CAPÍTULO XXV

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Al cabo de dos meses, se cumplió el período de luto por la tía de Frances. Una
mañana de enero, la primera de las vacaciones del Año Nuevo, fui a la Rue NotreDame-aux-Neiges en coche de alquiler, acompañado tan sólo por monsieur
Vandenhuten, y tras apearme solo y subir las escaleras, encontré a Frances
esperándome con un atuendo muy poco apropiado para aquel gélido día. Hasta
entonces no la había visto nunca vestida de otro color que no fuera el negro o algún
otro tono oscuro, y allí estaba, de pie junto a la ventana, toda de blanco, envuelta en
un tejido de la más diáfana textura. El traje era sencillo, sin duda, pero resultaba
impresionante y festivo, por ser tan claro, completo y vaporoso. Se cubría la cabeza
con un velo que le llegaba hasta las rodillas; una pequeña corona de flores rosas lo
sujetaba a su gruesa trenza griega y caía suavemente a ambos lados del rostro.
Aunque parezca extraño, estaba o había estado llorando. Cuando le pregunté si estaba
lista, me contestó: «Sí, monsieur», conteniendo un sollozo, y cuando cogí un chal que
había sobre la mesa y se lo coloqué sobre los hombros, no sólo le rodaron libremente
las lágrimas por las mejillas, sino que reaccionó a mis atenciones temblando como
una hoja. Le dije que lamentaba verla tan deprimida y le pedí que me permitiera
conocer el motivo. Ella se limitó a decir que le era imposible evitarlo; luego,
dándome la mano voluntariamente, pero con cierta precipitación, salió de la
habitación conmigo y bajó corriendo las escaleras con paso inseguro, como quien está
impaciente por acabar de una vez con un asunto tremebundo. La ayudé a subir al
coche; monsieur Vandenhuten la recibió y la sentó a su lado. Una vez en la capilla
protestante, oficiaron uno de los servicios del devocionario, y salimos de allí
convertidos en marido y mujer. Monsieur Vandenhuten entregó a la novia.

No hubo viaje de novios; nuestra modestia, protegida por nuestra pacífica y
oscura condición social y la grata circunstancia de nuestra soledad, hacían innecesaria
esa precaución. Nos retiramos de inmediato a una pequeña casa que había alquilado
en el faubourg(suburbio) más cercano a la zona de la ciudad donde desempeñábamos
nuestra vocación.

Tres o cuatro horas después de la ceremonia de boda, Frances se había despojado
del níveo vestido de novia, se había puesto un bonito vestido lila de tejido más cálido,
un provocativo delantal de seda negra, un cuello de encaje ribeteado de cinta de color
violeta, y se había arrodillado sobre la alfombra de nuestra salita, pulcramente
amueblada, aunque no muy espaciosa. Estaba colocando en los estantes de una
chiffonnière los libros que había sobre la mesa y que yo le iba dando. Fuera nevaba
con fuerza. La tarde se había vuelto desapacible; el cielo plomizo parecía cargado de
ventiscas y en la calle la blanca nieve llegaba ya a la altura del tobillo. En nuestra
chimenea ardía un buen fuego, nuestra nueva morada resplandecía de limpieza. Los
muebles estaban todos en su sitio, y no quedaban por colocar más que unos cuantos
objetos de cristal y porcelana, así como unos libros, etcétera, tarea que tuvo ocupada
a Frances hasta la hora del té; luego, después de que yo le explicara de manera clara
cómo se hacía una taza de té al razonable estilo inglés y después de que ella superara
la consternación producida por la extravagante cantidad de té que echaba en la tetera,
me preparó una auténtica comida británica, para la que no faltaron las velas, ni el
recipiente que mantenía caliente el té, ni el amor de la lumbre, ni las comodidades.

Nuestra semana de vacaciones terminó y nos reincorporamos al trabajo. Tanto mi
mujer como yo nos empleamos a fondo, convencidos de que éramos trabajadores
destinados a ganarnos el pan con el sudor de nuestra frente y de la manera más ardua.
Teníamos siempre unos días muy ajetreados. Solíamos despedirnos a las ocho de la
mañana para no volver a vernos hasta las cinco de la tarde, pero ¡qué dulce reposo
nos aguardaba al final del bullicio diario! Al venirme ahora a la Memoria, veo las
veladas que pasábamos en aquella salita como una ristra de rubíes ciñendo la oscura
frente del Pasado. Eran tan inmutables como cada una de las gemas talladas, y al
igual que ellas, ardían y brillaban.

EL PROFESORDonde viven las historias. Descúbrelo ahora