Capítulo 9: Nostalgia

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Merody

Resulta que Leandro y yo hacíamos un buen equipo de trabajo.

Él y yo fuimos los que nos llevamos la mayor puntuación en la clase de fotografía gracias al artículo que elaboramos sobre las gradas deterioradas, aquella vez bajo la sombra del árbol.

Esa no fue la única oportunidad en que Leandro y yo tuvimos un encuentro lleno de sentimiento. Ahora que pasábamos la mayor parte del tiempo juntos en la universidad, aprovechábamos para contarnos nuestros gustos, alegrías, temores y angustias. Llegué a conocerlo y quererlo en tres meses que habían transcurrido desde nuestro primer encuentro y aunque eso me encantaba, también me preocupaba. No quería terminar apegándome a él.

Mi casa siempre era mi punto de reflexión, pero con las llegada de las navidades, estaba sumergida en un ir y venir de objetos de decoración y platillos deliciosos.

Mis hermanos gemelos estaban aquí, ayudando a montar el maravilloso árbol de navidad y se veían tan entusiasmados, que me fue imposible no sonreír a mi taza con chocolate caliente. Ángela sostenía un extremo de la escalera, mientras mi padre colgaba unas luces muy brillantes. Estaban sonriendo, pues les hacia muy feliz el hecho de que pudiéramos compartir una vez más como una familia que éramos.

Coloqué la taza medio vacía en la mesa del centro y abracé a Ángel, quien se encontraba jugueteando en mis piernas, mientras mi mirada se desviaba hasta el pequeño retrato de mi madre, colgada en la pared frente a mí. Cuando eran estas fechas siempre me recordaba de ella, a pesar de que nunca tuve un momento con ella que pudiera atesorar en mi memoria, porque murió el mismo día en que yo nací.

«Una luz se apagó, pero otra se encendió», me dijo mi papá una vez, cuando le pregunté sobre ella.

»Nosotros... sabíamos los riesgos que acarraba el embarazo, pero aun así, ella decidió seguir adelante con él. Era una campeona;  me comentó con los ojos inundados de lágrimas.

No había notado que estaba llorando, hasta que Darían me habló alarmado.

—¿Por qué lloras? ¿Te duele algo? —cuestionó con sus ojos chocolates bien abiertos. Ángela y mi padre se giran y también se muestran preocupados.

—No, no me duele nada —seco mi cara húmeda y sonrío—. Saben que en las navidades una se pone un poco melancólica, pero todo está bien.

—¿Estás segura? —pregunta con duda Ángela.

—Completamente. —afirmo y dejando en sus brazos a mi hermanito menor, me levantó y tomo mi bolso—. Me voy, tengo que ir a por los regalos de todos. Nos vemos mas tarde.

Antes de cerrar la puerta, noto el gesto en la cara de papá. Estoy casi segura de que sabe a que se debe mi escena de llorona. Levanto una de las esquinas de mi boca en una sonrisa para darle alivio y él me la devuelve, permitiendo marcharme.

Decido caminar y con una nueva inspiración, marco el número telefónico que a estas alturas ya he memorizado.

—¡Feliz vísperas de navidad! —grito al auricular y no me permito una respuesta—. Espero hayas hecho una lista de lo que vas a comprar, porque no pienso estar dando vueltas por el centro comercial en busca de inspiración.

Hago de manera jocosa mi advertencia, pero en realidad es así. Es 24 de diciembre, por lo que los centros comerciales se encuentran abarrotados de gente haciendo las compras de última hora y mi nivel de paciencia no es apta para ese tipo de estrés.

—Lo siento, Mer —la voz de Leandro se escucha muy débil—. Pero me temo que vas a tener que ir de compras sin mí.

—¿Por qué? —No oculto mi desilusión y hasta me detengo en la calle—. Prometiste que irías conmigo si esperaba hasta el día de hoy para comprar los regalos. —le recuerdo.

—Lo sé —suspira y reanudo mi marcha, un poco más lento de lo habitual en mí—, pero es que no me encuentro muy bien.

—¿Qué tienes? —pregunto con el ceño fruncido. Todo rastro de emoción desapareciendo de mi sistema.

Leandro aguarda unos segundos antes de responderme.

—Tengo un dolorcito de cabeza que no se pasa, así que para evitar que me veas en mi etapa mas gruñona es mejor no acompañarte.

—Voy para tu casa. —sentencio, buscando con la mirada un taxi.

—No hace falta, Mer. Ya me tomé unos analgés...

—Estoy de camino. —Le informo cuando ubico uno y cuelgo antes de que siga protestando.

(...)

Doy un largo suspiro mientras miro por la ventanilla del auto, cinco minutos después de abordarlo. Las calles están más repletas que nunca y los Santas Claus y vendedores vestidos de renos ofrecen ofertas jugosas en sus respectivas tiendas, a las que las personas entran esperanzadas de encontrar por fin lo que tanto buscan para esta noche.

No puedo evitar sonreír admirando ese ambiente festivo, porque siempre me han gustado estas fechas, pero no sé porqué este año siento que hay algo diferente, y no encuentro la respuesta entre si es bueno o no.

Ni yo misma me entiendo.

Un rato después, estoy frente la casa pequeña —pero bonita— de Leandro. Su fachada es de color crema y sus ventanas están enmarcadas en blanco.

Sigo el camino de losas blancas que conduce a la puerta marrón de la casa mientras observo el jardín a los laterales. Hay muy lindas flores, pero desconozco totalmente sus nombres. Tal vez algún día la señora Carlota, la madre de Leandro, pueda darme una clase de jardinería, pienso distraída.

Golpeo la puerta y acomodo la taza de caldo de pollo en mis manos. Está tibio.

Estoy por insistir, cuando la figura curvilínea y el cabello rubio de la señora Carlota hacen su aparición.

—¡Merody, niña! —exclama de manera habitual en ella—. Me alegro mucho que hayas venido. Leandro no se encuentra muy bien.

Mi sonrisa vacila cuando su voz se torna triste, pero trato de conservarla.

—Sí, eso me ha dicho hace un rato por teléfono —digo y acepto su invitación a entrar. Recorro con la vista la sala de estar, pero no hay señales de Leandro—. Por eso le he traído un caldo de pollo, ya que he escuchando muchas veces que eso sirve para mejorar los malestares, ¿no?

—Cariño —Ella se muestra un tanto incómoda, lo que me extraña—. Ya yo lo he intentado, pero tengo al hijo más necio del mundo. Odia todo lo que contenga vegetales.

—Ah, ¿sí? —Miro de soslayo la planta de arriba y digo decidida—: Eso ya lo veremos. Al final del día, tendrá que haberse tomado dos tazas de caldo. Ésta y la que usted le ha preparado antes.

—Buena suerte con eso. —Guiña un ojo y me indica el camino hacia la habitación de Leandro, antes de irse a la cocina.

No olvides que te amo©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora