CAPÍTULO VIII

678 55 4
                                        

¿Y Pelet? ¿Qué me pareció después? ¡Oh, me caía extremadamente bien! Conmigo no podía ser más amable, caballeroso e incluso amigable. No tuve que soportar de él ni un frío abandono, ni una irritante intromisión, ni una pretenciosa afirmación de superioridad. Me temo, sin embargo, que dos pobres profesores adjuntos belgas, que trabajaban esforzadamente en el centro, no podían decir lo mismo; con ellos el director era invariablemente seco, severo y distante; creo que advirtió en un par de ocasiones que me sorprendía un tanto la diferencia de trato que recibíamos, y la justificó diciendo con una tranquila sonrisa sarcástica: 

—Ce ne sont que des flamands, allez!(¡Vamos, no son más que flamencos!) Y luego se quitó con suavidad el cigarro de los labios y escupió en el suelo pintado de la habitación en la que estábamos sentados.

Desde luego eran flamencos y ambos tenían la típica fisonomía flamenca, en la que la inferioridad intelectual está impresa en rasgos inconfundibles; aun así, eran personas y esencialmente personas honradas, y yo no veía por qué el hecho de ser nativos de aquel país de hombres torpes y corpulentos debía servir de pretexto para tratarlos siempre con severidad y desprecio. Esta sensación de injusticia emponzoñó en parte el placer que de otro modo habría podido procurarme la actitud afable y benevolente con que Pelet me trataba. Desde luego era agradable, cuando terminaba la jornada, encontrar en el patrón de uno a un compañero alegre e inteligente, y aunque a veces era un poco sarcástico y otras un poquito obsequioso, y aunque descubriera que su cordialidad era más apariencia que realidad, aunque sospechara en ocasiones la existencia de acero o pedernal bajo una capa externa de terciopelo, no hay que olvidar que nadie es perfecto; y, cansado como estaba de la atmósfera de brutalidad e insolencia en la que había vivido constantemente en X, no me sentí inclinado, al echar el ancla en aguas más tranquilas, a decretar de inmediato una indiscreta búsqueda de los defectos que se disimulaban escrupulosamente y se ocultaban con esmero a mi vista. Estaba dispuesto a aceptar a Pelet tal como parecía ser, a creer que era benévolo y cordial, hasta que algún suceso indigno demostrara lo contrario. No estaba casado y pronto me percaté de que tenía las ideas típicas de un francés, de un parisino, sobre las mujeres y el matrimonio. Sospechaba cierto grado de relajación en su código moral, pues adoptaba un tono sumamente frío y displicente siempre que aludía a lo que él llamaba le beau sexe, pero era demasiado caballero para introducir asuntos que yo no había solicitado y, dado que era realmente inteligente y muy aficionado a temas de conversación intelectuales, él y yo encontrábamos siempre tema de conversación sin revolcarnos en el fango para buscarlo. Yo detestaba su forma de hablar del Amor, aborrecía desde lo más profundo de mi alma el Libertinaje; él percibió la diferencia de nuestros conceptos y, de mutuo acuerdo, dejamos a un lado el terreno debatible. De la casa y la cocina de Pelet se ocupaba su madre, una auténtica vieja francesa; había sido guapa, al menos eso decía ella, y yo me esforzaba en creerla; ahora era fea como sólo las viejas continentales pueden serlo, aunque quizá su manera de vestir la hacía parecer más fea de lo que era. En casa iba siempre destocada, con los cabellos extrañamente despeinados; raras veces llevaba vestido, tan sólo un raído cubrecorsé de algodón; también los zapatos eran desconocidos para sus pies, y en su lugar lucía unas amplias zapatillas con los tacones gastados. Por otra parte, siempre que le apetecía aparecer en público, como en domingo o en días festivos, se ponía vestidos de vistosos colores, por lo general de fina textura, un sombrero de seda con guirnalda de flores y un chal muy fino. En el fondo no era una vieja malintencionada, sino una charlatana incontenible y muy indiscreta; sus idas y venidas se limitaban principalmente a la cocina, y parecía más bien que evitara la augusta presencia de su hijo, al que sin duda reverenciaba; cuando él le recriminaba algo, sus reproches eran amargos e implacables, pero eso sucedía en contadas ocasiones. Madame Pelet tenía sus propias amistades, su propio círculo de visitantes escogidos a los que yo, sin embargo, apenas veía, pues solía recibirlos en lo que ella llamaba su cabinet, un pequeño cuarto de estar contiguo a la cocina, a la que se accedía bajando un par de escalones. En aquellos escalones, por cierto, encontraba yo a menudo a madame Pelet sentada con una bandeja sobre las rodillas, ocupada por partida triple en comer, chismorrear con su criada favorita, la doncella de la casa, y regañar a su antagonista, la cocinera; no cenaba nunca, y de hecho eran muy raras las ocasiones en que compartía comida alguna con su hijo; en cuanto a aparecer en el comedor de los chicos, era impensable. Estos detalles parecerán muy extraños a los lectores ingleses, pero Bélgica no es Inglaterra y sus costumbres no son iguales que las nuestras. Así pues, teniendo en cuenta los hábitos de madame Pelet, me sorprendí mucho cuando, un martes por la tarde (el martes era siempre medio día festivo), estando yo solo en mi habitación mientras corregía una gran pila de ejercicios de inglés y de latín, una criada llamó a la puerta y, al abrirla, presentó los respetos de madame Pelet y anunció que dicha señora estaría encantada de invitarme a tomar con ella el goûter (que corresponde a nuestro té inglés) en el comedor. 

EL PROFESORDonde viven las historias. Descúbrelo ahora