CAPÍTULO XIX

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Los novelistas no deberían cansarse nunca de estudiar la Vida real. Si cumplieran con este deber concienzudamente, nos ofrecerían menos retratos taraceados con fuertes contrastes entre luces y sombras; rara vez elevarían a sus héroes y heroínas a las más altas cúspides del éxtasis, y menos frecuente aún sería que los hundieran en las simas de la desesperación, puesto que, si bien son muy escasas las ocasiones en que paladeamos una dicha plena en esta vida, más escasas son las ocasiones en que saboreamos la hiel de una angustia sin esperanzas. A menos, claro está, que nos hayamos sumergido como bestias en la satisfacción de los goces sensuales, que hayamos abusado de nuestras facultades para el placer, llevándolas al límite, estimulándolas, tensándolas de nuevo al máximo, hasta destruirlas finalmente. Entonces nos encontraremos de verdad sin apoyo y privados de esperanza. Grande es nuestra agonía, ¿y cómo puede acabarse? Hemos agotado el manantial de nuestra capacidad; la vida es un sufrimiento demasiado débil para concebir la fe; la muerte ha de ser la oscuridad; Dios, espíritu y religión no tienen cabida en nuestra mente dilapidada, donde sólo quedan recuerdos corruptores y funestos del vicio; el Tiempo nos lleva hasta el borde de la tumba y la Depravación nos arroja a ella, como un trapo comido y recomido por la enfermedad, retorcido por el dolor, estampado contra el suelo del cementerio por el talón inexorable de la Desesperación.

Mas el hombre de vida normal y mente racional no desespera jamás. Cuando pierde sus bienes, recibe un fuerte golpe y vacila un momento; luego, aguijoneadas por la punzada, se despiertan sus energías y se disponen a buscar el remedio; la actividad pronto mitiga la aflicción. Afectado por una enfermedad, se arma de paciencia y soporta lo que no puede curar. Un dolor intenso le atormenta, retuerce sus miembros sin hallar descanso, confía en el ancla de la Esperanza. Cuando la Muerte le arrebata lo que ama, arranca violentamente y de raíz el tallo en torno al cual se entrelazaban sus afectos. Es una época oscura y sombría, una espantosa situación, pero una mañana, la Religión ilumina esa casa desolada con un rayo de sol y afirma que en otro mundo, en otra vida, volverá a ver a sus seres queridos. La Religión dice que ese mundo es un lugar que el pecado no ha mancillado, y que esa vida no conoce la amargura del sufrimiento, e intensifica poderosamente su consuelo, asociándolo a dos ideas que los mortales no pueden comprender, pero en las que adoran confiar: Eternidad e Inmortalidad, y la mente del que llora a sus muertos se llena de una imagen vaga, pero gloriosa, de colinas celestiales donde todo es luz y paz, de un espíritu que descansa allí en la gloria, de un día en que su espíritu también descenderá allí, libre e incorpóreo, de una reunión perfecta mediante el amor purificado del miedo. El hombre cobra así nuevos ánimos y trabaja para cubrir sus necesidades y cumple con los deberes de la vida, y aunque quizá la Tristeza no levante la carga con que ensombrece su ánimo, la Esperanza le permite soportarla. 

Bien, ¿y qué sugiere todo esto? ¿Cuál es la conclusión que debe extraerse? Lo que sugiere es la circunstancia de que mi mejor alumna, mi tesoro, había sido arrebatada de mis manos y alejada de mí. La conclusión que debe extraerse es que, siendo yo un hombre firme y razonable, no permití que el resentimiento, el pesar y la decepción engendrados en mi pensamiento por este funesto suceso crecieran hasta alcanzar un tamaño monstruoso, ni les permití que monopolizaran todo el espacio de mi corazón. Los reprimí, por el contrario, encerrándolos en un lugar recóndito y estrecho. Durante el día, además, mientras estaba ocupado con mis deberes, les imponía silencio, y sólo después de cerrar la puerta de mi habitación por la noche, relajaba un tanto mi severidad hacia aquellas criaturas mimadas y taciturnas, y les permitía expresarse en su lenguaje de murmullos. Luego se vengaban echándose sobre mi almohada, hostigándome en el lecho y manteniéndome despierto con su prolongado llanto.

Transcurrió una semana. No había dicho nada más a mademoiselle Reuter, me había comportado serenamente con ella, frío y duro como una piedra. Cuando posaba mis ojos sobre ella, era con la mirada que se dirige a quien uno sabe que tiene los Celos como consejero y que emplea la Traición como instrumento: una mirada de tranquilo desdén y profunda desconfianza. El sábado por la noche, antes de abandonar el internado, entré en la salle à manger donde estaba sola y me puse delante de ella. Le pregunté con la misma calma en el tono y en la actitud que habría empleado de haber sido aquélla la primera vez: 

EL PROFESORDonde viven las historias. Descúbrelo ahora