Cuando las cosas vayan mal en asuntos de amor, tal como sucede con demasiada frecuencia, limitaos a confiar en vuestros instintos. Sabréis qué hacer.
Del capítulo titulado "El sol no brilla siempre"
¿Te importaría decirme qué estás haciendo aquí?—Al reconocer la calle a través de las ventanas del carruaje, y esa elegante mansión a pocas manzanas de su residencia familiar, Robert se volvió hacia su hermano con expresión firme.
—Puede que le diera a entender a lady Marston que esta tarde vendría de visita —dijo Damien, empeñado en seguir con aquella maniobra evidente. —Además, debo hablar con sir Benedict. He recibido órdenes nuevas. Entraremos solo un momento, así que no pongas esa cara de susto.
—Esta táctica es muy poco original —señaló Robert con sorna. —Debería haberlo previsto cuando me preguntaste si quería acompañarte a Tattersalls. A veces olvido que tú nunca haces nada a las claras. Yo esperaré aquí junto al carruaje.
—¿Con este tiempo? —Damien atisbo por la ventana. —Estarás muy incómodo, en mi opinión.
Fuera hacía frío, humedad, era tan agradable como un calabozo antiguo, y caía una cortina de lluvia persistente. Robert se cruzó de brazos irritado y miró a Damien.
—Sobreviviré. No tardes, o le diré al cochero que nos marchemos sin ti.
—¿Cómo crees que se lo tomará Rebecca, si se entera de que prefieres tiritar por la humedad antes que verla a ella?
—Lo último que quiero hacer es animarla. Olvídalo.
Su hermano le obsequió con una de sus famosas miradas asesinas.
—¿Te das cuenta de que sus emociones también deben tenerse en cuenta, y no solo tu necesidad egoísta de ser indulgente contigo mismo y de perseguir tus intereses hedonistas sin censura? Una joven hermosa e inteligente de una buena familia siente una inclinación romántica hacia ti. Si dejas pasar esta oportunidad, voy a tener que dejar de pensar que eres inteligente.
La afirmación contenía tantas ofensas que Robert no sabía cuál de sus cáusticos contenidos rebatir primero. Abrió la boca para defenderse y luego la cerró de golpe.
—Yo envié unas flores hace un rato. Firmé la tarjeta solo con el apellido Northfield. Su madre pensará que vienen de mi parte. Rebecca confiará que vienen de la tuya.
—¿Es que estás loco de atar? —Le preguntó Robert con vehemencia. —No te metas en esto.
—Robert, desde que volvimos de Rolthven has estado tan tristón que apenas te conozco. Tienes un humor de perros. —Damien apoyó la espalda con expresión hermética. —No lo niegues. Todo el mundo se ha dado cuenta. _______ me persiguió el otro día para preguntármelo. Mira, hermano, tú no deseas un cambio así en tu vida, bien, pero a mí me parece que tu vida ya ha cambiado. ¿Dónde está el encantador y mujeriego Robert Northfield que se pasa la vida coqueteando, con total indiferencia, y se acuesta con una mujer distinta cada noche?
—Yo. No. Coqueteo —Robert espetó todas esas palabras con un énfasis singular.—Ya no, es verdad. Doy por supuesto que últimamente no te has dedicado a ninguna de esas bellezas tan complacientes a las que solías perseguir.
—Si me acuesto con alguien o no, no es asunto tuyo —replicó Robert.
El problema era que Damien, maldito sea, había hecho una deducción astuta. No había buscado contacto alguno con ninguna mujer desde esa endemoniada celebración campestre.
No le había apetecido, y eso era una anomalía en su vida licenciosa.
—Eres mi hermano y tu felicidad me importa, me des permiso o no. —Damien se ajustó un guante y volvió la mirada hacia la casa. —Piénsalo de este modo: nos presentamos los dos juntos de visita a media tarde. La madre de Rebecca me considera un pretendiente apropiado, de modo que nuestra visita es bienvenida. Eso permite que tanto ella como sir Benedict acepten tu presencia en su salón. Considéralo un primer paso proverbial, si quieres.
