Capítulo 13: Un momento para atesorar

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Merody


—¡Feliz Navidad, familia! —irrumpo en casa con una exclamación entusiasta, pero en el living sólo está el enorme árbol con las luces encendidas y debajo de él, los regalos con las envolturas intactas.

Resoplo apartando mi flequillo de mi frente al tiempo que Ángela asoma medio cuerpo en pijama desde la cocina.

Enarca una ceja castaña mirando como dejo los regalos que compré ésta misma mañana sobre los muebles de recibo, mientras sopla su café.

—Buenos días, Ángela —saludo quitándome la bufanda roja de mi cuello—. ¿Sólo tú estás levantada?

—Buenos días, Mer, y sí, sólo soy yo la madrugadora. Ni Ángel se ha levantado aún. —informa con una pequeña sonrisa. Me acerco a ella dándole un abrazo de oso que la toma por sorpresa, aunque no tarda en corresponderme.

—Oh, Mer —susurra con voz dulce, cepillando mi cabello—. Parece que Leandro te ha puesto de buen humor.

Me río muy fuerte, tan fuerte que capaz desperté a los que están durmiendo arriba.

—No sólo fue él —digo apartándome de ella con lágrimas aglomerándose en mis ojos debido a la risa—. ¡Hoy es Navidad! Me encanta la Navidad, ya lo sabes.

Ella hace una mueca con su boca mientras me mira pícara.

—Haré como que te creo —dice y alza su enorme taza de porcelana blanca con nuestros nombres pintados en ella—. ¿Quieres café? ¿O prefieres chocolate?

—Chocolate. —respondo rápidamente y la acompaño a la cocina.

Hablamos un poco más acerca de cómo fue la noche, mientras tomamos nuestras bebidas. Como no hay otra señal de vida de parte de alguno de mis hermanos o padre, decido que es la hora de ir a mi habitación a darme un baño.

Me excuso con Ángela antes de subir las escaleras en una nube.

Me acuerdo de Leandro cuando estoy quitándome la hermosa pulsera que me dio como regalo para evitar que el agua la estropee y río suavemente. Es increíble lo voluble que son mis sentimientos: primero me encuentro triste, melancólica, nostálgica y al rato feliz, contenta y eufórica. A pesar de que todavía me encontraba un poco inquieta, también estaba en un extraño estado de tranquilidad.

¿Ven lo extraña que soy?

(...)

Al salir del cuarto de baño, me doy cuenta de que son cerca de las nueve de la mañana, por lo que supongo que ya mi padre ha de estar despierto y dispuesto a darme el sermón del año por no haber recibido la Navidad con ellos.

Quito la toalla envuelta en mi cabello, lo cepillo y me enfundo en unos jeans rasgados, una sudadera verde pino, junto con unas zapatillas deportivas negras que complementan mi conjunto. Antes de salir de mí habitación tomo mí teléfono, el cual vibra al instante.

Frunzo el entrecejo cuando veo quién es la persona que llama.

—Hola.  —respondo extrañada.

—¡Feliz Navidad, Mer! —grita Ignacio del otro lado de la línea. Aparto el aparato un momento de mi oído para evitar alguna afección auditiva—. Desearía poder estar contigo el día de hoy.

Ahora es todo mi rostro el que se contrae.

—Eh, Nacho —dudo—. Creo que te has equivocado de persona.

—¿Por qué lo dices? —inquiere después de reír un poco.

—Porque yo no soy la chica a la que tenías que haberle dicho que querías pasar la Navidad con ella —digo obvia—. Sino a Valeri. La chica a la que elegiste para este año.

Su respiración se acelera.

Valeri y yo ya no estamos juntos —suelta. Ruedo los ojos con fastidio—. Y te extraño, Merody.

—Está bien, Ignacio. De verdad siento que las cosas no te salieran como las habías planeado —hago una pequeña pausa antes de añadir—: Pero ya ese no es mi problema.

»Sí, es cierto que el año pasado la pasamos muy bien en estas fechas, pero te recuerdo que fuiste tú el que decidió que las cosas fueran diferentes este año, no yo. Así que con todo respeto del mundo, te pido que me dejes en paz.

Me dispongo a cortar la llamada, pero su sollozo me detiene.

Se que te perdí —pronuncia entre gimoteos que me asombran. Nunca lo había (oído) llorar—, pero aún yo te quiero con todo mi corazón, Merody Bracamonte. Y nunca me voy a perdonar haberte hecho daño.

Es Ignacio el que cuelga, dejándome más perpleja de lo que nunca pensé estar.

¿Qué demonios fue lo qué le dio a ese chico? ¿Estaba borracho o qué?

Me froto la frente dejando caer el celular sobre mi cama.

Decido que su drama no va a arruinar mi aura de paz y salgo finalmente de mi alcoba dispuesta a pasar un buen día. 

En la cocina se encuentran todos desayunando.

Una enorme sonrisa se estampa en mi cara cuando los clones me rodean gritando mi nombre y abrazándome, mientras me comentan que luego del desayuno podrán abrir los regalos. Ángel desde su sillita muestra el mismo entusiasmo infantil. Sin embargo, cuando logro sentarme en mi lugar, mi padre me envía una mirada que indica que a mí me espera algo distinto que a ellos.

—Al fin puedo verte, hija mía —aprieto mis labios para evitar reír ante su exageración—. Gracias a Dios estás completa.

—Te dije que iba a estar bien, papá. —Le recuerdo. Él mastica mientras yo le agradezco a Ángela por la segunda taza de chocolate que me brinda. Me sirvo una gran pieza de pan y le unto suficiente mermelada de durazno.

Estoy hambrienta, Leandro me rogó que desayunara con él en su casa, pero decidí hacerlo con mi familia. Como que se los debía. 

—De todas formas, tú y yo vamos a hablar. —Me señala con su tenedor, a pesar de que en innumerables ocasiones nos ha dicho a mí y a mis hermanos que eso es de mala educación. Asiento resignada, mi desayuno está demasiado bueno como para emitir alguna protesta.

Después de todo, su regaño no fue tan malo. Es decir, si me recriminó el hecho de que no le hubiese dicho nada acerca de mi nueva relación ni cómo era mi chico, pero sólo me hizo prometerle que lo traería a casa para el darle «el visto bueno».

Por otro lado, David y Darián estaban más que contentos con sus regalos: un par nuevos de tacos para jugar béisbol para el primero, y la última consola de videojuego para el segundo. De mi parte y la de Ángela eran las prendas de ropa y calzado.

No pude evitar reír cuando Ángel descubrió entre manotazos de bebé el regalo por parte de papá, el cual consistía en un juego de Lego de unas mil doscientas piezas en total.

—Cariño —Ángela lo llamó. Papá volteó a verla sonriente—. ¿En qué estabas pensando cuando compraste esto para el niño?

—En que uno de mis hijos tiene que ser arquitecto como yo, y ese será Ángel. El último que me queda. —contestó orgulloso.

Reí aun más escandalosamente cuando, con horror, mi madrasta veía el montón de piezas regadas por toda la casa.

Me senté en el suelo junto a mi hermanito y lo ayudé a armar las primeras piezas, mientras pensaba en que si tuviera que escoger una escena para atesorarla en mi memoria, sería esta.

No olvides que te amo©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora