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Cuanto más se esfuerce él en seduciros, más debéis creer en su sinceridad.

Del capítulo titulado «Si eso no es amor, ¿qué es?»

A primera hora de la tarde hacía calor en el salón barroco. O quizá, admitió Robert para sí, estaba nervioso. No mucho, pero lo suficiente para que le molestara la corbata, aunque se la había ajustado dos veces. Tocar para un grupo, aun para el reducido número de invitados de ________, no era algo que aceptara muy a menudo. En ocasiones tocaba para la familia y lo había hecho, a petición de su abuela, en la íntima y discreta boda de su madre con su conde italiano. Lázaro había escogido a Vivaldi, por supuesto, y eso complació a Robert, pues el maestro italiano era uno de sus favoritos. Y después, cuando su madre, con aquel traje nupcial que la hacía parecer tan joven y encantadora, se le acercó con lágrimas en los ojos y le abrazó emocionada, incluso a él se le empañó la vista. Porque la quería y era conmovedor verla feliz de nuevo tras la devastadora muerte de su padre.
—Imaginad al conquistador más famoso de Londres, un verdadero imán para el escándalo, famoso por su afición a las damas encantadoras y a los juegos de azar, interpretando un dúo con una señorita joven y virginal durante una fiesta campestre, solo para complacer a su cuñada.
El cáustico comentario hizo que Robert mirara de reojo a su hermano, que se había acercado para colocarse a su lado.
—Nadie lo creería, así que estoy bastante convencido de que mi fama seguirá intacta.
Damien tenía una expresión inocente, pero eso no era nada nuevo.
—A mí mismo me cuesta creerlo. Dime, ¿hay algo en ese par de ojos color de aguamarina que motive que te hayas vuelto tan pródigo con tu talento? __________ me dijo que estaba encantada de que Rebecca hubiera podido convencerte para que tocaras. Oí perfectamente que le hacías creer a Harry que su esposa te lo había pedido. De hecho, mentiste como un bellaco, y eso no es propio de ti. Ni tampoco tocar en público. Te lo pregunto, ya que la deliciosa señorita Marston es un denominador común en ambas situaciones.
Eso se acercaba demasiado a un territorio incómodo, y Robert lanzó una mirada torva a su hermano.
—¿No te basta con utilizar el ingenio para combatir a Bonaparte? Estoy convencido de que mi vida privada no puede compararse con intrigas de esa categoría.
—Por desgracia, Bonaparte está muy lejos. Tú, en cambio, estás aquí. —Damien hizo un ruidito con los dientes, parecido a una carcajada.

El problema era que en ese par de ojos aguamarina había algo que impulsaba a Robert a hacer cosas irracionales, tales como corretear por los jardines a la luz de la luna. Diantre.
Olvidó esas cuitas mientras los invitados ocupaban sus asientos, dispuestos en una esquina del gran salón, alrededor del estrado donde estaba el pianoforte. Tenía que interpretar esa pieza endemoniada porque le había dado su palabra a Rebecca, pero se alegraba de que le hubiera aconsejado que la ensayara antes. Era una composición desconocida y por eso mismo intrigante.

La partitura que uno de los lacayos le había entregado por la mañana estaba escrita a mano. Sin duda era una transcripción en la que no se había anotado el nombre del compositor cuando se copió. Se lo comentaría a ella en cuanto terminara la breve audición. Las notas tenían una cualidad, perturbadora diría, que le había sorprendido, pues eran suaves y sin embargo potentes, líricas y conmovedoras. Robert estaba convencido de que no la había oído nunca y eso que tenía un repertorio amplio, así que era extraño. El estilo era único, preciso, brillante.
—Ella tiene un encanto extraordinario esta noche, ¿no te parece? —Fue una simple pregunta, una observación.
—Sí. —Robert deseó que su voz sonara natural, pero tuvo la sensación de que no lo lograba.
Rebecca entró en la estancia con sus padres, por supuesto. Al verla, él se quedó paralizado y se hizo a un lado un momento, incapaz de moverse. Iba peinada con un ligero recogido, de modo que unos cuantos tirabuzones estratégicos bailaban sobre la silueta de su cuello ingrávido. La tela del vestido era como un tul plateado y el escote, a la moda, quedaba justo a la altura de su opulento busto. Caminaba discreta entre su padre y su madre, y esta última le dijo algo a lo que respondió con un leve gesto de asentimiento. Luego fue hacia el estrado, se sentó al piano y recorrió la sala con la mirada hasta que le localizó, allí de pie junto a Damien.
Era un poco difícil pasar desapercibido con un violonchelo a cuestas, aun estando inmóvil en el umbral. Robert inclinó la cabeza, no para indicarle que la había visto entrar, sino a modo de homenaje a su espectacular belleza de esa noche. Aunque eso no hacía falta que Rebecca lo supiera, ¿verdad?
Ella le respondió con una sonrisa indecisa que le impulsó a maldecir en voz alta, algo que los invitados que abarrotaban el salón de su cuñada no considerarían de buena educación probablemente. Y pensando en su propio bien, Robert concluyó que estaba empezando a sentir una admiración excesiva por esa sonrisa, como un pretendiente arrobado que fuera a escribir un libro entero lleno de odas y demás ripios a la curva exquisita de esos labios.
Había llegado el momento de acabar con eso.
Cruzó el salón y entre el público se hizo el silencio. En algunos casos, supuso Robert, fue porque se disponían a escuchar con educación, pero la mayoría se habían quedado atónitos al ver que iba a tocar. Miró a su alrededor para asegurarse de que las damas ya estaban sentadas y ocupó la silla que le habían asignado.
Diablos, estaba lo bastante cerca de ella como para aspirar la estela de su perfume.
Colocó de inmediato en el atril la partitura que le había enviado, probó el arco del violonchelo, y miró a Rebecca para indicarle que estaba preparado. Ella levantó sus delicadas manos e inspiró.
Y empezó a tocar.
Al cabo de dos compases él se dio cuenta de la magnitud de su anterior insulto. Rebecca tocaba con la sutileza de un ángel, y la belleza de las notas hizo que la reducida audiencia desapareciera por completo en un segundo plano. Robert esperó con el arco levantado el momento de entrar, y cuando brotó de las cuerdas de su instrumento el primer acorde, suave y melodioso, tuvo que admitir que se sintió transportado a un lugar donde nadie más escuchaba, nadie más respiraba el mismo aire, nadie más existía, salvo la mujer que estaba a su lado y la música que ambos compartían.
No se había dado cuenta de que la pieza estaba llegando a su fin hasta que una última nota vibrante enmudeció. Robert dejó de observar la partitura que tenía delante y volvió la cabeza para ver a Rebecca, inclinada todavía sobre el teclado, muy quieta, con la expresión de alguien que estuviera soñando. Entonces el público estalló en rotundos aplausos y elogios, y todo terminó.
Ahora podía huir, y ello debería llenarle de alegría.
No fue así. Prefería seguir sentado y volver a tocar.
Pero solo habían acordado una pieza, de modo que se levantó, se inclinó cortés ante la mano de Rebecca, y como la verdad es que no se le ocurría nada que decir, abandonó el estrado y fue a ocupar su lugar entre el público.
Por desgracia la butaca libre estaba al lado de la menor de las señoritas Campbell, que aplaudió y sonrió radiante cuando Robert se sentó.
—Excelente, lord Robert. No tenía ni idea de que tocara usted tan bien —cloqueó, —de hecho no tenía ni idea de que supiera tocar.
«Que Dios me proteja de féminas con la risa floja.» Robert sonrió y se dispuso a escuchar cuando Rebecca inició otra pieza.
Tampoco reconoció esa sonata. Ni la siguiente. Hacia el final, ella interpretó algo de Mozart y Scarlatti, pero la mayor parte de la actuación constó de obras que no había oído nunca. Toda su actuación fue brillante.
Al acabar, ella se levantó y se ruborizó ante la entusiasta respuesta, y llegó el momento de que todo el mundo pasara al comedor. Robert se vio obligado a acompañar a la señorita Campbell, que se quedó de pie mirándole expectante.
Entonces, para empeorar aún más las cosas, vio que le habían sentado en aquella mesa inmensa junto a la madre de Rebecca. Debería parecerle gracioso que lady Marston disimulara tan mal el desagrado que él le producía, pero por alguna razón le molestó muchísimo. Ella elogió a regañadientes su actuación, y el asombro que había en su voz reflejó con toda seguridad lo que Robert tendría que oír en cuanto volviera a Londres.
Cuando él comentó el extraordinario talento de Rebecca, ella hizo un gesto desdeñoso.
—No es más que un pasatiempo, por supuesto. Todas las jóvenes bien educadas deben tener cierta destreza musical.
—¿Cierta destreza? —se le escapó sin pensar, como una protesta velada. Tal vez fue la copa de vino que acababa de apurar de un solo trago. —Madame, su hija tiene tanto talento como belleza. El compositor lloraría de felicidad si oyera una ejecución tan elocuente de su obra.
Habría sido mejor que no mostrara tanta vehemencia, pero la indiferencia de aquella mujer le molestaba. Entonces la madre de Rebecca le dedicó una mirada fría y suspicaz, como si de pronto le viera no solo como un joven de reputación dudosa, sino como un auténtico peligro potencial. Robert tuvo que plantearse qué le habría contado exactamente su marido.
—Gracias, milord. Transmitiré a mi hija sus alabanzas a sus dotes con el piano —murmuró ella.
En otras palabras, él no debía decírselo a Rebecca en persona. «¿Qué diantre esperabas?», se dijo. Aun en el caso de que sir Benedict tuviera una relación cordial con él, la mitad de los buenos partidos de Londres habían pedido la mano de Rebecca y habían sido rechazados. Era obvio que sus padres eran selectivos, y debían serlo. La señorita Marston poseía todo lo que un hombre deseaba en una esposa. Belleza, porte, talento. Y además estaba esa sonrisa seductora, inconsciente...
Si un hombre deseaba una esposa.
Pero eso no tenía importancia. No era su caso. No en ese momento, no a su edad, no cuando era dueño de su vida. Él no lo deseaba. ¿O sí?
Robert había desplegado un atractivo demasiado pecaminoso, demasiado cercano ante aquel grupo de personas tan reducido, demasiado él.
Rebecca seguía oyendo el sonido cadencioso de su música, interpretada por primera vez por otra persona, veía los dedos largos de Robert acariciando con sensibilidad las cuerdas del violonchelo, la expresión de intensa concentración de su rostro, el recorrido de su arco.
Otra persona interpretando su música. No una cualquiera: Robert. Por muy difícil que fuera su condición de enamorada, al menos conservaría siempre la dicha secreta de haberle oído interpretar sus notas, de saber que había compartido con ella algo tan personal, tan íntimo. En cierto modo, Rebecca se sentía como si fueran amantes.
Porque estaba claro que él amaba la música. Lo llevaba escrito en la cara, en sus cautivadores ojos azules, en su postura y en el estilo bellísimo con el que había tocado.
¿Y si lo hubiera captado desde la primera vez que le vio? Tal vez esa comunión insólita y enternecedora era lo que la había atraído del notorio Robert Northfield desde el principio.
Antes de la audición había estado prendada. De su atractivo físico, de su sonrisa perturbadora, de ese aire de seguridad y sensualidad varonil.
Pero ahora, a través de la música... su segunda pasión... estaba en verdad perdida.
Rebecca tenía el libro en la mano, sin abrir todavía. Vestida con el camisón y la bata y sentada a los pies la cama, se dispuso a leer bajo la luz tenue del candil. Acarició con cautela la delicada cubierta de piel de Los consejos de lady Rothburg, la abrió y eligió un pasaje al azar de la mitad del libro. Quizá esta era la única posibilidad que tenía de vivir un verdadero romance.
...no es tan delicado, sino más bien sumamente sensible. Tomad las bolsas de sus testículos en la mano con delicadeza, y acariciad con suavidad la piel que hay detrás con un roce del dedo. Os prometo una reacción de lo más satisfactoria a esa caricia...
Rebecca reprimió un jadeo y cerró el libro de golpe. La había sobresaltado alguien que llamaba a la puerta de su dormitorio. Levantó la vista hacia el recargado reloj sobre la repisa de la chimenea, y escondió a toda prisa el ejemplar bajo la almohada, preguntándose quién deambularía por los pasillos a esas horas. Su doncella ya se había retirado, así que se ató el cinturón de la bata y fue a abrir.
A Dios gracias se trataba de ________, ataviada aún con su elegante traje de noche.
—Confiaba en que todavía estuvieras despierta.
—Sí, estaba leyendo. —Rebecca rió con cierta timidez y se tranquilizó. A ella jamás se le habría ocurrido tocar los genitales de un hombre... y estatuas griegas aparte, ni siquiera había visto nunca un hombre desnudo... y Dios del cielo, ¿el resto del libro era igual?
—Ya veo. —_______ hizo una mueca irónica. —Eso explica el aire de culpabilidad, supongo. ¿Puedo entrar un momento? Te prometo que no me quedaré mucho rato.
—Claro que puedes. —Rebecca, siempre encantada de la compañía de su amiga, se apartó para invitarla a entrar. De niñas eran inseparables y a menudo iban a pasar temporadas a casa de la otra, sobre todo en verano. A veces la institutriz les daba clase a las dos juntas, lo cual fue una gran ventaja para Rebecca, pues la señorita de ________ venía de una familia de melómanos, y le había enseñado no solo a tocar, sino también algo de teoría musical y aspectos más técnicos. Rebecca había suplicado un profesor de música para ella sola, en cuanto la señorita Langford ya no pudo enseñarle nada más. Sus padres se mostraron encantados de proporcionarle uno, y satisficieron su amor por algo que ellos consideraban que toda damisela bien educada debía conocer. No se alarmaron hasta que Rebecca empezó a dedicar más y más horas cada día, no solo a interpretar música, sino a componer.
Las jovencitas debían ser capaces de interpretar una melodía bonita, pero solo los hombres componían música. Esa era la opinión de sus padres. La consideraban una tarea intelectual, poco apropiada para las capas más altas de la sociedad. Los compositores eran como los pintores y escultores. Puede que su oficio fuera de índole artístico, pero exclusivo de la clase trabajadora.
_________ entró y se sentó en la cama. Parecía esa cría traviesa que Rebecca recordaba de la infancia, con esa expresión en la cara que significaba que se había salido con la suya en algo que tal vez sus padres no aprobarían.
—Bueno, ¿cómo estás? Ha sido un éxito. A todo el mundo le encantó tu actuación de esta noche. Estuvieron hablando de ello durante toda la cena, y más de uno me ha dicho que te pidiera que vuelvas a tocar para nosotros.
—¿Ahora viene cuando dices «ya te lo dije»? Supongo que estás en tu derecho. De no haber sido por ti, Bella y tú seguiríais siendo mi público cautivo. —Rebecca se inclinó y le dio a su amiga un abrazo fugaz y rotundo. —Gracias.