—Tú ya conoces la historia —contestó Robert entre dientes. —Por Dios, hombre, si entro por esa puerta, es probable que me eche a patadas, y no quiero exponerme a una escena de ese tipo, y mucho menos a Rebecca.
—Dudo que suceda nada parecido —prosiguió Damien con la misma parsimonia. —También te sugiero que bailes al menos un vals con la señorita Marston, mañana por la noche en la fiesta de los Phillip. Limítate a tomártelo con calma y no permitas el menor cotilleo. Me parece que los Marston serán más complacientes de lo que crees, si piensan que tus intenciones son honorables. Al fin y al cabo, podían haberla obligado a casarse antes y no lo hicieron. En mi opinión eso significa que tienen en cuenta su opinión en este tema.
Robert seguía sopesando la afirmación inicial de Damien.
—¿Qué te hace pensar que sir Benedict no me echará a la calle escandalizado? —Miró con suspicacia a su hermano, preguntándose qué demonios debía haber estado tramando la semana anterior.
—Confía en mí.
—No es que no confíe...
—Robbie, el duque de Wellington se fía de mi palabra cuando están en juego las vidas de miles de soldados. ¿No crees que merezco cierta confianza de mi propio hermano?
Por lo visto no había otra respuesta posible a esa pregunta, salvo un ligero asentimiento, de modo que Robert se limitó a quedarse sentado e inclinó apenas la cabeza.
—Si —Damien levantó un dedo —tú demuestras ser un modelo de conducta decorosa a la hora de cortejar a su hija, y ella te acepta, creo que sus objeciones desaparecerán.
—Un modelo de conducta decorosa —repitió Robert, entre la ironía y la indignación. Tenía ganas de reír o de pegarle a algo. —Ah, eso suena fascinante. Aparte de que no sé muy bien cómo, tampoco estoy seguro de querer intentarlo siquiera.
—Pero tampoco estás seguro de no querer, lo cual ya es mucho. —Damien adoptó un aire de cierta petulancia y señaló la puerta. —¿Vamos?
Robert soltó un improperio, salió del carruaje y al cabo de unos minutos estaba sentado en la sala de visitas de los Marston, escuchando a medias la charla de la anfitriona. Intentaba dar las respuestas apropiadas, pero solo estaba pendiente de Rebecca.
El, que era capaz de olvidarse alegremente de cualquier mujer, ni siquiera podía apartar la mirada. ¿Qué diablos le estaba pasando?
Rebecca estaba deliciosa con ese vestido de seda rosa pálido, que realzaba su cabellera oscura y brillante y sus cautivadores ojos cobalto. Estaba sentada con porte gentil, pero obviamente tímido, en el borde mismo de la butaca, y cuando tras un intercambio breve, Damien se excusó para ir a hablar con su padre, abrió los ojos de par en par con discreción.
Robert constató con sarcasmo que aunque tuviera fama de ser un calavera libertino, capaz de arrastrar a una mujer a una situación comprometida, mantener una conversación educada con una matrona respetable y su inocente hija quedaba completamente al margen de sus capacidades. El único aspecto positivo era que ellas parecían tan fuera de lugar como él.
Consiguió responder a unas cuantas cuestiones con algunas banalidades, antes de plantear una él. Se dirigió a Rebecca.
—Tenía intención de preguntarle dónde aprendió esas piezas que interpretó tan bien cuando estábamos en Rolthven. Algunas las reconocí, por supuesto, pero no todas, y creo que mis favoritas eran las que no había oído nunca.
Por la razón que fuera, Rebecca enrojeció. Confundida. Y así, él pensó que por fin había introducido un tema que a ella le interesaba.
—Dígame, lord Robert —preguntó lady Marston con tono gélido, antes de que su hija pudiera contestar, —hablando de esa noche, ¿dónde aprendió a tocar el chelo de forma tan divina? No tenía ni idea de que tuviera usted tanto talento.
Las palabras eran corteses. El desdén manifiesto, no.
—Tanto mis hermanos como yo tuvimos profesores de música —dijo con deliberada vaguedad y sin apartar la vista de aquella joven tan nerviosa sentada al otro extremo de la sala.
—El chelo es uno de mis instrumentos preferidos. —Rebecca se alisó la falda con meticulosidad.
—Y el mío. También toco un poco el violín y la flauta, pero el chelo sigue siendo mi favorito — murmuró él con indiferencia.
—Su cuñada, la duquesa, es una joven encantadora, ¿no cree? Pasamos unos días deliciosos.
Otro cambio de tema evidente. Muy bien.
—No hay duda de que _______ es tan gentil como bella. Mi hermano es un hombre afortunado —sonrió a Rebecca. —Tengo entendido que son ustedes amigas desde niñas.
—De pequeñas eran inseparables —le informó lady Marston, interfiriendo en la respuesta de su hija. —Eran algo traviesas las dos, pero todo eso pasó. Como la mayoría de las jovencitas bien educadas, han dejado atrás toda tendencia a la incorrección. Mire lo bien que se ha casado ______. Su hermano es la personificación del decoro. Un auténtico caballero, no solo de nombre, sino de hecho. También lord Damien tiene una reputación impecable.
En otras circunstancias le habría divertido quedar al margen de forma tan obvia de la lista de varones respetables de su familia. Pero no se divertía en lo más mínimo.
La implicación era muy clara. Cualquier relación con él era de lo más inapropiado para una joven de buena familia. El que fuera cierto no mejoraba las cosas. Robert no tenía ni la menor idea de cómo defenderse, y lo peor de todo era que lady Marston parecía saberlo.
Al final lo dejó correr.
—Mis hermanos son dos buenas personas, aunque puede que yo no sea objetivo —confiaba parecer inocente.
—Ellos también tienen muy buena opinión de usted —comentó Rebecca después de silenciar a su madre con la mirada.
—Eso espero. —Robert le agradeció con una sonrisa que interviniera en su defensa.
—Sí, bueno, los miembros de una familia no suelen ver los fallos de sus parientes, ¿verdad? — Lady Marston le miró mordaz, y aquel comentario tan directo provocó que Rebecca hiciera un ruidito, como una especie de leve gemido de consternación.
No es que Robert se hubiera hecho muchas ilusiones respecto a aquella visita, pero no esperaba tanta brusquedad.
—Sí, pero también es verdad que suelen conocerse entre sí mejor que nadie. A menudo la opinión que tiene la gente sobre el carácter de alguien y la realidad son cosas bastante distintas — señaló Robert con tranquilidad.
—Eso es cierto —corroboró Rebecca de inmediato. Tal vez demasiado.
—Quizá en algunos casos. — Lady Marston no parecía demasiado afectada por el comentario de Robert. —Pero los rumores siempre tienen algo de cierto.
Robert dominó el impulso de mirar hacia la puerta. ¿Dónde diantre estaba Damien?
Rebecca estaba tan cerca que solo podía pensar en la suave curvatura de su boca y en qué había sentido cuando la tuvo junto a los labios, en sus manos sujetándole con delicadeza, en la fragancia de su cabello, y maldita sea, ella le miraba de una forma que indicaba que también lo recordaba.
Y era bastante evidente que eso, a su madre, no le había pasado por alto.
La falta de mundo de Rebecca era desconcertante y atrayente al mismo tiempo. Algunas de las damas con las que él solía relacionarse seguían coqueteando ante las narices de sus maridos. Demonios, él mismo había flirteado con ellas ante las narices de esos maridos. Otras eran viudas experimentadas, o mantenidas, como la notoria lady Rothburg, que había escrito un manual de instrucciones sobre ardides para recuperar al marido o alguna tontería similar. Robert no frecuentaba burdeles, ni mantenía una amante fija, pero nunca le faltaba compañía femenina cuando la deseaba.
La seducción era un arte. Él lo había estudiado, había perfeccionado la técnica, y todo eso no le favorecía en absoluto cuando estaba sentado allí, en la atmósfera rígida del salón de una dama joven e ingenua, que se merecía todas las cortesías, todas las palabras floridas y los gestos románticos de un cortejo formal.
Damien tenía razón, lo más probable era que él fuera capaz de seducir a Rebecca. Recordó su oferta de un encuentro clandestino en Rolthven, pero había dejado pasar esa oportunidad y, seguramente, nunca volvería a verla a solas. Aparte de que estaba en contra de la idea. Acceder a visitarla en la salita de sus padres era una cosa, pero comprometer a la hija de sir Benedict Marston significaba un paseo hasta la catedral, todos esos adornos y... no sabía por qué demonios le pasaban estas cosas por la cabeza.
Vio con gran alivio que su hermano regresaba por fin. Ambos se excusaron y se fueron, y en cuanto estuvieron otra vez instalados en el carruaje, dijo con sequedad:
—Odio criticar tu destreza legendaria, pero ha sido un completo desastre.
—¿Y eso? —A Damien, arrellanado en el asiento de enfrente, no pareció impresionarle tal afirmación. —¿Estás perdiendo clase? ¿Ya no está interesada la bella Rebecca? Habría jurado que después de aquel beso tan tierno...
—¿Nos estuviste observando? —interrumpió Robert sin saber por qué le irritaba tanto.
—A propósito no, tonto antipático. Yo estaba fuera, en la oscuridad, y vosotros en una habitación iluminada. Incluso a través de las cortinas era obvio lo que estaba pasando. Por no hablar de la cara de Rebecca cuando se reunió conmigo después, y la acompañé a la casa. Ese destello soñador es inconfundible.
—Estás haciendo lo posible para que me sienta culpable por ello. —Robert cambió de postura, mostrando su incomodidad. —No lo conseguirás.
—Ya lo he conseguido. Por Dios, Robert, ¿por qué eres tan obtuso? Todas las demás se limitan a caer en tus brazos solo con mover el meñique, pero esta vez has de esforzarte para conseguir lo que quieres. No veo por qué es tan terrible. La bella damisela ya está rendida. Lo único que has de hacer es convencer a sus padres de que tus intenciones son honorables.
—¿Ah, solo eso? —Preguntó Robert con ironía. —Los sutiles y velados comentarios de lady Marston sobre mi falta de carácter constituyen un cierto problema. Lo ha dejado tan claro como si hubiera dicho en voz alta que me considera un sinvergüenza, indigno de cortejar a su hija.
—¿Y? Te costará cierto esfuerzo. ¿Acaso la dulce Rebecca no lo vale?
—Para ti es muy fácil dar consejos porque no estás en mi lugar. —Robert vaciló, dividido entre el resentimiento y algo distinto. Algo que en realidad no quería analizar a fondo. Al fin dijo: — Mira, Damien, lo que ella cree desear y lo que yo soy puede que no sea lo mismo. Tienes cierta razón. El crápula Robert Northfield gusta a las mujeres. Pero mi verdadero yo no les interesa. Yo amo la música. Disfruto con las veladas tranquilas en casa. Adoro a mi abuela, y visito a los amigos de mi padre por la simple razón de que les aprecio. Es muy posible que Rebecca vea solo la cara que presento en sociedad. No sé si me enorgullezco de ese Robert Northfield, pero a las mujeres les gusta.
—¿Así que te preocupa que ella esté enamorada del libertino y no del hombre auténtico?
No estaba seguro de sus sentimientos ante tal circunstancia. Nunca antes había tenido que analizar sus emociones, ni sopesar la posibilidad de un compromiso.
—No lo sé.
—Oh, por favor, confía en ella. Es capaz de distinguir el hombre que toca el chelo como un poeta que recrea sus versos, del calavera que solo de vez en cuando muestra una chispa de sensibilidad.
Esa afirmación hacía que todo pareciera muy sencillo, cuando no lo era en absoluto. Robert arqueó una ceja con aire cínico. —¿Una chispa?
—He dicho que de vez en cuando «muestra una chispa» —matizó Damien, inmune ante esa reacción tan brusca. —La verdad es que de nosotros tres tú eres el más sensible. Harry halla consuelo en su trabajo, yo lo obtengo en la guerra y las intrigas, y tú lo buscabas en los brazos de mujeres bellas. No pretendo ser un filósofo, pero tú, al menos, fomentabas el placer y el contacto humano. Venga, hermano, por favor, explícame por qué es imposible que caigas rendido de amor por una joven con tu misma sensibilidad, y goces solo en sus brazos. Es obvio que no te satisface ir de cama en cama.
