CAPÍTULO III

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Serví a Edward como segundo escribiente con lealtad, puntualidad y diligencia. Lo que se me asignó, tenía la capacidad y la determinación de hacerlo bien. El señor Crimsworth me vigilaba atentamente, buscándome defectos, pero no encontró ninguno. Puso también a vigilar a Timothy Steighton, su favorito y mano derecha. Tim estaba totalmente confundido; yo era tan riguroso como él mismo, y más rápido. El señor Crimsworth hizo averiguaciones sobre mi estilo de vida, quiso saber si había contraído deudas; no, saldaba siempre mis cuentas con la casera; había alquilado un pequeño alojamiento y me las arreglaba para pagarlo de un magro fondo, los ahorros acumulados en Eton de mi dinero de bolsillo. Lo cierto es que, habiendo detestado siempre pedir ayuda pecuniaria, había adquirido en edad temprana el hábito de una economía sacrificada, administrando mi asignación mensual con inquieto esmero, a fin de evitar el peligro de verme obligado posteriormente, en algún momento de apuro, a pedir una ayuda suplementaria. Recuerdo que muchos me llamaron tacaño en aquella época, y que yo solía acompañar el reproche con este consuelo: mejor que me interpreten mal ahora a que me rechacen después. En estos momentos disfrutaba de mi recompensa; la había tenido antes, cuando al despedirme de mis irritados tíos, uno de ellos me había arrojado un billete de cinco libras que pude dejar allí mismo, afirmando que los gastos del viaje los tenía ya cubiertos. El señor Crimsworth empleó a Tim para descubrir si mi casera tenía alguna queja sobre mi moral; ella respondió que le parecía un hombre muy religioso, y preguntó a Tim a su vez si pensaba que yo tenía la intención de hacerme sacerdote, pues, afirmó, había tenido coadjutores alojados en su casa que no podían compararse a mí en seriedad y formalidad. El propio Tim era «un hombre religioso»; de hecho, se había unido a los metodistas, lo que no le impedía (que quede claro) ser al mismo tiempo un granuja redomado, y se fue muy azorado tras oír hablar de mi devoción. Cuando se lo hubo comunicado al señor Crimsworth, éste, que no frecuentaba ningún lugar de culto ni reconocía más Dios que a Mamón, convirtió la información en un arma arrojadiza contra la ecuanimidad de mi temperamento. Inició una serie de burlas encubiertas, cuyo significado no advertí en un principio, hasta que mi casera me contó casualmente la conversación que había tenido con el señor Steighton, lo cual me lo aclaró todo. Después de aquello, iba a la oficina preparado y conseguí parar los sarcasmos blasfemos del dueño de la fábrica, la siguiente vez que me los lanzó, con un escudo de impenetrable indiferencia. Al poco rato se cansó de gastar su munición con una estatua, pero no se deshizo de sus flechas; se limitó a dejarlas reposar en su carcaj. En una ocasión, mientras trabajaba para él como escribiente, me invitaron a Crimsworth Hall con ocasión de una gran fiesta de cumpleaños en honor del señor de la casa; siempre había tenido por costumbre invitar a sus escribientes en celebraciones similares y difícilmente podría haberme dejado al margen; sin embargo, me mantuvo en un estricto segundo plano. La señora Crimsworth, elegantemente vestida de raso y encaje, rebosante de salud y belleza, no me concedió más atención que la expresada por un gesto distante; Crimsworth, por supuesto, no me dirigió la palabra, y no me presentaron a ninguna de las jóvenes señoritas que, envueltas en nubes plateadas de gasa blanca y muselina, se sentaban en fila en el lado opuesto al mío de un largo y amplio salón. De hecho, estaba prácticamente aislado y no podía hacer otra cosa que contemplar a aquellas jóvenes resplandecientes desde lejos, y cuando me cansaba de tan deslumbrante escena, para variar me fijaba en el dibujo de la alfombra. El señor Crimsworth estaba de pie con un codo apoyado en la repisa de mármol de la chimenea, y a su alrededor había un grupo de jóvenes muy atractivas con las que conversaba alegremente. Así situado, el señor Crimsworth me miró; me vio cansado, solitario, abatido, como un preceptor o una institutriz desolados, y quedó satisfecho. Empezó el baile. A mí me habría encantado que me presentara a alguna joven inteligente y agradable y haber tenido la libertad y la oportunidad de demostrar que podía sentir y transmitir el placer del intercambio social; que no era, en resumidas cuentas, un tarugo, ni un mueble, sino un hombre sensible que actuaba y pensaba. Muchos rostros sonrientes y gráciles figuras se deslizaron por delante de mí, pero las sonrisas se prodigaban a otros ojos, y otras manos que no eran las mías servían de apoyo a las figuras. Aparté la mirada, atormentado, me alejé de los bailarines y entré en el comedor revestido de roble. Ninguna fibra de simpatía me unía a ningún ser vivo de aquella casa. Busqué el retrato de mi madre con la vista. Cogí una vela de una palmatoria y la sostuve en alto; contemplé la imagen un buen rato, fijamente, acostumbrándome a ella. Noté que mi madre me había legado buena parte de sus facciones y de su semblante: su frente, sus ojos, su cutis; no hay belleza que complazca más el egoísmo de los seres humanos que un parecido refinado y suavizado de sí mismos; por ese motivo, los hombres observan con complacencia las facciones del rostro de sus hijas, donde a menudo la semejanza se asocia de forma halagadora con la suavidad de los matices y la delicadeza de los contornos. Me preguntaba qué opinaría un observador imparcial de aquel retrato, para mí tan interesante, cuando una voz que sonó cerca, a mi espalda, pronunció las palabras: 

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