CAPÍTULO XIII

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A la mañana siguiente me levanté con el alba y, después de vestirme, me quedé media hora con el codo apoyado en la cómoda, reflexionando sobre las medidas que debía adoptar para recobrar el ánimo, destrozado por la falta de sueño, pues no tenía intención de hacerle una escena a monsieur Pelet para reprocharle su perfidia, ni de retarle a duelo, ni ninguna otra payasada por el estilo, hasta dar por fin con el recurso de salir a pasear al fresco de la mañana hasta un establecimiento de baños cercano y darme un chapuzón que me animara. El remedio produjo el efecto deseado. Volví a las siete fortalecido y lleno de energía y fui capaz de saludar a monsieur Pelet, cuando entró a desayunar, con el semblante tranquilo e impávido; ni siquiera cuando me tendió la mano cordialmente y me halagó con el apelativo de mon fils, pronunciado en ese tono acariciador con que monsieur se había acostumbrado a dirigirse a mí, sobre todo en los últimos días, produjo signos externos del sentimiento que, aunque atenuado, seguía abrasándome el corazón. No era venganza lo que buscaba, no, pero la sensación de haber sido insultado y traicionado persistía en mi interior como un fuego de carbón recién apagado. Dios sabe que no soy de naturaleza vengativa; no haría daño a ningún hombre porque no pudiera seguir confiando en él o ya no me gustara, pero tampoco mi razón ni mis sentimientos se dejan llevar por los vaivenes, ni son como la arena, donde las impresiones se borran tan fácilmente como se crean. Una vez convencido de que el carácter de un amigo es incompatible con el mío, una vez seguro de que tiene la mancha indeleble de ciertos defectos que repugnan a mis principios, disuelvo la relación. Así lo hice con Edward. En cuanto a Pelet, el descubrimiento era aún reciente; ¿debía actuar con él del mismo modo? Ésta era la pregunta que me planteaba mientras daba vueltas a mi café con medio bollo (no nos ponían nunca cucharillas). Pelet estaba sentado delante de mí, más demacrado que de costumbre, mirándome como si supiera lo que pensaba. Posaba sus azules ojos con seriedad en sus alumnos y profesores adjuntos, otras, amablemente sobre mí. «Debo dejarme guiar por las circunstancias», me dije y, haciendo frente a la falsa mirada de Pelet y a su sonrisa obsequiosa, di gracias al Cielo por haber abierto la ventana la noche anterior y haber descifrado a la luz de la luna llena el auténtico significado de aquel semblante artero; me sentí casi como su dueño, pues ahora conocía la verdad de su naturaleza; por muchas sonrisas y halagos que me dedicara, veía su alma agazapada tras la sonrisa y oía en cada una de sus agradables frases una voz que interpretaba su traicionero sentido. 

Pero ¿y Zoraïde Reuter? ¿Me había herido su deserción en lo más vivo? ¿Había penetrado demasiado su aguijón para hallar Consuelo en la Filosofía que curara el escozor? En absoluto. Pasada la fiebre nocturna, busqué también un bálsamo para esa herida y encontré uno más cercano que el de Galaad. La Razón fue mi médico; empezó por demostrar que el premio que había perdido era de poco valor; admitía que, físicamente, Zoraïde podría haberme convenido, pero afirmaba que nuestras almas no armonizaban y que la discordia habría sido el resultado de la unión de su espíritu con el mío; insistió luego en evitar las lamentaciones y me ordenó que me regocijara por haber escapado a una trampa. Su medicina me hizo bien, noté sus efectos fortalecedores cuando me encontré con la directora al día siguiente. Su acción astringente sobre mis nervios no experimentó vacilación alguna, sino que me permitió mirarla con firmeza y pasar por su lado con desenvoltura. Me había tendido la mano, que decidí no ver; me había saludado con una sonrisa encantadora, que cayó sobre mi corazón como la luz sobre una piedra. Me dirigí al estrado y ella me siguió con la vista clavada en mi rostro, exigiendo de cada una de mis facciones la explicación de mis modales alterados e indiferentes. «Le daré una respuesta», pensé, y mirándola directamente a la cara, atrayendo y fijando su mirada, le respondí con la mía, en la que no había respeto, ni amor, ni cariño, ni galantería, donde el análisis más riguroso no habría detectado más que desprecio, insolencia e ironía. La obligué a soportarla y a sentirla; su firme expresión no varió, pero se le subieron los colores y se aproximó a mí como fascinada. Subió al estrado y se quedó de pie a mi lado; no tenía nada que decir y yo no quería aliviar su bochorno, sino que me puse a hojear un libro con actitud despreocupada. 

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