—¿Qué te hace pensar que no estoy satisfecho? —Robert se dio cuenta de que había alzado la voz, y rectificó: —No tengo interés en cambiar de vida.
—¿Y qué hay de los hijos? Yo siempre he pensado que serías un padre magnífico. Tienes ese tipo de personalidad que a los niños les encanta. También disfrutas con el ejercicio físico, el preciso para retozar con tus hijos sobre la hierba o dar vueltas con tu hijita a cuestas. Con tu naturaleza sentimental...
—Por Dios santo, Damien, ¿quieres callar? —barboteó Robert, imaginándose de pronto una niñita risueña con tirabuzones negros y ojos del color de un mar tropical, en los brazos.
Nunca le había pasado nada parecido por la cabeza y, al pensar en ello, tuvo un ataque de pánico y emoción que le dejó paralizado.
—Me callaré si me contestas con sinceridad una pregunta.
Lo que fuera para que se callara de una vez. Cualquier cosa. Robert asintió con precipitación y desgana.
Damien se apoyó en la banqueta, con la mirada firme.
—¿Serías capaz de hacerle daño? Porque, créeme, si después de ese beso desapareces, lo harás.
Robert sintió el peso de la frustración en el pecho y espetó: —Yo no tengo intención de hacer daño a nadie.
—Pues entonces, no lo hagas —replicó su hermano en voz baja.
El silencio era agobiante. Rebecca examinó la urna griega de la mesilla que tenía delante con decidida concentración, mientras notaba cómo se le humedecían las palmas de las manos. La mirada de su madre solo podía calificarse de férrea y suspicaz.
Al fin lady Marston rompió esa calma tensa y dijo en tono cortante:
—¿Puedo preguntar qué ha significado todo esto? Rebecca dirigió la vista al severo rostro de su madre.
—¿A qué te refieres?
—A mí misma me cuesta creerlo, pero me parece que Robert Northfield acaba de venir a visitarte. Por lo que sé te envió unos tulipanes maravillosos, que deben haberle costado una fortuna porque, ¿dónde diantre se encuentran tulipanes en esta época del año?
De hecho, Rebecca tenía la sospecha de que en realidad era Damien quien había hecho que le enviaran las flores. Ese era exactamente el tipo de gesto que imaginaba característico del hermano Northfield enigmático. Su deducción no estaba basada en las preciosas flores en sí, sino en la críptica tarjeta firmada con el apellido familiar. Parecía el tipo de cosa que haría Damien. Robert habría puesto su nombre.
—Lo dudo mucho —consiguió decir, con sinceridad.
—Vino a verte a ti.
—Vino con lord Damien. Pasaron un momento de camino a otro sitio, ¿recuerdas?
—Rebecca, que soy tu madre.
Un hecho que ella no necesitaba en absoluto que le recordara.
—No creí que eso se hubiera puesto en duda —contestó sin pensar, ya que recurrir al sarcasmo no solía ser buena idea.
Erguida y con las manos juntas en el regazo, su madre fijó la vista en el otro extremo de la sala. —Yo estaba aquí sentada y vi cómo te miraba. Es más, vi cómo le mirabas tú a él.
Bien, quizá poder decir la verdad, por fin, fuera lo mejor. —Ya llevo algún tiempo mirándole de ese modo —musitó. Su madre no solía quedarse sin palabras muy a menudo. Rebecca prosiguió con franqueza:
—No debes preocuparte, él no se fijó en mí hasta hace poco. Era como si yo fuera invisible, la verdad. Por muchos comentarios que hayas oído sobre Robert, seguro que convendrás conmigo que siempre evita a jovencitas como yo, que llevan la temible etiqueta de casaderas. No le interesa el compromiso.
Pero su aparición esa tarde tal vez significaba que lo estaba reconsiderando. Rebecca tenía las manos húmedas y sin duda había enrojecido. Robert Northfield había ido, se había sentado en su saloncito y había sido incapaz de comportarse con su desenvoltura y naturalidad habituales. ¿Seguro que eso era un progreso?
