Una semana pasa pronto; llegó el día de la boda. El matrimonio se celebró en St. Jacques; mademoiselle Zoraïde se convirtió en madame Pelet, de soltera Reuter, y una hora después de esta transformación «la feliz pareja», como suelen decir en los periódicos, había emprendido viaje a París, donde, según se había dispuesto previamente, pasarían la luna de miel. Al día siguiente dejé el internado. Yo y mis pertenencias (unos cuantos libros y ropa) nos mudamos a un modesto alojamiento que había alquilado en una calle cercana. En media hora había ordenado mi ropa en una cómoda y mis libros en una estantería; una mudanza sencilla. No me habría sentido desdichado aquel día de no haber sido por una punzada que me torturaba: el anhelo de ir a la Rue Notre-Dame-aux-Neiges, reprimido, pero también apremiado, por la resolución de evitar aquella calle hasta que la neblina de la incertidumbre se disipara de mi futuro.
Era un apacible día de septiembre, hacia el final de la tarde. La temperatura era suave y no soplaba viento. No tenía nada que hacer. Sabía que a esa hora también Frances estaría libre de ocupaciones; pensé que tal vez ella desearía ver a su maestro igual que yo deseaba ver a mi alumna. La Imaginación empezó a hablar en susurros, infundiendo en mi alma una dulce esperanza de placeres que podrían ser:
«La encontrarás leyendo o escribiendo —me decía—. Podrás sentarte a su lado. No debes turbar su paz con una excitación excesiva; no debes azorarla con ningún gesto o palabra insólitos. Sé como eres siempre. Repasa lo que ha escrito; escucha mientras lee; corrígela o muestra tu aprobación con tranquilidad. Ya conoces el efecto de cada método; conoces su sonrisa de satisfacción; conoces el juego de sus miradas cuando se enardece. Sabes el secreto para arrancar la expresión que desees y puedes elegir entre tanta y tan placentera variedad. Contigo guardará silencio mientras a ti te convenga hablar solo; puedes controlarla con un poderoso hechizo. A pesar de su inteligencia, de lo elocuente que puede ser, tú puedes sellar sus labios y velar con retraimiento su animado semblante. Sin embargo, sabes que no es de una docilidad monótona; con un extraño placer has visto la rebeldía, el desprecio, la austeridad y la amargura reclamar con vigor un lugar en sus sentimientos y en su fisonomía. Sabes que pocas personas podrían manejarla como tú; sabes que podría desmoronarse bajo la mano de la Tiranía y la Injusticia, pero nunca someterse; la Razón y el Afecto pueden guiarla cuando tú se lo indiques. Prueba su influencia ahora. Ve; no son pasiones, puedes controlarlas perfectamente.»
«No iré —fue mi respuesta a la zalamera tentadora—. Un hombre es dueño de sí mismo hasta un cierto punto, pero no más allá. ¿Podría ir a ver a Frances esta noche, podría sentarme a solas con ella en una tranquila habitación y dirigirme a ella únicamente con el lenguaje de la Razón y el Afecto?»
«No», fue la réplica breve y vehemente de ese Amor que me había vencido y me dominaba ya.
El tiempo parecía estancado; el sol no acababa de ponerse; mi reloj hacía tictac, pero tenía las manos como paralizadas.
—¡Qué noche tan calurosa! —exclamé, abriendo la celosía; eran contadas las ocasiones en que me había sentido tan febril. Oí pasos que subían por la escalera común y me pregunté si el inquilino que subía a su piso sentiría un desasosiego de cuerpo y alma tan grande como el mío, o bien vivía con la tranquilidad de ciertos recursos y la libertad de unos sentimientos sin trabas. ¡Cómo! ¿Venía en persona a resolver el dilema expresado en un pensamiento inaudible? Realmente llamaba a mi puerta... a mi puerta, con golpes rápidos y secos. Casi antes de que pudiera invitarle a pasar, había traspasado el umbral y había cerrado la puerta.
—¿Qué tal? —preguntó en inglés mi visitante, baja la voz y el tono displicente, mientras dejaba el sombrero sobre la mesa y los guantes en el sombrero, sin bullicio ni preámbulos; y, acercando la única butaca de la habitación, se sentó en ella tranquilamente—. ¿No puedes hablar? —preguntó al cabo de un rato en un tono cuya despreocupación parecía indicar que le daba exactamente igual si le respondía o no. Lo cierto es que me pareció deseable recurrir a mis buenos amigos les bisicles no para averiguar la identidad de mi visitante, pues ya lo había reconocido, ¡maldita insolencia la suya!, sino para ver su aspecto, para hacerme una idea clara de su expresión y su semblante. Limpié los cristales muy despacio y me los puse con la misma lentitud, ajustándolos para que no me hicieran daño en el caballete de la nariz y para evitar que se enredaran con mis cortos mechones de cabellos oscuros. Me había acomodado en el asiento de la ventana, de espaldas a la luz, y le podía mirar a la cara, situación que él habría invertido de buen grado, pues prefería siempre examinar a ser examinado. Sí, no había error posible: era él. Allí sentado, con su metro ochenta de estatura su oscuro surtout de viaje con cuello de terciopelo, sus pantalones grises, su corbatín negro y su rostro, el más original que la Naturaleza haya moldeado, aunque también el más discreto: no había en él facción alguna que pudiera considerarse característica o singular. Sin embargo, el efecto del conjunto era único. De nada sirve intentar describir lo que es indescriptible. Como no tenía prisa por hablarle, me quedé contemplándolo a placer.
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EL PROFESOR
De TodoWilliam Crimsworth, en su voluntad de independencia, desprecia la tiránica protección de sus parientes y se embarca hacia Bruselas, donde consigue un puesto de profesor de inglés en un internado y debe elegir entre las atenciones de la brillante y...