CAPÍTULO X

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Al día siguiente, la mañana parecía transcurrir con una gran lentitud en el centro de monsieur Pelet. Yo deseaba que llegara la tarde para poder volver al internado vecino y dar mi primera clase en aquel cautivador recinto, pues a mí me parecía cautivador. Al mediodía llegó la hora del recreo; a la una comimos; con esto pasó el tiempo y por fin sonó la grave campana de Ste. Gudule dando lentamente las dos, señalando el momento que tanto había esperado. Al pie de la estrecha escalera trasera por la que se bajaba desde mi habitación, me encontré con monsieur Pelet. 

—Comme vous avez l'air rayonnant! —dijo—. Je ne vous ai jamais vu aussi gai. Que c'est-il donc passé?(¡Se le ve a usted radiante! No le había visto nunca tan alegre. ¿Qué ocurre?)

—Apparemment que j'aime les changements(Será que me gustan los cambios) —contesté. 

—Ah! Je comprends. C'est cela. Soyez sage seulement. Vous êtes bien jeune, trop jeune pour le rôle que vous allez jouer. Il faut prendre garde, savez-vous?(¡Ah, comprendo! Es eso. Pero sea usted prudente. Es muy joven, demasiado joven para el papel que va a desempeñar. Es necesario ser precavido, ¿sabe? ) 

—Mais quel danger y-a-t-il?(Pero ¿dónde está el peligro?) 

—Je n'en sais rien. Ne vous laissez pas aller à de vives impressions, voilà tout.(No sé. No se deje llevar por vívidas impresiones, eso es todo.) 

Me reí. Una sensación de exquisito placer se apoderó de mí al pensar que era muy probable que esas vives impressions se produjeran. Hasta entonces, mi cruz había sido la monotonía, la aburrida rutina diaria; mis élèves vestidos con el blusón de la escuela de chicos no habían despertado nunca en mí vives impressions, excepto en alguna ocasión, quizá, la de la ira. Me despedí de monsieur Pelet. Caminando por el pasillo a grandes zancadas, oí una de sus carcajadas, un sonido muy francés, desenfadado, burlón. Una vez más me hallé ante la puerta de al lado y pronto volví a entrar en el alegre pasillo con sus paredes claras, del color de las palomas, a imitación del mármol. Seguí a la portera. Tras bajar un escalón y doblar una esquina, me encontré en una especie de corredor; se abrió en él una puerta y apareció la figura menuda de mademoiselle Reuter, tan grácil como rellena. Vi entonces su atuendo a plena luz del día; era un sencillo vestido de lana fina que se ceñía a la perfección a sus formas compactas y redondeadas, con un cuello pequeño y delicado; puños de encaje y pulcros borceguíes parisinos mostraban cuello, muñecas y pies del modo más favorecedor, pero ¡qué seria estaba su cara cuando tropezó de repente conmigo! Su mirada y su frente delataban preocupación, parecía casi severa. Su bonjour, monsieur fue muy educado, pero también metódico, vulgar; fue como aplicar directamente un paño frío y húmedo sobre mis vives impressions. La portera se dio media vuelta cuando vio a su señora y yo recorrí lentamente el corredor al lado de mademoiselle Reuter. 

—Monsieur dará clase hoy en la primera aula —dijo—. Tal vez lo mejor para empezar sería un dictado o una lectura, pues son las formas más sencillas de enseñar un idioma extranjero, y en un principio es natural que el profesor esté un poco nervioso. 

Tenía toda la razón del mundo, como sabía yo por experiencia, por lo que no tuve más remedio que manifestar mi conformidad. Seguimos luego en silencio. El corredor acababa en un amplio salón cuadrado de techo alto; a un lado, una puerta de cristal permitía ver un largo y estrecho comedor con mesas, un aparador y dos lámparas; estaba vacío. Enfrente, unas grandes puertas de cristal se abrían al jardín y zona de juegos; una amplia escalinata ascendía en espiral en el lado opuesto; en la pared que quedaba había una doble puerta corredera que estaba cerrada y que sin duda daba acceso a las aulas. Mademoiselle Reuter me miró de reojo, seguramente para averiguar si estaba lo bastante tranquilo para ser conducido al interior de su sanctasanctórum. Supongo que consideró que tenía un aceptable dominio sobre mí mismo, porque abrió las puertas y me hizo pasar. A nuestra entrada siguió una serie de crujidos de personas que se levantaban. Sin mirar a derecha ni izquierda caminé por el pasillo que dejaban las dos hileras de bancos y pupitres, y tomé posesión de la silla vacía y la mesa solitaria que había sobre un estrado al que se accedía por un único escalón y desde el que se dominaba la mitad del aula; la otra mitad estaba a cargo de una maîtresse situada en un estrado similar. Al fondo del estrado, sujeto a una mampara movible que separaba el aula de otra adjunta, había un gran tablero de madera pintado de negro y encerado; sobre mi mesa vi un grueso trozo de tiza con el que aclarar cualquier duda gramatical o verbal que pudiera producirse durante la lección, escribiéndola sobre la pizarra; junto a la tiza había una esponja mojada que me permitiría borrar las marcas cuando éstas hubieran cumplido su propósito. Hice estas observaciones despacio y con esmero antes de echar una sola ojeada a los bancos que tenía delante; después de coger la tiza, de volver a mirar la pizarra y tocar la esponja para ver si estaba suficientemente húmeda, me pareció que tenía la sangre fría necesaria para alzar la vista tranquilamente y mirar sin prisas a mi alrededor. Y lo primero que observé fue que mademoiselle Reuter se había marchado sin hacer ruido y no se la veía por ninguna parte; sólo quedó una maîtresse o profesora, la que ocupaba el estrado contiguo, para vigilarme; estaba medio oculta entre las sombras y, como soy corto de vista, sólo pude distinguir que era delgada y huesuda, que tenía un cutis de cera y que su actitud, allí sentada, era a la vez de apatía y afectación. Más visibles, más destacadas, iluminadas de lleno por la luz del ventanal, eran las ocupantes de los bancos, muchachas de catorce, quince y dieciséis años, y algunas jóvenes de dieciocho a veinte (ésa fue mi impresión). Todas vestían atuendos sumamente recatados, lucían los peinados más sencillos, y parecían abundar las facciones regulares, los cutis sonrosados, los ojos grandes y brillantes y las formas redondeadas, voluminosas incluso. No soporté aquella primera visión como un estoico; deslumbrado, bajé la mirada y con una voz demasiado baja, musité: 

EL PROFESORDonde viven las historias. Descúbrelo ahora