En cuanto cerré la puerta, vi dos cartas sobre la mesa. Pensé que serían invitaciones de los familiares de algunos de mis alumnos. Recibía tales muestras de atención de vez en cuando. En el caso de alguien que carece de amigos como yo, otra correspondencia más interesante era impensable. La visita del cartero no había sido jamás un acontecimiento desde mi llegada a Bruselas. Puse la mano sobre los papeles con indiferencia, y mirándolos fríamente y despacio, me dispuse a romper los sellos. Mis ojos se detuvieron, mi mano también. Vi algo que me excitó tanto como si hubiera encontrado una vívida imagen cuando esperaba descubrir tan sólo una página en blanco. En un sobre había un sello inglés; en el otro, la letra clara y elegante de una dama. Abrí primero esta última.
"Monsieur, descubrí lo que había hecho a la mañana siguiente de su visita. Seguramente creyó que yo limpiaría la porcelana cada día, y como usted ha sido la única persona que ha estado en mi piso en una semana, y no es cosa corriente en Bruselas que las hadas vayan dejando dinero por ahí, no me cabe la menor duda de que fue usted quien dejó los veinte francos sobre la chimenea. Me pareció oírle mover el jarrón cuando me agaché para buscar su guante bajo la mesa, y me extrañó que pensara que podía haber ido a parar a un recipiente tan pequeño. Monsieur, el dinero no es mío y no voy a quedármelo. No se lo envío con esta nota porque podría perderse y, además, pesa, pero se lo devolveré la próxima vez que le vea; no debe poner ninguna traba para aceptarlo porque, en primer lugar, estoy convencida, monsieur, de que usted comprende que a uno le gusta pagar sus deudas, que es satisfactorio no deber nada a nadie, y, en segundo lugar, porque ahora puedo permitirme el lujo de ser honrada a carta cabal, puesto que he encontrado empleo. Esta última circunstancia es en realidad el motivo de que le escriba, pues es agradable comunicar buenas noticias, y actualmente sólo tengo a mi maestro para contárselo todo.
Hace una semana, monsieur, una tal señora Wharton, una dama inglesa, me mandó recado de que fuera a verla. Su hija mayor iba a casarse y un familiar rico le había regalado un velo y un vestido de encaje antiguo, según dicen, casi tan valiosos como joyas, pero un poco deteriorados por el tiempo. Me encargaron que los zurciera. Tuve que hacerlo todo en su casa y me dieron además unos bordados que debían acabarse, de modo que transcurrió casi una semana antes de que lo hubiera terminado todo. Mientras trabajaba, la señorita Wharton venía a menudo a sentarse conmigo, y también la señora Wharton. Me hicieron hablar en inglés, quisieron saber cómo había aprendido a hablarlo tan bien; luego me preguntaron qué otras cosas sabía, qué libros había leído, y en poco tiempo me vieron como una especie de maravilla, considerándome sin duda una culta grisette. Una tarde, la señora Wharton trajo a una señora parisina para comprobar el nivel de mis conocimientos de francés. Como resultado, debido seguramente en gran medida al buen humor de madre e hija por la boda inminente, que les incitaba a hacer buenas obras, y en parte, creo, porque son buenas personas por naturaleza, decidieron que el deseo que yo había expresado de hacer algo más que zurcir encajes era muy legítimo, y aquel mismo día me llevaron en su carruaje a ver a la señora D., que es la directora del primer colegio inglés de Bruselas. Al parecer, casualmente estaba buscando a una señorita francesa que diera clases de geografía, historia, gramática y redacción en francés. La señora Wharton me recomendó con entusiasmo, y como dos de sus hijas menores son alumnas del centro, su mecenazgo me sirvió para conseguir el puesto. Se acordó que daría clases seis horas diarias (pues, afortunadamente, no se requiere vivir en la casa; me habría disgustado mucho tener que dejar mi piso), y por ello la señora D. me dará mil doscientos francos al año. Como verá, por tanto, monsieur, ahora soy rica, más rica casi de lo que había esperado ser. Estoy muy agradecida, sobre todo porque mi vista empezaba a resentirse a causa de trabajar continuamente con finos encajes; también empezaba a hartarme de quedarme levantada hasta altas horas de la noche y, sin embargo, no tener nunca tiempo para leer o estudiar. Empezaba a temer que acabaría enfermando y que no podría ganarme la vida. Ese miedo ha desaparecido ahora en gran medida y en verdad, monsieur, doy gracias a Dios por este alivio y casi me parece obligado hablar de mi felicidad a alguien que es lo bastante bondadoso para alegrarse de la alegría de los demás. Por tanto, no he podido resistir la tentación de escribirle. Me he dicho que sería muy agradable hacerlo y que para monsieur no sería exactamente doloroso leerlo, aunque puede que sí aburrido. No se enoje conmigo por mis circunloquios y la poca elegancia de mi estilo, y considéreme
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EL PROFESOR
De TodoWilliam Crimsworth, en su voluntad de independencia, desprecia la tiránica protección de sus parientes y se embarca hacia Bruselas, donde consigue un puesto de profesor de inglés en un internado y debe elegir entre las atenciones de la brillante y...