CAPÍTULO IX

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Naturalmente monsieur Pelet no pudo objetar nada a la propuesta que me hacía mademoiselle Reuter, dado que precisamente el permiso para aceptar un empleo adicional como ése formaba parte de las condiciones en las que me había contratado. Se determinó, por tanto, en el transcurso del día siguiente, que estaba autorizado a dar clases en el colegio de mademoiselle Reuter cuatro tardes por semana. Al llegar la tarde, me dispuse a ir al colegio de mademoiselle para hablar con ella en persona. No había tenido tiempo de hacer antes la visita, a causa de mis clases. Recuerdo muy bien que, antes de abandonar mi habitación, sostuve un breve debate conmigo mismo sobre la conveniencia de cambiar mi atuendo habitual por otro más elegante; finalmente, decidí que sería un esfuerzo innecesario. «Sin duda —pensé—, será una rígida solterona, pues, aunque sea la hija de madame Reuter, es muy posible que haya llegado ya a los cuarenta inviernos, y aunque no fuera así, aunque fuera joven y hermosa, yo no soy atractivo ni lo seré por mucho que me cambie; así pues, iré tal como estoy.» Y me fui, echándome una ojeada al pasar por el tocador, sobre el que había un espejo; vi una cara delgada y de facciones irregulares, de ojos negros, hundidos bajo una frente ancha y cuadrada; un cutis sin lozanía, un hombre joven, pero no juvenil, que no podía ganarse el amor de una dama ni ser blanco de las flechas de Cupido. 

Pronto llegué a la entrada del internado, en un instante tiré de la campanilla, un instante más y me abrieron la puerta, que dio paso a un pasillo cuyo suelo de mármol alternaba el blanco y el negro; también la pintura de las paredes imitaba el mármol, y en el extremo opuesto había una puerta de cristal a través de la que vi arbustos y una franja de hierba de agradable aspecto bajo el sol de la tarde apacible y primaveral, pues estábamos a mediados del mes de abril. Aquélla fue, pues, mi primera visión de El Jardín, pero no tuve tiempo de mirarlo mucho porque, después de contestar afirmativamente al preguntarle yo si su señora estaba en casa, la portera abrió las puertas correderas de una habitación que había a la izquierda y, tras invitarme a pasar, volvió a cerrarlas detrás de mí. Me encontré en un salón con el suelo muy bien pintado y pulido, sillas y sofás cubiertos por blancos tapetes, una estufa verde de porcelana, cuadros con marcos dorados en las paredes, un reloj de pared dorado y otros adornos sobre la repisa de la chimenea, y una gran araña de cristal colgando del centro del techo; espejos, consolas, cortinas de muselina y una bonita mesa de centro completaban el mobiliario; todo parecía extremadamente limpio y reluciente, pero en conjunto habría producido una fría impresión de no haber sido porque un segundo par de puertas correderas que estaban abiertas de par en par y daban a un salón más pequeño —y amueblado de forma más acogedora— ofrecían cierto alivio a la vista. Aquel otro salón tenía el suelo alfombrado y había en él un piano, un sofá y una chiffonnière, pero lo que atrajo mi atención fue una alta ventana con una cortina de color carmesí que, estando descorrida, me permitió vislumbrar de nuevo el jardín a través de los cristales grandes y transparentes, alrededor de los cuales se habían enroscado unas hojas de hiedra, los zarcillos de una enredadera. 

—Monsieur Crimsvort, n'est-ce pas? —dijo una voz a mi espalda y di un respingo involuntario. Me di la vuelta; estaba tan ensimismado en la contemplación de aquella pequeña y bonita estancia que no me había percatado de la entrada de una persona en el salón más grande. Era mademoiselle Reuter la que se había acercado y me hablaba, y después de hacer una reverencia con una sangre fría instantáneamente recobrada —pues no soy persona que se turbe con facilidad—, di comienzo a la conversación diciéndole lo agradable que era su pequeño gabinete y la ventaja que le daba el jardín sobre monsieur Pelet. 

