CAPÍTULO VII

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Lector, ¿no has estado nunca en Bélgica? ¿Casualmente no conoces la fisonomía de ese país? ¿No tienes sus rasgos grabados en tu memoria como los tengo yo en la mía? Tres, no, cuatro cuadros cubren las cuatro paredes de la celda donde se almacenan mis Recuerdos del Pasado. En primer lugar, Eton. Todo en ese cuadro se ve en una perspectiva lejana, diminuta, que se pierde de vista, pero es de colores vivos, verde, cubierto de rocío; con un cielo primaveral lleno de nubes brillantes, pero cargadas de lluvia, pues en mi infancia no todo fue luz del sol: tuvo sus horas nubladas, frías, tormentosas. En segundo lugar, X, grande, tiznado, con el lienzo agrietado y ennegrecido; el cielo amarillo, las nubes grises, sin sol, sin azul celeste; el verde de las afueras asolado y sucio: un paisaje muy deprimente. En tercer lugar, Bélgica; me detendré delante de este paisaje. En cuanto al cuarto, lo cubre una cortina que tal vez descorra más adelante, o tal vez no, según mi capacidad y mi conveniencia. En cualquier caso, por el momento habrá de seguir tal como está. ¡Bélgica! Nombre carente de romanticismo y de poesía que, sin embargo, siempre que se pronuncia, tiene un sonido en mis oídos y halla un eco en mi corazón que ningún otro conjunto de sílabas es capaz de producir, por dulces o clásicas que sean. ¡Bélgica! Repito la palabra ahora, sentado solo, cerca de la medianoche. Agita mi mundo del Pasado como una llamada a la Resurrección; las tumbas se abren, los muertos se levantan; veo Ideas, Sentimientos, Recuerdos que dormían, alzándose de la tierra —rodeados de un halo en su mayoría—, pero, mientras contemplo sus formas vaporosas y me esfuerzo en distinguir claramente su contorno, el sonido que los había despertado se extingue, y las formas se hunden como una liviana espiral de niebla, absorbidas por el humus, devueltas a sus urnas funerarias, encerradas de nuevo en sus mausoleos. ¡Adiós, espectros luminosos! Esto es Bélgica, lector, ¡mira! No digas que el cuadro es aburrido o triste; a mí no me pareció ni una cosa ni la otra cuando lo contemplé por primera vez. Cuando salí de Ostende una suave mañana de febrero y me encontré en la carretera de Bruselas, no había nada que me pareciera insulso. Mi sentido del placer estaba aguzado al máximo, intacto, era entusiasta, exquisito. Yo era joven, tenía buena salud, no había conocido aún el Placer; ninguna facultad de mi naturaleza se había debilitado ni saciado por entregarme a él. Abrazaba la Libertad por primera vez en mi vida y la influencia de su sonrisa y de su abrazo me hicieron revivir como el sol y el viento del oeste. Sí, en aquella época me sentía como un viajero que no duda de que desde la colina por la que asciende de buena mañana contemplará un glorioso amanecer; ¿y si el camino es angosto, empinado y pedregoso?; no lo ve, su mirada está fija en esa cima, enrojecida ya, enrojecida y dorada, y una vez la alcance está seguro de lo que habrá más allá. Sabe que enfrente tendrá el sol, que su carro se acerca ya sobre el horizonte oriental y que la brisa que nota en las mejillas, como un heraldo, está abriendo para la carrera del Dios un camino despejado y vasto de azul celeste entre las nubes, suave como las perlas y cálido como las llamas. Me aguardaban momentos difíciles y de duro trabajo, pero sustentado por la energía, estimulado por esperanzas tan brillantes como vagas, no me parecía que tuvieran que ser momentos de penuria. Ascendía por la colina en la sombra, había guijarros, desniveles y zarzas en mi camino, pero yo no dejaba de mirar el pico carmesí que tenía sobre mi cabeza, mi imaginación estaba concentrada en el firmamento refulgente que vería más allá, y no pensaba para nada en las piedras que me laceraban los pies, ni