CAPÍTULO V

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Todo tiene su punto culminante, tanto los estados de ánimo como las distintas situaciones en la vida. Le estaba dando vueltas a eso en la cabeza cuando, en el gélido amanecer de una mañana de enero, bajé por la calle empinada y cubierta de hielo que descendía desde la casa de la señora King hasta Close. Los obreros de la fábrica me habían precedido en casi una hora y la fábrica estaba completamente iluminada y funcionando a pleno rendimiento cuando llegué; ocupé mi puesto en la oficina de contabilidad como de costumbre; la chimenea allí, recién encendida, apenas humeaba; Steighton aún no había llegado. Cerré la puerta y me senté en mi escritorio; aún tenía las manos entumecidas después de habérmelas lavado con agua medio congelada. No podía escribir hasta que entraran en calor, de modo que seguí cavilando sobre «El Punto Culminante». El descontento conmigo mismo turbó sobremanera el fluir de mis reflexiones. «Vamos, William Crimsworth —decía mi Conciencia, o lo que sea que nos llama la atención desde nuestro interior—, vamos, hazte una idea clara de lo que aguantarías y de lo que no; hablas del Punto Culminante; ¿ha alcanzado tu resistencia el punto culminante, si puede saberse? Aún no ha cumplido cuatro meses. Qué tipo tan decidido te creíste cuando le dijiste a Tynedale que seguirías los pasos de tu padre, ¡y menuda carrera vas a hacer tú! ¡Cómo te gusta X! Justo en este momento, ¡qué agradables asociaciones sugieren sus calles, sus tiendas, sus fábricas y almacenes! ¡Cómo te alegra la perspectiva de un nuevo día! Copiar cartas hasta el mediodía; una comida solitaria en tus habitaciones; copiar cartas hasta la noche; soledad, pues no disfrutas con la compañía de Brown, ni de Smith, ni de Nicholl, ni de Eccles, y en cuanto a Hunsden, imaginabas que hallarías placer en relacionarte con él, ¡con él!, ¡él! ¿Qué te pareció la ración que te dio anoche? ¿Dulce? Sin embargo, es un hombre original y con talento, y aunque tú no le gustas, tu amor propio te desafía a tomarle simpatía; siempre te ha visto bajo una luz desfavorable, siempre te verá bajo esa luz; vuestras posiciones son distintas y, aunque estuvieran al mismo nivel, vuestra mentalidad difiere; no esperes pues recoger la miel de la amistad de esa planta guardada por espinos. ¡Cuidado, Crimsworth! ¿Hacia dónde derivan tus pensamientos? Dejas el recuerdo de Hunsden como una abeja deja una roca o un pájaro un desierto, y tus aspiraciones despliegan unas alas impacientes hacia una tierra de visiones donde ahora, a la luz del día que avanza, de un día en X, osas soñar con Cordialidad, Reposo y Unión. Estas tres cosas no las encontrarás jamás en este mundo; son ángeles; puede que las almas de los justos a los que se ha hecho perfectos las encuentren en el Cielo, pero tu alma no será nunca perfecta. ¡Dan las ocho! Se te han descongelado las manos, ¡a trabajar!» —¿Trabajar? ¿Por qué he de trabajar? —dije con resentimiento—. A nadie complace lo que hago, aunque trabajo como un esclavo. «Trabaja, trabaja», repitió la voz interior. —Por mucho que trabaje, no servirá de nada —dije con un gruñido. No obstante, saqué un paquete de cartas y comencé mi tarea, una tarea amarga y desagradecida como la de los israelitas que se arrastraban por los campos de Egipto abrasados por el sol en busca de paja y matojos para cumplir con su cupo de ladrillos. 

Alrededor de las diez oí entrar la calesa del señor Crimsworth en el patio, y un par de minutos más tarde entraba en la oficina. Tenía por costumbre echarnos una ojeada a Steighton y a mí, colgar su impermeable, quedarse un rato de espaldas al fuego y después salir. Aquel día se mantuvo fiel a sus hábitos; la única diferencia consistió en que, al mirarme, su expresión no era sólo dura, sino hosca, y su mirada, en lugar de ser fría, era furiosa. Me contempló un par de minutos más de lo normal, pero sin decir nada. Dieron las doce, la campana sonó a la hora de la pausa en el trabajo, los obreros se fueron a comer; también Steighton se fue, pidiéndome que cerrara la puerta de la oficina y que me llevara la llave. Estaba yo atando un pliego de papeles y colocándolos en su lugar antes de cerrar mi escritorio, cuando Crimsworth reapareció en el umbral y entró, cerrando la puerta tras él. 

—Quédate un momento —dijo con voz grave y brutal, las ventanas de la nariz dilatadas y la chispa de un fuego siniestro en los ojos. A solas con Edward, recordé nuestro parentesco y, al hacerlo, olvidé la diferencia de posición entre nosotros, dejé a un lado la deferencia y el cuidado en el habla, y le respondí con sencilla brevedad. 

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