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No subestiméis a los hombres cuando se trate de intrigas sociales. Declaran que a las mujeres les interesa de un modo excesivo la vida de los demás, pero también a ellos les interesa, y pueden ser muy observadores y muy capaces de entrometerse. Confiad en mí en ese tema.

Del capítulo titulado «Rumores, chismes e insinuaciones, y cómo pueden favoreceros»

Robert no había seguido el consejo de Damien
de bailar con Rebecca. Tocarla, aunque fuera de un modo aceptado en sociedad, era una idea peligrosa.
De manera que en lugar de eso, había perdido del todo la sensatez y había bailado con su madre.
—Adoro esta melodía nueva, ¿usted no, milord? —Lady Marston le sonreía con amabilidad, como si no fuera consciente de que ver al notorio Robert Northfield bailando con una mujer casada de mediana edad había provocado las habladurías de más de uno. No es que Robert no se lo hubiera pedido a alguna viuda venerable en alguna ocasión, si la cortesía lo exigía, pero la mayoría eran parientes más o menos lejanas, o la anfitriona de la fiesta. Lady Marston no era nada de eso.
Le había costado un esfuerzo considerable, pues tuvo que sortear a una hilera de matronas que solían apostarse juntas formando una masa compacta, para poder hablar y cotillear, mientras seguían con un ojo puesto en sus hijas, sobrinas o pupilas. Cuando Robert se acercó, más de una interrumpió su charla, y cuando se inclinó ante la mano de lady Marston y le pidió un baile, todas se quedaron literalmente boquiabiertas.
La perplejidad del momento era evidente. Y sin embargo allí estaba él.
—Es agradable, supongo, pero no tan admirable como la música que escuchamos en Rolthven —admitió mientras la hacía girar con elegancia.
—Sí —fue una respuesta imparcial. —Ha mencionado usted varías veces que disfrutó con la interpretación de Rebecca.
—Ella tiene tanto talento como belleza, lo cual es una auténtica alabanza.
Lady Marston le miró con la boca torcida.
—Conozco el interés que mi hija siente por usted, y estoy segura de que usted, que tiene tanta experiencia y tanto mundo, también es consciente de ello.
Robert intentaba no analizar los motivos por los que estaba bailando con lady Marston, pero suponía que tanteaba el resultado de su visita del otro día. Aún no estaba seguro de si la diabólica intromisión de Damien había sido útil o la peor ocurrencia del mundo, pero no había hecho más que pensar en ello. Su actual estado de inquietud le impedía dormir y no conseguía concentrarse ni en las tareas más mundanas.
¿Y si podía cortejarla?
—Yo me siento tan halagado como perdido —reconoció de mala gana, —y estoy seguro de que usted, milady, tiene el suficiente mundo para comprender por qué.

—Con mi hija, no dispone usted de sus posibilidades habituales —añadió ella con sequedad, —y eso es tanto una observación como una advertencia, milord.
—¿Es que tengo posibilidades? —Preguntó él sin rodeos. —Eso me he estado preguntando.
—Dependerá de lo decidido que esté, imagino. Cuando vino el otro día y me di cuenta de que no se trataba de la visita casual que su hermano pretendía, admito que me sorprendió.
Y el escaso nivel de entusiasmo fue notable, aunque él era demasiado educado para mencionarlo.
En aquel momento se paró la música. Robert no tenía otra alternativa más que soltarle la mano y hacer una reverencia. Ella, por su parte, le obsequió con una delicada inclinación de cabeza y le miró a los ojos.
—Yo creo que lo que pase a partir de ahora depende de usted. Sopese su grado de interés y si es lo bastante sincero yo, en aras de la felicidad de mi hija, le ayudaré con Benedict.
Se dio la vuelta y se alejó, dejándole con lo que probablemente era una expresión de perplejidad enorme. Robert, consciente de que estaba rodeado de miradas ávidas, recuperó la compostura y salió de la pista.
«Sopese su grado de interés.»
Se fue a una de las salas de juego y se sentó a una de las mesas, pero era obvio que estaba distraído, y cuando ganó la última mano, el caballero que estaba a su lado le dio un pequeño codazo para que recogiera sus ganancias. Maldita sea, pensó mientras se levantaba de la mesa y se despedía, más valía que afrontara su incapacidad para concentrarse en otra cosa. Le costaba creerlo, pero había llegado a imaginar cómo sería recorrer el pasillo de su casa, oyendo al fondo el sonido de un piano que alguien tocaba con arte.
El resultado de toda esa melancólica introspección parecía ineludible.
Puede que no quisiera cortejar a nadie, tal vez no deseaba casarse, pero no podía quitarse a Rebecca Marston de la cabeza, sencillamente. La deseaba, deseaba saborear de nuevo sus labios, deseaba sentirla en sus brazos, cálida y acogedora; pero no era eso lo único que deseaba.
Balbuceó una excusa y se marchó sin más a un lugar que no le recordara a esa mujer que le tenía tan ofuscado.
Quince minutos después Robert se apeó de su carruaje, constató la deslumbrante iluminación de la casa que tenía delante, y sonrió a otro de los visitantes.
—Palmer. ¿Cómo está?
Lord Palmer, claramente algo bebido, se acercaba por la acera con paso vacilante.
—La mar de bien, Northfield. Gracias. ¿Una fiesta impresionante, eh? Tengo entendido que Betty ha enviado a algunas de sus mejores chicas.
Robert intentó un gesto poco comprometedor. Por desgracia, ahora que ya estaba allí, lo cierto es que no estaba interesado en un grupo de mujeres de vida alegre.
—Suena divertido.
Necesitaba desesperadamente alguna diversión.
—Bien, no hay nada como las apuestas y las mujeres para entretener a un hombre, ¿verdad? — Palmer le dio un codazo torpe en las costillas mientras subían los escalones. —Sé que usted estará de acuerdo.
Quizá solía estar de acuerdo. La única razón por la que había elegido abandonar el baile y asistir a esta fiesta en particular, era porque este era el único sitio donde creía imposible encontrarse con Rebecca. Si se iba a casa y se pasaba el resto de la noche a solas con sus pensamientos, se volvería loco. Una velada de alocada disipación parecía ser justo lo que necesitaba. Ya había asistido muchas veces a fiestas de solteros como esta, y siempre implicaban champán a raudales, mujeres complacientes y mimosas contratadas a tal efecto, y pasatiempos subidos de tono.
—Sí—murmuró y cruzó antes que lord Palmer el umbral de la puerta, que un lacayo con librea mantenía abierta.
Pasó la hora siguiente sumido en un tedio atroz, fingiendo que lo pasaba bien, cuando no era cierto en absoluto.
Era un problema del demonio. No quería ir a casa y sentarse a darle vueltas al asunto. No podía acudir a los lugares donde solía divertirse, y aún menos ver a Rebecca. Tampoco quería estar allí, eso era evidente.
La voz de alguien borracho gritó que habían llegado las chicas, y un murmullo de expectación invadió la sala.
Robert decidió que en su actual estado de inquietud, lo mejor sería que se marchara ahora. La verdad es que no estaba de humor para contemplar a mujeres medio desnudas, colgadas de un grupo de idiotas bebidos. ¿Cómo pudo haber creído en el pasado que divertirse era eso? Le pidió el capote a un lacayo, y reprimió las ganas de dar golpecitos con los pies mientras esperaba.
Tal como estaba previsto, las puertas se abrieron y una masa de jóvenes risueñas entró en la casa. Betty Benson llevaba el burdel más refinado de Londres, y sus empleadas siempre iban limpias, estaban sanas y solían ser preciosas, o agraciadas al menos. Este grupo no era una excepción. Había rubias, morenas y al menos dos pelirrojas impresionantes. Cruzaron el umbral y de inmediato les ofrecieron champán. El bullicio de la fiesta subió de nivel, mientras los hombres empezaban a elegir pareja para la velada. Mientras esperaba el abrigo, Robert observó el proceso con una mirada de recelo. Todos los varones presentes eran solteros, salvo alguna excepción; las chicas recibirían buen trato y buena paga, y en cualquier caso, ¿desde cuándo había adoptado él la moral de un obispo, diablos?
De repente, mientras cogía la prenda que le entregó un criado, se quedó paralizado, sin creer lo que veían sus ojos. El atuendo de la última chica que cruzó la entrada no era provocativo en absoluto. Llevaba una capa azul oscuro que cubría con recato su vestido y la cabellera morena recogida con distinción, de tal modo que Robert sintió el deseo de quitarle los alfileres del pelo para sentir esa cascada cálida entre sus dedos.
¿Qué demonios estaba haciendo Rebecca allí?
¿Y por qué había llegado con una bandada de prostitutas?
Se quedó inmóvil, aterrado. ¿A qué demonios estaba jugando?
En cuanto pudo volver a mover los músculos, cogió el abrigo, atravesó a toda prisa el vestíbulo y la sujetó del brazo con más fuerza de la pretendida.
—Ya me lo explicará más tarde. De momento voy a sacarla de aquí. Le juro que si se resiste, me la cargo al hombro y me la llevo como si fuera un saco de patatas.
Rebecca reprimió un gemido. La mano de Robert le sujetó el brazo tan fuerte que casi le hizo daño y más que conducirla por los escalones de la puerta principal, la arrastró de nuevo al frío de la noche.

Lecciones de Lady RuthDonde viven las historias. Descúbrelo ahora