Capítulo 9

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Todo comienza en la multitud.

Los rostros mirándose entre sí, los primeros segundos de incertidumbre, hasta que todo se desata. Y finalmente lo veo, un anciano, con ropa desgastada y expresión indescifrable.

Su mano se levanta, alzando sus tres dedos hacía mí, mirándome. De la misma forma que sucedió antes, en el 12, cuando estaba marchándome a los juegos.

En otro momento, el gesto me habría parecido conmovedor, pero ahora, me causa pánico. Quiero detenerlo, regresar el tiempo y evitar el gesto, pero es imposible y, en cadena, todas las personas comienzan a imitarlo.

Una a una, sus manos se levantan, señalando hacia donde nos encontramos. Ofreciéndome, sin palabras, lo que han provocado mi discurso.

Inconscientemente volteo a ver a Peeta y sé que piensa lo mismo. Puedo ver el terror en mis ojos reflejado en los suyos.

Debe estar recordando, tan bien como yo, la advertencia del presidente. Lo que está sucediendo frente a nuestro ojos está horriblemente mal. Es claramente lo que prometí que evitaría e irónicamente, lo único que hemos alentado el día de hoy.

Nadie sabe que más hacer, que decir, como actuar ante lo que está sucediendo.

El alcalde dice unas cuantas palabras más, se nota la urgencia en su voz por volver a protocolo y fingir que nada ha sucedido, pero nadie le presta realmente atención. En unos minutos, dan por terminado el evento sin más oportunidades de poder decir nada.

Los agentes rápidamente comienzan a escoltarnos de regreso con dureza, llevándonos de vuelta al edificio. En ese momento, me giro a ver a Peeta y noto su ramo entonces recuerdo que olvide el mío.

—Mi ramo, lo he olvidado—digo, mirando hacia el escenario donde descansan las flores en el suelo.

—Puedo ir por él si quieres— se ofrece Peeta, intentando darse la vuelta.

Dicho esto se apresura a regresar por él pero lo tomo del brazo.

—Yo puedo ir— me niego, y comienzo a avanzar de regreso, hincándome para tomarlo cuando llego hasta donde está.

Como un instinto, doy una última mirada hacia donde supongo, la multitud ha comenzado a dispersarse y entonces, lo veo. Me doy cuenta de lo que está por pasar, del horror a punto de cometerse.

Veo como el anciano que había silbado antes es arrastrado de entre la multitud por agentes de la paz. Ellos le obligan a caminar a empujones y luego, a hincarse en medio de una formación de agentes, que forman un escudo entre el y la población, que está igual de estática que yo, sin saber ni siquiera como actuar.

En un segundo, sucede. Todo se desarrolla frente a mis ojos. Uno de ellos empuja su espalda hacia el suelo, y desenfunda su arma. Al segundo siguiente, le mete un balazo en la cabeza. El estallido del arma queda flotando en el aire, mezclándose con las respiraciones contenidas de las personas.

Es tan rápido que ni siquiera me da tiempo de procesarlo todo, de un segundo a otro, su cadáver está tendido en el piso, manchando las baldosas de color carmesí, corriendo como un río por la plaza.

Me quedo ahí, horrorizada, dejando las flores detrás de mi, impulsándome por instinto hacia la multitud lejos del escenario, intentando llegará hacia él, avanzando a trompicones. En ese momento, escucho a Peeta viniendo detrás de mí, como yo, ha presenciado todo.

Una barrera de agentes de la paz me impiden el paso al intentar bajar, empujándome hacía atrás sin una pizca de gentileza, casi haciéndome tropezar.

—¡Sueltenla!— ordena Peeta, rodeándome con uno de sus brazos para hacerme retroceder y crear una barrera entre yo y los agentes—. Ya nos vamos.

El Resplandor Del Sinsajo (En Edición) Donde viven las historias. Descúbrelo ahora