Capítulo 23: La batalla

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Capítulo Especial. 

Leandro. 


Cuando tenía dieciséis años, me diagnosticaron cáncer cerebral. A pesar de lo que eso significaba, había aceptado mi destino. No obstante, me sometí a los agresivos tratamientos porque no deseaba dejar a mi madre sola, después de «vivir la muerte» de su marido, mi padre. Fueron meses muy duros, pero que al final había dado un buen resultado.

Viví cuatro años en armonía, solo realizándome chequeos de rutina, pero un desmayo en las escaleras de casa, me avistó que el tumor había vuelto al ataque, y esta vez más fuerte que la anterior. Y ahora, a pesar de todo, tenia dos personas principales por las que luchar: mi madre y Merody.

La primera vez que vi a Merody Bracamonte pensé que era una niña fresa más del montón. Mi médico me había dicho que podía seguir estudiando una carrera universitaria, así que iba frecuentemente a la universidad, donde la miraba muchas veces, pero ella parecía no notarme. Ella era una guapa chica de cabello dorado y grandes, brillantes ojos verdes. En la clase de Fotografía irradiaba espontaneidad por los poros y siempre parecía sonreír. Me daban ganas de fotografiarla una y otra vez.

No había visto cuán bonito eran sus ojos hasta que la vi frente a mí, dos meses después de haberla notado por primera vez. Soltaba palabras referidas al libro de periodismo sobre mi pupitre y parecía nerviosa. 

Cuando durante unos segundos, ese par de esmeraldas se quedaron fijas sobre mis marrones —y comunes— ojos, supe que ella se grabaría a fuego en mi corazón. Y gracias al cielo, no me había equivocado.

Nos habíamos entregado en alma y cuerpo el uno al otro, y nos queríamos como ya muy pocas personas lo hacen. Pero yo lo había arruinado, mi cáncer lo había hecho.

Malena se sentó a mi lado, tendiéndome una taza de té de manzanilla, la cual me rehusé a tomar. En cambio, le seguí dando vueltas al listón verde en la palma de mi mano. Me había dolido mucho el hecho de que ella se lo arrancara de su muñeca, como si estuviera rompiendo nuestro lazo.

—La destruí, Malena —digo en un susurro roto—. Jamás va a perdonarme lo que le hice hoy. La idea equivocada de nosotros que le creé en la cabeza.

Ella suspira mientras traza círculos en mi espalda, tratando de tranquilizarme.

—Lo sé —dice—, pero aunque te insistí, me dijiste que eso era lo mejor para ambos.

—Sí, pero creo que sobrepasé el limite —digo y giro mi cabeza para mirarla—. ¿Viste su cara? Parecía estar a punto de morir.

—Sí —Malena asiente de nuevo, haciendo una mueca con su boca—. Tal vez hubiera sido mejor que le enseñáramos los resultados de tus análisis.

Tomo mi cabeza entre mis manos, porque el dolor que le atraviesa a ésta en ese momento, amenaza con hacerla estallar. Emito un gemido y Malena se alarma, volviéndome a ofrecer la taza de té.

—Bebe, Leandro —Niego—. No seas necio, tómatelo. Ya sabes que no te hace bien tanto estrés.

Un minuto después me rindo y doy un pequeño sorbo a la bebida tibia, pero mis ojos se fijan en el enorme sobre blanco sobre la mesa de centro. El mismo que había buscado esta mañana cuando dejé sola a Mer en la playa, luego de que el médico me avisara que estaban listos. Todavía conservaba la esperanza de que estos resultados trajeran buenas noticias, pero me equivoqué.

Mi cáncer cerebral había avanzado y se ubicaba en la etapa IV, la última y más agresiva de las etapas. Me dolió saber qué era lo que me esperaba, pero sufrí más al romperle el corazón a una de las mujeres que más amo en este mundo.

—Si se lo hubiese mostrado, ella se habría quedado conmigo. —digo, pensativo.

—Por amor.

—Por compasión —le corrijo y Malena menea la cabeza—. No puedo amarrar a Merody a un paciente terminal, Lena. Sufriría muchísimo más.

—Pero eso lo tenía que haber decidido ella misma, Leandro. —se queja.

—No —digo terco—. Lo mejor que pude haber hecho fue alejarla, para que cuando yo muera, ella esté siendo feliz con alguien más.

Las palabras salen con amargura de mi boca, y no noto que Malena, mi mejor amiga y a la chica que considero la hermana que nunca tuve, se le vuelven acuosos los ojos y un temblor se instala en su labio inferior.

—Tú no te vas a morir, Leandro —dice ella en un quebrado murmullo—. Tú vas a seguir siendo fuerte y ganarás ésta dura batalla, ¿me oyes, idiota?

Sonrío de medio lado y la atraigo hacia mí, en un enorme abrazo de oso. No me atrevo decirle lo que pasa por mi mente en ese momento.

«La batalla ya está perdida, Lena»  

No olvides que te amo©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora