CAPÍTULO XV

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Pasó un tiempo hasta que volví a dar clase en la primera aula. La festividad de Pentecostés duró tres días y al cuarto le tocaba a la segunda aula recibir mis enseñanzas. Al pasar por el carré, vi, como de costumbre, al grupo de costureras que rodeaban a mademoiselle Henri. Eran sólo una docena, pero hacían tanto ruido como si hubieran sido cincuenta. Su maestra parecía ejercer muy poco dominio sobre ellas; tres o cuatro la asaltaban a la vez con preguntas inoportunas; abrumada, ella les pedía silencio, pero en vano. Me vio y leí en sus ojos la pena de saber que un extraño era testigo de la insubordinación de sus alumnas. Pareció rogar para que se impusiera el orden, pero sus ruegos fueron inútiles. Entonces noté que apretaba los labios y fruncía el entrecejo, y la expresión de su rostro, si la interpreté correctamente, decía: «He hecho lo imposible, pero al parecer la culpa es mía». Seguí adelante y cuando cerré la puerta del aula le oí decir de pronto y con aspereza, dirigiéndose a una de las mayores y más revoltosas del grupo:

-Amélie Müllenberg, no me haga ninguna pregunta ni me pida ayuda durante una semana. Durante ese espacio de tiempo no le hablaré ni la ayudaré.

Pronunció las palabras con énfasis, no, con vehemencia, y consiguieron un silencio relativo. No sé si la calma fue duradera, puesto que me separaban del salón dos puertas cerradas. El día siguiente correspondía a la primera aula. A mi llegada, encontré a la directora en su asiento habitual, entre los dos estrados, y ante ella estaba de pie mademoiselle Henri en una actitud (según me pareció) atenta, pero algo reticente. La directora tejía y hablaba a la vez. En medio del murmullo de voces de un aula espaciosa era fácil hablar a una persona de modo que sólo esa persona oyera lo que se le decía, y así parlamentaba mademoiselle Reuter con la maestra. El rostro de esta última estaba un poco encendido y no poco turbado; había en él una mortificación cuya causa me era ajena, pues la directora tenía un aire sumamente plácido; parecía imposible que la estuviera riñendo con aquellos suaves susurros y aquel semblante ecuánime. No, al final se demostró que su charla había sido de lo más amistosa, porque oí las palabras con que concluyó:

-C'est assez, ma bonne amie, à présent je ne veux pas vous reternir davantage(Por ahora es suficiente, mi buena amiga, no quiero entretenerla más).

Mademoiselle Henri dio media vuelta sin replicar, con el descontento claramente pintado en el rostro, y sus labios se curvaron en una sonrisa, leve y breve, pero amarga, suspicaz, y me pareció que también desdeñosa, cuando ocupó su sitio en el aula. Fue una sonrisa secreta e involuntaria que duró apenas un segundo; le sucedió un aire depresivo, que ahuyentaron después la atención y el interés cuando ordené a las alumnas que sacaran sus libros de lectura. En general, yo detestaba la clase de lectura, ya que era una tortura para mis oídos escuchar la zafia articulación de mi lengua materna, y no había empeño por mi parte, fuera mediante el ejemplo o por precepto, que pareciera mejorar en lo más mínimo el acento de mis alumnas. Aquel día, cada una en su tono característico, cecearon, tartamudearon, farfullaron y mascullaron como de costumbre. Unas quince alumnas me habían atormentado ya una tras otra, y mi nervio auditivo esperaba con resignación la disonancia de la decimosexta, cuando una voz baja, pero clara, leyó en correcto inglés:

«En su camino hacia Perth, una mujer de las Highlands salió al encuentro del rey, afirmando ser una profetisa. De pie junto a la gabarra que había de llevar al rey hacia el norte, exclamó en voz alta: "¡Mi señor, el rey, si cruzáis estas aguas, no volveréis con vida jamás!"».

Alcé la vista asombrado; aquélla era una voz de Albión, con un acento puro y cristalino al que sólo faltaba firmeza y confianza para pertenecer a cualquier señorita bien educada de Essex o de Middlesex. Sin embargo, quien hablaba o leía no era otra que mademoiselle Henri, en cuyo rostro grave y sin alegría no vi indicios de que supiera que había realizado una hazaña extraordinaria. Tampoco manifestó sorpresa ninguna otra persona. Mademoiselle Reuter no dejó de tejer; sin embargo, yo me había dado cuenta de que, al final del párrafo, había levantado los párpados para honrarme con una mirada de reojo. Ella no sabía hasta qué punto leía bien la maestra, pero había percibido que su acento no era como el de las demás y quería averiguar qué pensaba yo. Cubrí mi rostro con la máscara de la indiferencia y ordené a la siguiente chica que leyera. Cuando terminó la clase, aproveché la confusión de la salida para acercarme a mademoiselle Henri, que estaba de pie junto a la ventana. Se alejó al verme avanzar hacia ella, pensando que quería asomarme, sin imaginar que pudiera tener algo que decirle. Le cogí el cuaderno de ejercicios de la mano y le hablé mientras lo hojeaba.

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