Medios de subsistencia era lo que yo quería; ése era mi objetivo, que estaba resuelto a alcanzar, pero jamás había estado más lejos de la meta. Con agosto se cerró el curso escolar (l'année scolaire), terminaron los exámenes, se entregaron los premios, los alumnos se dispersaron y las puertas de todos los colegios e internados se cerraron para no volver a abrirse hasta principios o mediados de octubre. El último día de agosto estaba a la vuelta de la esquina, ¿y cuál era mi situación? ¿Había avanzado algo desde el inicio del último trimestre? Muy al contrario, había dado un paso atrás: al renunciar a mi puesto como profesor de inglés en el internado de mademoiselle Reuter, había recortado voluntariamente veinte libras de mis ingresos anuales, había reducido mis sesenta libras anuales a cuarenta, e incluso esta suma dependía de un empleo muy precario.
Hace ya bastante que no hablo de monsieur Pelet. Creo que el paseo a la luz de la luna es el último incidente que he registrado en una narración donde este caballero tiene un papel relevante. Lo cierto es que desde aquel suceso se había producido un cambio en el espíritu de nuestra relación. En realidad él, ignorando que el silencio de la noche, la luna despejada y una celosía abierta me habían revelado el secreto de su amor egoísta y de su falsa amistad, había continuado siendo tan complaciente y rastrero como siempre, pero yo me volví espinoso como un puercoespín e inflexible como un garrote de endrino. Jamás le reía las gracias, jamás tenía un momento para hacerle compañía; rechazaba invariablemente sus invitaciones para tomar café en su gabinete, y en un tono muy serio y envarado, además. Escuchaba sus alusiones burlonas a la directora (que no dejó de hacer) con una calma adusta muy diferente del placer petulante que antes solían producir en mí. Durante mucho tiempo, Pelet soportó mi glacial comportamiento con gran paciencia, incluso aumentó sus atenciones; pero viendo que ni siquiera una cortesía servil lograba conmoverme ni quebrar el hielo, también él acabó cambiando, enfriándose a su vez. Cesaron sus invitaciones; su semblante se volvió sombrío y suspicaz, y vi en su frente, arrugada por el desconcierto, pero también por la reflexión, el reflejo de un examen comparativo de las premisas y de un inquieto esfuerzo por extraer conclusiones que las explicaran. Imagino que no tardó mucho en lograrlo, porque no carecía de sagacidad y quizá también mademoiselle Zoraïde le ayudó a resolver el enigma. En cualquier caso, pronto me percaté de que la incertidumbre se había desvanecido: renunciando a toda simulación de amistad y cordialidad, adoptó una actitud reservada, formal, pero escrupulosamente educada. Aquél era el punto al que yo deseaba llevarlo, por lo que empecé a sentirme relativamente cómodo. Cierto que no me gustaba mi posición en aquella casa, pero habiéndome librado del engorro de falsas manifestaciones y del doble juego, pude soportarla, sobre todo porque ningún sentimiento heroico de odio o celos hacia el director perturbaba mi alma filosófica. No había llegado a herirme en lo más profundo, por lo que la herida se curó muy pronto y de forma radical, dejando tan sólo una impresión de desprecio por la forma traicionera en que me había sido infligida, y una desconfianza permanente hacia la mano que había descubierto intentando apuñalarme en la oscuridad.
Este estado de cosas continuó hasta mediados de julio y luego se produjo un ligero cambio. Una noche, Pelet volvió a casa más tarde de lo que era habitual en él, y en un estado de inequívoca embriaguez, lo que era anómalo, puesto que, si bien compartía algunos de los peores defectos de sus compatriotas, también tenía al menos una de sus virtudes, a saber, la sobriedad. Sin embargo, en aquella ocasión estaba tan borracho que, después de haber despertado a todos los de la casa (excepto a los alumnos, cuyo dormitorio estaba encima de las aulas en un edificio anexo a la vivienda y, por lo tanto, a salvo de perturbaciones) tocando violentamente la campanilla del salón para ordenar que le sirvieran la comida de inmediato, creyendo que era mediodía, pese a que las campanas de la ciudad acababan de tocar la medianoche; después de haber reprendido furiosamente a las criadas por su falta de puntualidad, y de estar a punto de reprender a su pobre y anciana madre por aconsejarle que se acostara, empezó a despotricar de mala manera sobre le maudit anglais, Crimsvort(el maldito inglés Crimsworth). Yo no me había retirado aún; unos libros alemanes me habían tenido despierto. Oí el revuelo que había abajo y distinguí la voz del director, exaltada hasta un extremo tan terrible como inusitado. Entreabrí la puerta de mi habitación y oí que exigía que me llevasen a su presencia para que pudiera cortarme el pescuezo sobre la mesa del salón y lavar así su honor mancillado, según él afirmaba, por la infernal sangre británica. «O está loco o borracho —pensé—. En cualquier caso, la vieja y las criadas necesitarán la ayuda de un hombre.» Así pues, bajé directo al salón. Encontré a Pelet dando tumbos y moviendo los ojos frenéticamente. Bonita imagen ofrecía: un justo medio entre el imbécil y el lunático.

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EL PROFESOR
AléatoireWilliam Crimsworth, en su voluntad de independencia, desprecia la tiránica protección de sus parientes y se embarca hacia Bruselas, donde consigue un puesto de profesor de inglés en un internado y debe elegir entre las atenciones de la brillante y...