Sí, era algo que pensaba a menudo, dijo, y añadió: —Es el jardín, monsieur, lo que me hace conservar esta casa; de lo contrario seguramente hace mucho tiempo que me habría trasladado a un edificio más grande y espacioso, pero no podría llevarme el jardín conmigo, y sería difícil encontrar uno tan grande y ameno en otro lugar de la ciudad. Me mostré de acuerdo con su parecer. —Pero usted todavía no lo ha visto —dijo, levantándose—. Acérquese a la ventana y lo verá mejor. —La seguí, abrió la ventana y, al asomarme, vi en toda su plenitud el recinto que hasta entonces había sido para mí una región desconocida. Era un terreno cultivado, largo y no demasiado ancho, con un sendero en el centro bordeado por enormes y viejos árboles frutales; había una zona cubierta de césped, un parterre de rosales, unos arriates de flores y, en el extremo más alejado, un denso bosquecillo de lilas, laburnos y acacias. Me pareció agradable, muy agradable, después de mucho tiempo sin ver jardín alguno de ninguna clase. Pero mis ojos no se fijaron sólo en el jardín de mademoiselle Reuter; después de contemplar sus bien cuidados macizos de flores y sus arbustos llenos de capullos, dejé que mi vista se volviera hacia ella y no me apresuré a apartarla. Había creído que encontraría una imagen alta, enjuta, amarillenta, conventual, vestida de negro y con una cerrada cofia blanca atada bajo la barbilla como un griñón de monja. Ante mí, por el contrario, tenía a una mujer menuda y de formas redondeadas, que bien pudiera ser mayor que yo, pero que seguía siendo joven; no creo que tuviera más de veintiséis o veintisiete años. Tenía la piel tan blanca como cualquier inglesa de piel blanca, no llevaba cofia, sus cabellos eran castaños y los llevaba rizados; no tenía unas facciones hermosas, ni eran tampoco regulares, ni delicadas, pero tampoco podía decirse que fueran vulgares y enseguida encontré motivos para llamarlas expresivas. ¿Cuál era su característica principal? ¿La sagacidad? ¿El sentido común? Sí, eso pensé, pero no podía estar seguro; descubrí, sin embargo, que había cierta serenidad en la mirada y cierta frescura en el cutis cuya contemplación resultaba sumamente placentera. El color de sus mejillas era como el de una buena manzana, tan saludable hasta el corazón como roja es la piel. Mademoiselle Reuter y yo entramos en materia. Dijo que no estaba completamente segura de que el paso que iba a dar fuera acertado, porque yo era muy joven y tal vez los padres se opusieran a que sus hijas tuvieran un profesor como yo. 

—Pero a menudo es mejor actuar siguiendo un criterio propio —afirmó—, y guiar a los padres en lugar de dejarse guiar por ellos. La capacidad de un profesor no viene determinada por la edad, y por lo que he oído y lo que he observado yo misma, confío mucho más en usted que en monsieur Ledru, el maestro de música, que es un hombre casado de casi cincuenta años. Señalé que esperaba parecerle digno de su buena opinión y que, conociéndome, era incapaz de traicionar la confianza que se depositara en mí. —Además —dijo ella—, la vigilancia será estricta. —Y luego procedió a discutir los términos del acuerdo. Mostró gran precaución y se puso a la defensiva; no llegó a regatear, pero me tanteó con cautela para averiguar qué expectativas tenía, y viendo que no conseguía hacerme nombrar una suma, razonó y razonó hablando fluidamente con circunloquios, pero tranquila, para finalmente lograr que me comprometiera por quinientos francos al año. No era mucho, pero acepté.

Antes de que terminara la negociación empezó a hacerse de noche; yo no la abrevié, pues me gustaba mucho estar allí sentado oyéndola hablar; me divertía la clase de talento para los negocios que desplegaba. Ni el propio Edward se habría mostrado más práctico, aunque sí mucho más burdo e impaciente. Ella tenía muchas razones y muchas explicaciones que dar, y a la postre consiguió demostrar que actuaba de manera totalmente desinteresada e incluso con generosidad. Por fin concluyó; no pudo decir nada más porque, habiéndolo aceptado yo todo, no tuvo base sobre la que ejercitar su elocuencia. Me vi obligado a levantarme. Habría preferido seguir allí un rato más. ¿Adónde podía ir sino a mi pequeña y vacía habitación? Y mis ojos se complacían mirando a mademoiselle Reuter, sobre todo ahora que la luz del crepúsculo suavizaba un poco sus rasgos y, en la penumbra incierta, podía imaginar su frente tan despejada como alta era en realidad, y su boca definida por curvas que mostraban igual dulzura que sentido común. Cuando me levanté para marcharme, extendí la mano a propósito, aunque sabía que era contrario a la etiqueta de las costumbres continentales. Ella sonrió y dijo: —Ah! C'est comme tous les anglais(¡Ah! Como todos los ingleses) —pero me dio la mano muy amablemente. 

—Es el privilegio de mi país, mademoiselle —dije yo—, y recuerde que siempre lo reclamaré. Ella se rió con la mayor afabilidad del mundo y con esa especie de tranquilidad que era obvia en todo lo que hacía, una tranquilidad que me aliviaba y me convenía singularmente, al menos eso pensé aquella tarde.

Bruselas me pareció un lugar muy agradable cuando salí de nuevo a la calle, y parecía como si una carrera alegre, rica en experiencias, ascendente, se abriera ante mí en aquella noche suave y serena de abril. Así de impresionable es el hombre, o al menos el hombre que yo era... en aquellos días.

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