitiéndole quedarse de pie a mi lado con actitud deferente, porque en su caso me parecía sensato y oportuno reforzar estrictamente todas las formalidades de uso corriente entre maestro y alumna; sobre todo porque percibía que su actitud se volvía tanto más segura y desenvuelta cuanto más austera y autoritaria era la mía. Qué duda cabe que eso contradecía de una manera extraña el efecto que solía obtenerse en tales casos, pero así era.
—Un lápiz —decía yo, extendiendo la mano sin mirarla. (Ahora voy a trazar un breve esbozo de la primera de esas conversaciones.) Me dio un lápiz, y mientras subrayaba algunos errores de un ejercicio gramatical, le pregunté:
—¿No es usted natural de Bélgica?
—No.
—¿Ni de Francia?
—No.
—¿Dónde nació entonces?
—En Ginebra.
—Supongo que no me dirá que Frances y Evans son nombres suizos.
—No, señor, son ingleses.
—Exacto. ¿Y tienen costumbre en Ginebra de poner nombres ingleses a sus hijos?
—Non, monsieur, mais...
—En inglés, por favor.
—Mais...
—En inglés.
—Pero... (lentamente y con gran turbación) mis padres no eran ambos dos de Ginebra.
—Diga sólo «ambos» en lugar de «ambos dos», mademoiselle.
—No eran ambos suizos. Mi madre era inglesa.
—¡Ah! ¿Y de origen inglés?
—Sí... sus antepasados eran todos ingleses.
—¿Y su padre?
—Era suizo.
—¿Qué más? ¿Qué profesión ejercía?
—Clérigo, pastor, tenía una parroquia.
—Dado que su madre es inglesa, ¿por qué no habla usted inglés con mayor fluidez?
—Maman est morte... il y a dix ans(Mi madre murió hace diez años).
—¿Y honra usted su memoria olvidando su idioma? Tenga la amabilidad de apartar el francés de sus pensamientos mientras hable conmigo. Aténgase al inglés.

ESTÁS LEYENDO
EL PROFESOR
DiversosWilliam Crimsworth, en su voluntad de independencia, desprecia la tiránica protección de sus parientes y se embarca hacia Bruselas, donde consigue un puesto de profesor de inglés en un internado y debe elegir entre las atenciones de la brillante y...