—¿Cuándo tuvisteis ocasión de tener una conversación tan personal? —Su madre se llevó las manos al cuello con un gesto teatral. —Sabía que nunca debía haber permitido que salieras a dar un paseo con él, por breve que fuera.
Rebecca no pensaba explicárselo.
—Dime —preguntó, —¿por qué Damien es perfectamente aceptable como marido y Robert no? Ambos son los hermanos menores de un duque, ambos disponen de considerables herencias, ambos son apuestos y bien educados, ambos...
—No son granujas mujeriegos —interrumpió su madre con la voz quebrada. —¿No me dirás en serio que deseas que permitamos que Robert Northfield te haga la corte?
—No hace falta que pronuncies su nombre como si fuera una especie de maldición —murmuró Rebecca, reprimiendo el impulso histérico de echarse a reír ante la expresión de incredulidad de su madre. —Ya que me lo preguntas, y aunque de hecho dudo que suceda, me gustaría no solo que lo permitierais, sino que lo favorecierais.
—¿Favorecerlo? Él es...
Rebecca arqueó las cejas y esperó con educación que su madre diera con las palabras adecuadas.
—Es... bueno... promiscuo es la única forma de describirle.
—Lo ha sido, o eso dicen —admitió Rebecca con una punzada de celos. —Pero no es menos cierto que muchos supuestos caballeros de la alta sociedad lo son. Madre, yo no soy tan ingenua. Casándome con cualquier caballero de mi clase social asumo el riesgo de que tenga una amante o una aventura —recordó la determinación de _______ en este asunto, y en el libro de lady Rohtburg. —Yo opino que toda mujer vive con esa preocupación cuando escoge un marido, por respetable que parezca. Pero por alguna razón, creo que cuando Robert se comprometa con una mujer y decida casarse, hará todo lo contrario. Algo en él que me dice que sería fiel.
—No le conoces lo suficiente como para juzgarle. —Había cierto temblor en la voz de su madre.
—¿No? Llevo un año enamorada de él. Si crees que no le he observado, aunque fuera desde lejos, que no le he sonsacado el más mínimo detalle a _______, que no he leído las columnas de cotilleos, y que en general no he escuchado toda conversación en la que se mencionara su nombre, te equivocas, madre.
—¡Rebecca!
—Es la verdad —repuso ella sin más.
Fue un alivio inmenso decir todo eso en voz alta. Ocultárselo a sus padres había sido una tortura, y rechazar propuestas matrimoniales había requerido dar ciertas explicaciones que no eran del todo veraces. Era mejor que todo estuviera claro.
Se hizo de nuevo un silencio, no tan denso, sino más contemplativo.
Su madre la examinó como si fuera la primera vez que la veía, y el gesto de indignación fue desapareciendo de su cara, al compás solemne del tictac del reloj de la repisa.
—Me parece que hablas en serio —dijo al fin.
Rebecca reprimió una carcajada, al detectar una sombra de horror en la expresión de su madre, que acababa de deducir las implicaciones de su propia frase.
—Sí.
—Cuando estuvimos en Rolthven, me pregunté un par de veces si querías saber la verdad, y cuando tocasteis juntos aquella noche...
—¿Sí? —interrumpió, intrigada por lo que su madre había dado a entender.
—Una no puede sentirse atraída por un hombre solo porque toque el violonchelo de maravilla —replicó con afectación. —Sabías que tú serías especialmente sensible a ese tipo de talento.
—Yo desconocía eso de Robert —le recordó Rebecca. —Y te acabo de decir que estoy enamorada de él desde hace un año.
—En efecto. —Su madre se masajeó la sien. —Y aún estoy asimilando las implicaciones de esta... esta...
—¿Catástrofe? —apuntó Rebecca con ironía.
—Yo no iba a decirlo de ese modo, pero bien, sí. Supongo que es acertado. ¿De verdad crees amar a ese joven apuesto e imprudente?
—¿Cuántas veces he de decirlo?
—Tu padre tiene algo contra él.
