CAPÍTULO XVI

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En el transcurso de otras dos semanas, había observado a Frances Evans Henri el tiempo suficiente para formarme una opinión clara sobre su carácter. Descubrí que poseía dos buenas cualidades en grado nada despreciable, a saber, Perseverancia y Sentido del Deber. Descubrí que era realmente capaz de aplicarse en el estudio, de enfrentarse con las dificultades. Al principio le ofrecí la misma ayuda que siempre me había parecido necesario ofrecer a las demás; empecé aclarándole todos los puntos conflictivos, pero pronto me di cuenta de que mi nueva alumna consideraba esta ayuda como una degradación y la rechazaba con exasperación orgullosa. En consecuencia, le asignaba largas tareas y dejaba que ella sola resolviera todas las dudas que pudieran presentarse. Emprendió la tarea con gran entrega y, tras hacer rápidamente un ejercicio, exigía uno nuevo con impaciencia. Esto en cuanto a su Perseverancia. En cuanto a su Sentido del Deber, se manifestaba de la siguiente forma: le gustaba aprender, pero aborrecía enseñar; sus progresos como alumna dependían de ella y me di cuenta de que sobre ella misma podía hacer cálculos con certeza; su éxito como maestra dependía en parte, quizá principalmente, de la voluntad de los demás. Para ella era un penosísimo esfuerzo entrar en conflicto con aquella voluntad extranjera e intentar doblegarla a toda costa para que se sometiera a la suya, ya que, en lo que concernía a la gente en general, innumerables escrúpulos coartaban la acción de su voluntad, que tan libre y fuerte era en lo tocante a sus propios asuntos. A su voluntad podía someter sus propias inclinaciones en todo momento, si esas inclinaciones eran compatibles con sus principios; sin embargo, cuando se le pedía que luchara contra las propensiones, los hábitos y los defectos de los demás, sobre todo si eran niños, sordos al razonamiento y, en su mayor parte, insensibles a la persuasión, a veces su voluntad se negaba a actuar; entonces surgía su Sentido del Deber, que obligaba a la reacia Voluntad a ejercitarse. A menudo la consecuencia era un derroche de energía y de esfuerzo. Frances trabajaba como una esclava por y con sus alumnas, pero mucho tardarían sus concienzudos esfuerzos en ser recompensados con una apariencia siquiera de docilidad, porque sus alumnas se daban cuenta de que seguirían teniendo poder sobre ella mientras se resistieran a sus dolorosos intentos de convencer, persuadir, gobernar. Obligándola a emplear medidas coercitivas, le infligían un agudo sufrimiento. Los seres humanos, especialmente los de menor edad, rara vez renuncian al placer de utilizar un poder que son conscientes de poseer, aunque ese poder consista únicamente en la capacidad de hacer desgraciados a los demás. Un alumno cuyas sensaciones están más embotadas que las de su educador tiene una inmensa ventaja sobre él, y por lo general la usa implacablemente, porque los muy jóvenes, los muy sanos y los muy alocados no conocen la compasión. Me temo que Frances sufría mucho; un peso incesante parecía oprimirla. He dicho ya que no vivía en el internado; por lo tanto, no podría decir si en su domicilio —dondequiera que estuviese— tenía el mismo aire preocupado, triste, pesaroso y resignado que ensombrecía siempre sus rasgos bajo el techo de mademoiselle Reuter. 

Un día, pedí como devoir una redacción sobre la pequeña y trillada anécdota de Alfredo vigilando el pan en la cabaña de un pastor. La mayoría de alumnas lo convirtieron en un ejercicio singular, en el que imperaba la brevedad; las redacciones eran ininteligibles en su mayor parte; sólo las de Sylvie y Léonie Ledru traslucían cierto grado de comprensión y coherencia. Eulalie, por su parte, había dado con un inteligente recurso para asegurar la exactitud y ahorrarse trabajo al mismo tiempo: de algún modo había logrado acceder a una historia resumida de Inglaterra y había copiado la anécdota palabra por palabra. Escribí en el margen de su trabajo y luego lo rompí en dos pedazos. Al final del montón de devoirs de una sola hoja, encontré uno que tenía varias, escritas con pulcritud y cosidas. Conocía la letra, por lo que prácticamente no necesité mirar la firma, «Frances Evans Henri», para confirmar mis conjeturas sobre la identidad de la autora. 

Solía corregir los deberes por la noche en mi habitación, escenario habitual de esa tarea, que hasta entonces me había resultado realmente gravosa, y me pareció extraño notar que crecía en mí un interés incipiente cuando despabilé la vela y me dispuse a leer el manuscrito de la pobre maestra. 

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