Capítulo 25

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Cuándo caigo sobre mis compañeros a penas y puedo oír el gruñido de dolor que les causa mi peso sobre sus atrofiados cuerpos. Con las pocas fuerzas que me quedan me las arreglo para rodar hacia el otro lado.
Me quedo ahí tendida, jadeando y gimiendo involuntariamente ante el doloroso ardor a la espera de mi muerte, una que sin embargo, parece no llegar por más que transcurren los segundos.

Mis ojos se abren por fin, teniendo que enfocar entre la obscuridad y el dolor.
La larga cortina de niebla blanquecina aún está frente a mí, pero no del modo que podría haber esperado. No avanza, no se mueve, permanece suspendida en el aire hasta que comienza a hacerse más espesa, apretándose contra una pared invisible que nos separa de ella solo por escasos centímetros. Tardo unos segundos en comprender que está sucediendo.

Según mi experiencia en los Juegos esto no puede significar más, a llegado a su fin, el horror termina aquí marcado por un territorio invisible que lo delimita en su zona.
Intento comunicarles a mis compañeros que se a ido, que estamos vivos, pero de mi boca no salen más que sonidos extraños.

 —Se ha pa­ra­do— repito, está vez con más claridad que antes.

Peeta y Finnick detienen sus quejidos lastimeros girandose a mirar cómo se esfuma, solo entonces Peeta ru­eda de en­ci­ma de Fin­nick, que se da la vu­el­ta sobre su es­pal­da respirando entrecortadamente.

Durante unos instantes nos quedamos quietos, jadeando con el veneno en nuestra piel. Después de que pa­sen unos minutos­, Pe­eta ha­ce un ges­to vago hacia delante nuestro, siguiendo la trayectoria los veo. Monos.

Nun­ca he vis­to un mo­no vi­vo, no hay nada así en casa, pero debo haberlos visto en una foto, o en los Juegos, porque cuando los veo, la misma palabra me viene a la mente. Du­ran­te un ra­to, nos observamos los unos a los otros, humanos y monos.
Después Peeta consigue ponerse de rodillas y gatea pendiente abajo.  Y lo sigo, porque andar ahora parece un logro tan formidable como volar.

Cuándo conseguimos llegar al agua calida de la Cornucopia empapamos nuestros rostros con ella.  Espero sentir la sensación gratificante y fresca, encontrándome con todo lo contrario. Suelto un gemido de dolor en cuanto hace contacto con mi rostro, quema y es casi tan doloroso como el veneno mismo. Pe­ro hay ot­ra sen­sa­ci­ón, de que algo sale.  Al principio, es tan doloroso que me siento incapaz de sentir nada más pero conforme pasa el tiempo me doy cuenta de lo que sucede, el dolor va aminorando y en el agua se puede ver claramente el veneno saliendo de mi cuerpo. Con lentitud, que es lo máximo que mi cuerpo me permite, me saco el traje, que a ahora está reducido a un jirón de tela sin uso.
Mi ropa interior al menos está intacta, así que de a poco comienzo a meterme más y más en el agua, Peeta me imita.

Finnick contrario a todo permanece tumbado sin querer moverse más de la cuenta. Durante un rato lo dejo estar así hasta que consigo curarme a mí misma lo suficiente para poder ayudarlo. Está claro que no puedo cargar con él, y ni siquiera Peeta sería de mucha ayuda, estamos débiles y nuestros brazos apenas van recuperando fuerzas así que me conformo con llevar agua entre mis manos para luego echarsela encima.
Pe­eta se re­cu­pera y después de un rato, me ayuda, cor­ta el mo­no de Finnick pa­ra sacarselo y entre los dos nos ocupamos de él, que resulta ser un paciente excepcional, no hace nada más que soltar gemidos de dolor silenciosos.
A este paso, acabaremos en demasido tiempo, suficiente como para ser presas faciles en medio de la selva.

—Tenemos que con­se­gu­ir me­ter más de él en el agua—Su­sur­ro.

Así que comenzamos a arrastrar su cuerpo hasta el agua, metiéndolo de a poco, después hasta la rodillas y así sucesivamente hasta que tiene casi medio cuerpo dentro y es cuando Finnick em­pieza a volver a la vida, sus ojos verdes se abren, ligeramente confundido, hasta que se va haciendo más conciente y nos deja ayudarlo, apoyo su cabeza en mi regazo dejándolo flotar.

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⏰ Última actualización: Sep 30, 2018 ⏰

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