—Lo sé. —Rebecca observó por un momento sus manos unidas. —Pero he sido informada de que no me aclararán los detalles. Robert, por otro lado, dice que es inocente de cualquier acusación que haya contra él. Pero tampoco me contó el origen del desacuerdo.
—Por lo visto nosotras no debemos saberlo. Los hombres tienen la molesta costumbre de excluirnos de sus disputas personales.
Rebecca no esperaba en absoluto la menor solidaridad, de modo que ese comentario suscitó un parpadeo de sorpresa.
—Él no es el marqués de Highton —apuntó su madre con aire pensativo.
—No, no lo es. Pero si Robert me hubiera propuesto matrimonio como el marqués, me habría casado con él.
—¿Lo harías? Supongo que eso es prometedor. Y aunque no sea un marqués, es el hermano pequeño de un duque. No sería un mal enlace, a juzgar por lo que he visto esta tarde.
En ese momento fue Rebecca quien se quedó muda de perplejidad.
Su madre se irguió en la butaca.
—¿Qué te creías? ¿Que no tendría en cuenta tus sentimientos? Yo te quiero. Eres mi única hija. Quiero que te cases bien, pero el matrimonio por amor es algo especial. La verdad es que creo que si no hubiera visto a lord Robert hoy aquí, todo esto me disgustaría más. Pero lo cierto es que no se comportó como el pícaro seductor que yo esperaba. Parecía más bien un hombre en una situación poco habitual.
Esa descripción era acertada.
—Y lo cierto es que es incapaz de apartar la vista de ti. —Su madre se ajustó la falda con gesto lánguido y aire reflexivo. —Sabes, si le llevas al altar será el acontecimiento social de la década, en cierto modo.
Dar una campanada social era lo último que Rebecca tenía en mente, pero si eso inclinaba a su madre a aceptar la situación, por supuesto que no iba a discutir.
—No tengo ni idea de si tal cosa es posible. Damien parece pensar que sí, pero yo no lo sé. Robert no quiere casarse.
—¿Cómo lo sabes?
—Me lo contó, ya te lo he dicho.
—¿Robert Northfield habló contigo de sus sentimientos acerca del matrimonio?
Justo antes de besarla. Rebecca decidió no mencionar ese lapso de decoro. Bajó los ojos al suelo y observó las rosas sobre fondo beis de la alfombra.
—No quiere cambiar de vida.
—A los hombres suele pasarles. —Su madre alzó las cejas con un delicado énfasis propio de una dama. —Pero nosotras acostumbramos a saber mejor lo que quieren antes de que ellos se den cuenta. A menudo necesitan que les conduzcan por el camino correcto.
Aquello sonaba tan parecido al título de ese útil capítulo de lady Rothburg, que Rebecca giró la cara para disimular su expresión. Su madre sufriría un ataque de horror monumental si descubriera que compartía los sentimientos de una notoria cortesana.
No obstante, el consejo era el mismo. Qué interesante. —El verdadero obstáculo es tu padre.
Rebecca, que ya conocía ese dato, hundió los hombros. —Lo sé.
Una sonrisa peculiar apareció en el rostro de su madre. No expresaba malicia, más bien la insinuaba.
—Hagamos un pacto, querida. Si tú eres capaz de meter en vereda al pícaro lord Robert, yo me ocuparé de tu padre. No olvides que las mujeres suelen abordar los asuntos del corazón de una forma más sutil, pero que suele funcionar a la perfección.
Una segunda cita, casi palabra por la palabra, de Los consejos de lady Rothburg dejó a Rebecca sin palabras. El libro, que se había publicado hacía diez años, estaba prohibido. Pero antes de que el Parlamento lo considerara demasiado osado para el público, había alcanzado una cifra récord de ventas. ¿Seguro que su madre no había comprado nunca un ejemplar?
Imposible.
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Lecciones de Lady Ruth
RandomNinguna dama de verdad debería tomar clases de una cortesana... ______, la nueva esposa de Harry Styles, quinto duque de Rolthven, es la encarnación de la novia perfecta. ¿Qué diría entonces la sociedad si la vieran con una copia de Los consejos de...