en las espinas que me arañaban la cara y las manos. Miraba a menudo y siempre con deleite por la ventanilla de la diligencia (recuérdese que aquéllos no eran los tiempos de trenes y vías férreas). ¡Bien! ¿Y qué veía? Te lo contaré fielmente. Verdes marismas pobladas de juncos, campos fértiles, pero llanos, cultivados en parcelas que les hacían parecer magníficos huertos de verduras; hileras de árboles talados, nivelados como sauces desmochados, bordeando el horizonte; canales estrechos que se deslizaban lentamente junto a la carretera, granjas flamencas pintadas, algunas casuchas muy sucias, un cielo gris, muerto, una carretera mojada, campos mojados, tejados mojados; ni un solo objeto hermoso, ni siquiera pintoresco, encontraron mis ojos a lo largo de todo el trayecto. Sin embargo, para mí todo era hermoso, todo era más que pintoresco. El paisaje no cambió mientras duró la luz del día, aunque la neblina, causada por la incesante lluvia de días anteriores, había empapado la campiña; no obstante, cuando empezó a hacerse de noche, volvió a llover y vislumbré el resplandor de las primeras luces de Bruselas en medio de una oscuridad húmeda y sin estrellas. Poca cosa vi de la ciudad aquella noche salvo sus luces. Cuando me apeé de la diligencia, un pequeño coche de alquiler me llevó al Hotel de..., donde iba a hospedarme por consejo de un compañero de viaje; después de una buena cena, me acosté y dormí profundamente. A la mañana siguiente me desperté de un reposo profundo y prolongado con la impresión de estar aún en X, y al notar la plena luz del día me incorporé, imaginando que me había dormido y que llegaba tarde a la oficina. Aquella momentánea y dolorosa sensación desapareció ante una conciencia de libertad vivificante y revivida y, apartando las blancas cortinas de mi cama, me asomé a una habitación extranjera, amplia y de techos altos; ¡cuán diferente del alojamiento pequeño y sucio, aunque no incómodo, que había ocupado durante un par de noches en una respetable posada de Londres, mientras esperaba a que zarpara el barco! ¡Pero Dios me libre de profanar el recuerdo de aquella habitación sucia y pequeña! Mi alma le tiene demasiado apego, pues allí, tumbado en medio del silencio y la oscuridad, oí por primera vez la gran campana de San Pablo anunciando a Londres la medianoche, y qué bien recuerdo los tonos graves y pausados, tan cargados de una flema y una fuerza colosales. Desde el ventanuco de esa habitación vi por primera vez la cúpula elevándose sobre la niebla londinense. Supongo que las sensaciones que despertaron aquellos primeros sonidos y aquellas primeras visiones no se repetirán; ¡Memoria, guárdalos como un tesoro! ¡Enciérralos en urnas y colócalos en nichos seguros! Bien, me levanté. Los viajeros dicen que los alojamientos en el extranjero tienen un mobiliario escaso y son incómodos; a mí la habitación me pareció alegre y majestuosa: tenía unas ventanas amplias, croisées, que se abrían como puertas, con cristales grandes y transparentes; sobre el tocador había un espejo enorme, y otro sobre la repisa de la chimenea; el suelo pintado estaba limpio y reluciente. Cuando me vestí y bajé las escaleras, los anchos escalones de mármol me dejaron casi sobrecogido, igual que el vestíbulo de techo alto al que conducían. En el primer rellano me encontré con una doncella flamenca que llevaba zuecos, cortas enaguas rojas y cubrecorsé de algodón estampado; tenía el rostro ancho y de rasgos que rayaban la estupidez; cuando le hablé en francés me respondió en flamenco con un aire ajeno a cualquier muestra de cortesía; sin embargo, me pareció encantadora; aunque no fuera amable ni bonita, la encontré pintoresca; me recordó las figuras femeninas de ciertos cuadros holandeses que había visto en Seacombe Hall. Me dirigí al salón; también éste era muy espacioso y de techo muy alto, y caldeado por una estufa; el suelo y la estufa eran negros, así como la mayor parte del mobiliario; sin embargo, no había experimentado jamás una sensación de libertad tan eufórica como la que experimenté al sentarme a una mesa negra muy larga (cubierta en parte por un mantel blanco) y, tras pedir el desayuno, me serví el café de una pequeña cafetera negra. Puede que a ojos de otros, que no a los míos, la estufa tuviera un aspecto deprimente; pero indiscutiblemente daba mucho calor y había dos caballeros sentados junto a ella, hablando en francés; era imposible seguir su charla por lo rápido que hablaban o comprender el sentido general de lo que decían; sin embargo, el francés en boca de franceses o belgas (entonces no era consciente todavía del horrible acento belga) era música para mis oídos. Al cabo de un rato, uno de los caballeros se dio cuenta de que yo era inglés, sin duda por la forma en que me dirigía al camarero, pues insistía en hablarle en francés con mi execrable estilo del sur de Inglaterra, pese a que el hombre entendía el inglés. Después de mirarme en un par de ocasiones, el caballero me abordó educadamente en un inglés excelente. Recuerdo que deseé con todas mis fuerzas hablar igual de bien el francés. Su fluidez y su correcta pronunciación me inculcaron por primera vez una idea acertada sobre el carácter cosmopolita de la capital en la que estaba; era mi primera experiencia con las lenguas modernas; más tarde descubrí que era una experiencia muy común en aquella ciudad. Me demoré con el desayuno cuanto pude, mientras lo tuve sobre la mesa y el desconocido siguió hablándome; era un viajero libre e independiente; pero al fin recogieron el servicio, los dos caballeros abandonaron el salón y de repente cesó la ilusión; la realidad y los negocios volvieron a imponerse. Yo, el esclavo recién liberado del yugo, libre desde hacía una semana, después de veintiún años de represión, me veía impelido por la necesidad a aceptar de nuevo los grilletes de la dependencia; apenas había saboreado el gozo de no tener amo cuando el deber me daba su severa orden: «Ve y busca donde servir de nuevo». Yo jamás aplazo una tarea penosa y necesaria, nunca antepongo el placer al trabajo, no va con mi naturaleza. Sería imposible disfrutar de un lento paseo por la ciudad, aunque me había fijado en que la mañana era espléndida, hasta que hubiera entregado la carta de presentación del señor Hunsden y me hubiera puesto en el buen camino para hallar un nuevo empleo. Arranqué mis pensamientos de la Libertad y el gozo, cogí mi sombrero y obligué a mi reacio cuerpo a salir del Hotel de... a la calle. Hacía un buen día, pero no quise mirar el cielo azul ni las magníficas casas que me rodeaban; me había concentrado en una sola cosa: encontrar al «Sr. Brown, número..., Rue Royale», pues tal era la dirección de la carta. A fuerza de preguntar logré al fin hallarme ante la puerta que buscaba; llamé, pregunté por el señor Brown y me franquearon la entrada. Conducido a un pequeño gabinete, me encontré en presencia de un anciano caballero con un aspecto muy serio, formal y respetable. Le entregué la carta del señor Hunsden y me recibió muy cortésmente; tras una breve conversación sin interés, me preguntó si había algo en lo que su consejo o su experiencia pudieran serme útiles; le respondí que sí y procedí a contarle que yo no era un caballero de fortuna que viajara por placer, sino un antiguo escribiente que buscaba empleo y, además, de inmediato. Me contestó que, como amigo del señor Hunsden, estaba dispuesto a ayudarme en cuanto le fuera posible. Después de meditarlo un rato, mencionó un empleo en una empresa mercantil de Lieja y otro en una librería de Lovaina. 

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