—No me lo agradezcas a mí. ¿Cuántas anfitrionas pueden decir que la brillante Rebecca Marston actuó durante su reunión campestre con un éxito estupendo? —Brianna sonrió. —Es un auténtico golpe maestro. Soy yo quien está en deuda contigo. Por otro lado, ¿cómo diantre conseguiste que Robert aceptara acompañarte? Es un acontecimiento digno de aparecer en los libros de historia. Imagino que en cuanto la noticia llegue a Londres, os agobiarán con peticiones a los dos.
A los dos. Como si fueran una pareja. No era más que una ilusión, pero a Rebecca le gustó cómo sonaba.
Se sentó junto a _________ y se echó a reír.
—Utilicé un método de eficacia probada. La culpabilidad. Él hizo el comentario, que yo comparto en secreto, de que no debería permitirse que las jovencitas profanen la música en público. Cuando le expliqué que la intérprete era yo, se quedó horrorizado al ver que había metido la pata. Y yo, sin el menor escrúpulo, le obligué a que aceptara tocar en dúo como castigo.
—Bueno, a mí me pareció espectacular. —_______  le acarició una mano. —Perfecto. Harry dice que Robert prefiere mantener en secreto sus dotes musicales, así que te agradezco ese pequeño chantaje.
—Robert es muy buen músico.
—Sin duda. No es algo que una espere de un hombre con su... bien, digamos que su reputación se debe más a dotes relacionadas con otro tipo de disciplinas —dijo ________ con franqueza. — Robert tiene más talento de lo que parece a primera vista, como ha demostrado esta noche. Es amigo de sus hermanos y se nota que quiere mucho a su abuela. Bromea con ella a todas horas y ella le mima a su manera, con ese aire digno.
Lo último que Rebecca necesitaba era que alguien exaltara las virtudes de Robert. Volvió al tema de su música.
—Me encantaría volver a actuar, pero es probable que tenga que prometerles a mis padres que me ceñiré a Mozart y a Bach. No sé si él se dio cuenta de cuántas piezas había compuesto yo, pero mi padre sabía que algunas eran mías. Noté cierta mirada de desaprobación durante la cena.
Era fastidioso que, a punto de cumplir veintiún años, aún tuviera que responder ante él de casi todas las decisiones que tomaba en la vida, pero así eran las cosas para todas las jovencitas de su clase social. Del padre al marido, siempre a merced de un varón dominante. Ni siquiera Brianna, con el prestigio de ser la esposa de un acaudalado par del reino, tenía verdadera independencia. Aunque ella confiaba en lo que su marido le había dicho recientemente, sin ningún motivo aparente, sobre que dejaría de controlar sus gastos y que podía utilizar su asignación como quisiera.
—Yo no quiero ser causa de ningún conflicto, así que toca lo te apetezca. —________ se levantó y bostezó. —Ay, querida, estoy muy cansada estos días. Debe de ser el aire del campo. Esta tarde, después de charlar contigo y con Bella hice una siesta. Me sorprendió mucho porque solo pretendía tumbarme a descansar un poco. No sé por qué, pero nunca he sido capaz de dormir durante el día. Creo que será mejor que te dé las buenas noches.
—Imagino que tu marido estará encantado con tu compañía.
—Rebecca sonrió.
—Eso espero. —________ le devolvió la sonrisa con un destello risueño en los ojos. —La verdad es que me esfuerzo para que siga siendo así.
—Si el duque se enterara de que compraste ese libro...
—No lo sabrá. ¿Por qué iba a enterarse? Y además, ¿no es maravilloso?
Rebecca, que solo había tenido la oportunidad de leer ese párrafo escandaloso, contestó con una evasiva: —Yo solo digo que no lo aprobaría.
—Harry a veces es un poco impetuoso, pero me niego a preocuparme por las consecuencias de haberlo comprado —le dijo ________. —Nos veremos mañana.
En cuanto salió, Rebecca cerró la puerta con llave y recuperó el libro. Se apoyó en las almohadas, abrió con cautela el pequeño ejemplar, y fue directa al capítulo que le había sugerido ________.

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