CAPÍTULO IV

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A ningún hombre le gusta reconocer que ha cometido un error al escoger su profesión, y todo hombre que se precie luchará contra viento y marea antes que gritar: ¡Me doy por vencido! y dejarse arrastrar de vuelta a tierra. Desde mi primera semana en X, mi actividad se convirtió en un fastidio. El trabajo en sí —copiar y traducir cartas comerciales— era ya una tarea ardua y tediosa, pero, de haber sido eso todo, habría soportado mucho más tiempo aquella pesadez; no soy una persona impaciente e, influido por el doble deseo de ganarme la vida y de justificar ante mí mismo y ante los demás la decisión de convertirme en industrial, habría sufrido en silencio que mis mejores facultades se enmohecieran y anquilosaran; jamás habría susurrado, siquiera mentalmente, que anhelaba la libertad; habría reprimido todos los suspiros con que mi corazón hubiera osado comunicar su angustia en medio de la estrechez, el humo, la monotonía y el bullicio sin alegría de Bigben Close, y su jadeante anhelo de hallarse en lugares más libres y menos sofocantes; habría colocado la imagen del Deber y el fetiche de la Perseverancia en mi pequeño dormitorio de la pensión de la señora King, y ambos habrían sido mis dioses lares, de los que mi Bien más preciado, mi Amada en secreto, la Imaginación, la tierna y poderosa, jamás me habría separado, ni por las buenas ni por las malas. Pero eso no era todo; la Antipatía que había surgido entre mi Jefe y yo, que se enraizaba cada vez más y extendía una sombra cada vez más densa, me impedía siquiera entrever el sol de la vida, y empecé a sentirme como una planta creciendo en una húmeda oscuridad sobre las paredes viscosas de un pozo. Antipatía es la única palabra que puede expresar lo que Edward Crimsworth sentía por mí, un sentimiento en gran medida involuntario y que tendía a despertarse con el movimiento, la expresión o la palabra más insignificantes que yo utilizara. Mi acento del sur le molestaba, la educación que traslucía mi forma de hablar le irritaba, mi puntualidad, diligencia y eficacia convirtieron su desagrado en permanente, infundiéndole el intenso matiz y el doloroso alivio de la envidia: temía que también yo acabara siendo algún día un industrial de éxito. De haber sido inferior a él en algo, no me habría odiado tanto, pero yo sabía cuanto él sabía, y para empeorar las cosas, sospechaba que yo guardaba bajo candado una riqueza mental de la que no era partícipe. Si hubiera podido colocarme alguna vez en una posición ridícula o humillante, me habría perdonado muchas cosas, pero tres facultades me protegían: Cautela, Tacto y Observación, y pese a la malignidad acechante e indiscreta de Edward, jamás pudo engañar a los ojos de lince de estos Centinelas míos por naturaleza. Día tras día su Malicia vigilaba a mi Tacto esperando verlo dormirse, preparada para sorprenderlo con el sigilo de una serpiente, durante el sueño, pero el Tacto —cuando es auténtico— jamás duerme. Había recibido mi primer sueldo y regresaba a mi alojamiento, embargados corazón y espíritu por la agradable sensación de que al patrón que lo pagaba le dolía cada penique de aquella miseria duramente ganada (hacía tiempo que había dejado de considerar al señor Crimsworth mi hermano; era un amo duro e implacable que pretendía ser un tirano inexorable, nada más). Por mi cabeza cruzaban pensamientos, invariables pero intensos; dos voces hablaban en mi interior; una y otra vez pronunciaban las mismas frases monótonas; una decía: «William, tu vida es insoportable», la otra: «¿Qué puedes hacer para cambiarla?». Caminaba deprisa, pues era una noche helada de enero; a medida que me acercaba a mi alojamiento, pasé de un repaso general a mis asuntos a la especulación concreta de si se habría apagado el fuego de mi chimenea; al mirar hacia la ventana de mi salita no distinguí el alegre resplandor rojo. 

—Esa puerca de criada lo ha olvidado, como de costumbre —dije—, y si entro no veré más que pálidas cenizas; hace una bonita noche estrellada; caminaré un poco más. 

La noche era realmente hermosa y las calles estaban secas, e incluso limpias, tratándose de X; junto a la torre de la iglesia y la parroquia se veía la curva creciente de la luna y en todo el firmamento brillaban con fuerza cientos de estrellas. Inconscientemente dirigí mis pasos hacia el campo; había llegado a la calle Grove y empezaba a sentir el placer de adivinar algunos árboles a lo lejos, cuando, desde la verja que rodeaba uno de los jardincillos que se extendían frente a las casas de la calle, alguien se dirigió a mí justo cuando pasaba por delante de una casa a paso rápido. 

EL PROFESORDonde viven las historias. Descúbrelo ahora