CAPÍTULO I

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El otro día, al revisar mis papeles, hallé en mi mesa la siguiente copia de una carta que envié, un año ha, a un viejo conocido del colegio.

Querido Charles: Creo que cuando tú y yo estuvimos juntos en Eton no éramos lo que podría llamarse personajes populares; tú eras un ser sarcástico, observador, perspicaz y frío; no intentaré trazar mi propio retrato, pero no recuerdo que fuera especialmente atractivo, ¿y tú? Desconozco qué magnetismo animal nos unió; desde luego, yo jamás albergué por ti sentimiento alguno que se pareciera al de Pilades y Orestes, y tengo razones para creer que, por tu parte, estabas igualmente lejos de cualquier sentimiento romántico. No obstante, fuera de las horas lectivas, estábamos siempre juntos, charlando y paseando; cuando el tema de conversación eran nuestros compañeros o nuestros maestros, nos comprendíamos mutuamente, y cuando yo recurría a alguna expresión de afecto, a un aprecio vago por algo excelente o hermoso, tanto si era de naturaleza animada como inanimada, tu sardónica frialdad no me impresionaba; entonces, como ahora, me sentía superior a tal freno. Ha pasado mucho tiempo desde que te escribí y más aún desde que nos vimos; el otro día, hojeando casualmente un periódico de tu condado, mis ojos fueron a dar con tu nombre. Empecé a pensar en los viejos tiempos, a repasar los acontecimientos ocurridos desde que nos separamos y me senté para escribir esta carta; no sé cuáles han sido tus ocupaciones, pero oirás, si decides escucharme, cómo el mundo me ha tratado a mí. En primer lugar, tras abandonar Eton, me entrevisté con mis tíos maternos, lord Tynedale y el honorable John Seacombe. Me preguntaron si quería ingresar en la Iglesia y, en caso afirmativo, mi tío el noble me ofreció el beneficio de Seacombe, que le pertenece; luego mi otro tío, el señor Seacombe, insinuó que, cuando me convirtiera en rector de Seacombe y Scaife, tal vez se me permitiera tomar como señora de mi casa y cabeza de mi parroquia a una de mis seis primas, sus hijas, las cuales me desagradan profundamente. Rechacé tanto la Iglesia como el matrimonio; un buen clérigo es una buena cosa, pero yo habría sido malísimo; en cuanto a la esposa, ¡oh, la idea de unirme de por vida a una de mis primas es como una pesadilla! Sin duda son todas bonitas y poseen grandes cualidades, pero ninguna que haga vibrar una sola fibra en mi pecho. La idea de pasar las noches de invierno al amor de la lumbre de la salita de la rectoría de Seacombe, solo, con una de ellas, por ejemplo la estatua grande y bien moldeada que es Sarah... No, en tales circunstancias sería un mal marido, igual que un mal clérigo. Cuando rechacé las ofertas de mis tíos, me preguntaron «qué pretendía hacer». Contesté que debía reflexionar; me recordaron que no tenía fortuna propia ni esperanzas de conseguirla y, tras una larga pausa, lord Tynedale preguntó con seriedad «si tenía la intención de seguir los pasos de mi padre y dedicarme a la industria». Bien, yo no había pensado nada semejante; no creo que mi carácter me capacite para ser un buen industrial; mi gusto, mis ambiciones, no siguen esos derroteros, pero era tal el desprecio expresado en el semblante de lord Tynedale al pronunciar la palabra «industria», era tal el sarcasmo despectivo de su tono, que me decidí al instante. Mi padre no era sino un nombre para mí, mas me disgustaba oír que se pronunciaba ese nombre con menosprecio en mi propia cara; respondí, pues, con vehemente presteza: «No podría hacer nada mejor que seguir los pasos de mi padre; sí, seré industrial». Mis tíos no protestaron; nos despedimos con mutuo desagrado. Al recordar esta discusión, tengo la impresión de que hice muy bien en liberarme de la carga que suponía el mecenazgo de Tynedale, pero fui un estúpido al echarme inmediatamente a la espalda otra carga que podía resultar más intolerable aún y que, desde luego, no había siquiera sopesado. Al momento escribí a Edward; ya conoces a Edward, mi único hermano, diez años mayor que yo, casado con la hija de un millonario, dueño de una fábrica, y en cuyas manos se halla ahora la fábrica y el negocio que eran de mi padre antes de que quebrara. Ya sabes que mi padre, considerado en otro tiempo todo un Creso, fue a la bancarrota poco antes de fallecer, y que mi madre vivió en la indigencia durante los seis meses posteriores a su muerte, sin recibir sostén alguno de sus aristocráticos hermanos, a los que había ofendido terriblemente al casarse con Crimsworth, el industrial de ...shire. Al final de los seis meses me trajo al mundo que luego abandonó sin mucha pena, creo, pues poca esperanza o consuelo albergaba para ella. Los parientes de mi padre se hicieron cargo de Edward, así como de mí hasta que cumplí los nueve años. En aquella época quedó vacante la representación de un importante municipio de nuestro condado; el señor Seacombe presentó su candidatura; mi tío Crimsworth, un astuto industrial, aprovechó la oportunidad para escribir al candidato una carta furibunda, en la que afirmaba que, si lord Tynedale y él no accedían a contribuir de algún modo al sustento de los hijos huérfanos de su hermana, daría a conocer su actitud cruel y maligna con ella y haría todo lo posible por dificultar la elección del señor Seacombe. Este caballero y lord Tynedale sabían muy bien