CAPÍTULO XI

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Realmente había tenido una larga charla con la artera política que era mademoiselle Reuter; cuando llegué a mi residencia descubrí que la cena andaba ya por la mitad. Llegar tarde a las comidas iba contra las normas del centro y, de haber sido uno de los profesores adjuntos flamencos el que hubiera entrado después de que se retirara la sopa y se diera comienzo al segundo plato, seguramente monsieur Pelet le hubiera recibido con una pública reprimenda y desde luego le habría privado tanto de sopa como de pescado. Lo cierto es que aquel cortés pero parcial caballero se limitó a menear la cabeza y, cuando ocupé mi lugar, desenrollé mi servilleta y bendije la mesa mentalmente según mis modos de hereje, tuvo la amabilidad de enviar a una criada a la cocina para que me trajera un plato de puré de zanahorias (pues era día de vigilia), y antes de mandar que retiraran el segundo plato, me reservó una porción del pescado seco en que consistía. Terminada la cena, los chicos salieron en tromba para jugar; por supuesto Kint y Vandam (los dos profesores adjuntos) fueron tras ellos. ¡Pobres tipos! Si no hubieran parecido tan pesados, tan pusilánimes, tan indiferentes a todo, les habría compadecido, y mucho, por tener que andar a todas horas y en todas partes tras los pasos de aquellos toscos muchachos. Incluso siendo como eran, me sentí inclinado a considerarme un mojigato privilegiado cuando me dispuse a subir a mi habitación, seguro de encontrar allí, si no diversión, sí al menos libertad; pero aquella noche (como había ocurrido a menudo en ocasiones anteriores) iba a ser nuevamente distinguido. 

—Eh bien, mauvais sujet! —dijo la voz de monsieur Pelet a mi espalda, cuando puse el pie en el primer peldaño de la escalera—. Où allez-vous? Venez à la salle à manger que je vous gronde un peu(¡Bueno, mal sujeto! ¿Adónde va? Venga al comedor para que le suelte una reprimenda). 

—Le ruego que me perdone, monsieur —dije, siguiéndole hasta su sala de estar privada—, por haber vuelto tan tarde. No ha sido culpa mía. 

—Eso es exactamente lo que quiero saber —replicó monsieur Pelet, haciéndome pasar a la cómoda sala donde ardía un buen fuego de leña, pues, pasado el invierno, se había retirado la estufa.

Tocó la campanilla y pidió «café para dos». Al poco rato, los dos estábamos sentados, casi con comodidad inglesa, uno a cada lado de la chimenea, con una pequeña mesa redonda en medio sobre la que había una cafetera, un azucarero y dos grandes tazas de porcelana blanca. Mientras monsieur Pelet se dedicaba a elegir un cigarro de una cigarrera, mis pensamientos volvieron a los dos profesores marginados, cuyas voces oía desgañitarse en el patio, en un intento por poner orden. 

—C'est une grande responsabilité, que la surveillance(La vigilancia es una gran responsabilidad) —comenté.

—Plaît-il?(Disculpe) —dijo monsieur Pelet. 

Señalé que pensaba que messieurs Vandam y Kint debían de estar un poco cansados a veces de sus obligaciones. 

—Des bêtes de somme, des bêtes de somme(Bestias de carga, bestias de carga) —musitó con desdén el director, mientras yo le tendía su taza de café—. Servez-vous, mon garçon(Sírvase usted, muchacho) —dijo con tono afable después de echar un par de grandes terrones de azúcar continental en la taza de café—. Y ahora cuénteme por qué se ha quedado tanto tiempo en la escuela de mademoiselle Reuter. Sé que en su centro, como en el mío, las clases acaban a las cuatro de la tarde, y cuando usted ha vuelto pasaban de las cinco. 

—Mademoiselle quería hablar conmigo, monsieur. 

—¡Vaya! ¿Sobre qué?, si puede saberse. 

—Mademoiselle no ha hablado sobre nada, monsieur. 

—¡Fértil tema! ¿Y le ha hablado en el aula, delante de las alumnas? 

—No, al igual que usted, monsieur, me ha pedido que entrara en su sala de estar. 

EL PROFESORDonde viven las historias. Descúbrelo ahora