CAPÍTULO VI

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Volví a entrar en la ciudad muy hambriento; la comida regresó tentadora a mi recuerdo, de modo que subí la estrecha pendiente que conducía a mi alojamiento con paso vivo y un gran apetito. Era de noche cuando abrí la puerta de la calle y entré en casa, preguntándome cómo encontraría el fuego de mi chimenea; la noche era fría y me estremecí ante la perspectiva de un hogar lleno de cenizas sin vida. Me sorprendió gratamente encontrar un buen fuego en una chimenea limpia al entrar en mi salita. Apenas había tenido tiempo de darme cuenta de ello cuando me percaté de la presencia de otro motivo de asombro: la silla en que solía sentarme junto al fuego estaba ya ocupada por una persona que tenía los brazos cruzados sobre el pecho y las piernas estiradas. Pese a ser corto de vista y a la engañosa luz del fuego, una ojeada me bastó para reconocer al señor Hunsden. Desde luego no podía complacerme demasiado verlo, considerando el modo en que me había despedido de él la noche anterior, y cuando me acerqué a la chimenea, aticé el fuego y dije fríamente: «Buenas noches», mi conducta demostró tan poca cordialidad como la que sentía; sin embargo, me preguntaba qué le había llevado hasta allí, y también cuáles eran los motivos que le habían inducido a entrometerse de forma tan activa entre Edward y yo; a él debía, al parecer, mi grato despido. Aun así, no me animaba a preguntarle nada, a mostrar la menor curiosidad. Si quería explicarse, podía hacerlo, pero la explicación tenía que salir de él; creí que se disponía a dármela. 

—Tiene usted conmigo una deuda de gratitud —fueron sus primeras palabras. 

—¿Yo? —dije—. Espero que no sea muy elevada, pues soy demasiado pobre para cargar con obligaciones muy pesadas, sean las que sean. 

—Entonces declárese en bancarrota de inmediato, porque esta obligación pesa al menos una tonelada. Al llegar, he encontrado apagado el fuego de su chimenea y he hecho que volvieran a encenderlo y que esa criada sosa y malhumorada se quedara para atizarlo con el fuelle hasta que ha ardido perfectamente. Bien, déme las gracias. 

—No hasta que haya comido algo; no puedo dar las gracias a nadie mientras tenga tanta hambre. Toqué la campanilla y pedí té y un poco de carne fría. 

—¡Carne fría! —exclamó Hunsden cuando la criada cerró la puerta—. ¡Menudo glotón está usted hecho, hombre! ¡Carne con té! Se morirá de empacho. 

—No, señor Hunsden, no me moriré. —Sentía la necesidad de contradecirle; estaba irritado por el hambre y por verle allí, e irritado por la pertinaz rudeza de sus modales. 

—Son los excesos en la comida lo que le pone de tan mal humor —dijo. 

—¿Cómo lo sabe? —pregunté—. Es muy propio de usted dar una opinión pragmática sin conocer ninguna de las circunstancias del caso. No he comido. Había respondido de muy mal talante, pero Hunsden se limitó a mirarme, echándose a reír. 

—¡Pobrecito! —dijo gimoteando al cabo de un rato—. ¿No ha comido nada? ¡Vaya! Supongo que su patrón no le ha dejado volver a casa. ¿Le ha ordenado Crimsworth que ayune como castigo, William? 

—No, señor Hunsden. —Afortunadamente, en aquel momento de malhumor trajeron el té, y me abalancé sobre el pan, la mantequilla y la carne fría sin más. Después de haber dejado limpio un plato lleno, me humanicé hasta el punto de comunicar al señor Hunsden que no hacía falta que se quedara mirándome, sino que podía acercarse a la mesa e imitarme, si le apetecía. 

—No me apetece en absoluto —dijo y con estas palabras llamó a la criada tirando con fuerza del cordón de la campanilla y le transmitió el deseo de tomar un vaso de agua con tostadas—. Y un poco más de carbón —añadió—. El señor Crimsworth tendrá un buen fuego ardiendo mientras yo esté aquí. Cuando se cumplieron sus órdenes, volvió su silla hacia la mesa para encararse conmigo. —Bueno —dijo, reanudando la conversación—. Supongo que se ha quedado sin trabajo. 

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