que los Crimsworth eran una raza decidida y sin escrúpulos, y también que tenían influencia en el municipio de X, de modo que, haciendo de la necesidad virtud, consintieron en costear mi educación. Me enviaron a Eton, donde estuve diez años, durante los cuales no volví a ver a Edward. Cuando mi hermano se hizo mayor se dedicó a la industria y siguió su vocación con tal diligencia, maña y éxito que en aquel momento, cumplidos los treinta, se estaba haciendo rico a marchas forzadas. De todo esto tenía yo noticia por las cartas escuetas y espaciadas que recibía de él, tres o cuatro al año; cartas que no concluían jamás sin alguna expresión de decidida animadversión a la casa de Seacombe, o algún reproche hacia mí, por vivir, en palabras suyas, de la prodigalidad de dicha casa. Al principio, cuando aún era un niño, no comprendía por qué no podía agradecer a mis tíos Tynedale y Seacombe la educación que me daban, pero a medida que fui creciendo y conociendo poco a poco la persistente hostilidad, el odio que mostraron a mi padre hasta el día de su muerte y los sufrimientos de mi madre, todos los agravios, en suma, contra nuestra casa, empecé a sentir vergüenza de la dependencia en que vivía y tomé la resolución de no aceptar nunca más el pan de unas manos que se habían negado a atender las necesidades de mi madre moribunda. Bajo la influencia de estos sentimientos me hallaba cuando rechacé la rectoría de Seacombe y la unión con una de mis primas. Habiéndose abierto así una brecha insalvable entre mis tíos y yo, escribí a Edward contándole todo lo ocurrido e informándole de mi intención de seguir su estela y convertirme en industrial; le preguntaba, además, si podía darme empleo. En su respuesta no manifestaba estar de acuerdo con mi conducta, pero decía que podía ir a ...shire si lo deseaba y que «vería qué podía hacerse para conseguirme un trabajo». Reprimí cualquier comentario que pudiera pasarme por la cabeza sobre su nota, metí mis cosas en un baúl y un maletín y emprendí el viaje hacia el norte sin más dilación. Tras un viaje de dos días (entonces no existían las carreteras), llegué a la ciudad de X una lluviosa tarde de octubre. Siempre había creído que Edward vivía en aquella ciudad, pero descubrí que sólo la fábrica y el almacén del señor Crimsworth estaban situados en medio de la atmósfera humeante de Bigben Close; su residencia estaba a cuatro millas de distancia, en plena campiña. Era ya de noche cuando me apeé delante de la verja de la morada que había de ser la mía por ser la de mi hermano. Mientras avanzaba por la avenida vi, a través de las sombras del crepúsculo y de la neblina húmeda y lúgubre que las hacía más densas, que la casa era grande y los jardines que la rodeaban suficientemente espaciosos. Me detuve un momento ante la fachada y, apoyando la espalda en un gran árbol que se elevaba en el centro del jardín, contemplé con interés el exterior de Crimsworth Hall. Dando por terminadas preguntas, especulaciones, conjeturas y demás, me encaminé a la puerta principal y llamé. Me abrió un sirviente; me anunció; me despojó de la capa y el maletín mojados y me introdujo en una habitación, amueblada como biblioteca, donde ardía un buen fuego y había unas velas encendidas sobre la mesa; me informó de que su señor no había regresado aún del mercado de X, pero llegaría sin duda antes de media hora. Cuando me dejó a solas me senté en la mullida butaca de tafilete rojo que había frente a la chimenea y, mientras mis ojos contemplaban las llamas que arrojaban los carbones ardientes y las pavesas que caían de vez en cuando sobre el hogar, mis pensamientos se dedicaron a hacer conjeturas sobre el encuentro que estaba a punto de producirse. Una cosa era cierta: no corría el peligro de sufrir una grave decepción; mis moderadas expectativas me lo garantizaban, pues no esperaba una gran efusión de cariño fraternal; las cartas de Edward habían tenido siempre un cariz que impedía engendrar o abrigar ilusiones de tal índole. Aun así, mientras estaba allí sentado, aguardando su llegada, sentía inquietud, una gran inquietud, no sé decir por qué; mi mano, ajena por completo al contacto de la mano de un pariente, se cerró para contener el temblor con que la impaciencia la habría sacudido de buen grado. Pensé en mis tíos, y mientras me preguntaba si la indiferencia de Edward sería igual al frío desdén que siempre había recibido de ellos, oí que se abría la verja de la avenida. Las ruedas de un coche se acercaron a la casa; el señor Crimsworth había llegado y, tras un lapso de unos minutos y un breve diálogo con su sirviente en el vestíbulo, sus pasos vinieron hacia la biblioteca; unos pasos que bastaba para anunciar al amo y señor de la casa. Yo seguía teniendo un vago recuerdo del Edward de diez años antes: un joven alto, enjuto, inexperto. Cuando me levanté de mi asiento y me volví hacia la puerta de la biblioteca, vi a un hombre apuesto y fuerte, de piel clara, bien proporcionado y atlético. Distinguí, en una primera impresión, un aire decidido y una gran agudeza, que se mostraba tanto en sus movimientos como en su porte, sus ojos y la expresión de su rostro. Me saludó escuetamente y, en el momento de estrecharnos la mano, me examinó de pies a cabeza; se sentó en la butaca de tafilete y me indicó otro asiento con un ademán. 

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