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La intriga es tan esencial en las relaciones entre hombres y mujeres como necesario es el aire que respiramos. Esa danza sutil que bailamos unos con otros es lo que hace que todo sea tan interesante.

Del capítulo titulado «Son todos iguales, y aun así distintos»

La imagen del espejo no le desagradaba. Rebecca Marston colocó el último rizo castaño en su lugar y estudió su aspecto con mirada crítica. Sí, el vestido rosa pálido era una buena elección; combinaba bien con su piel nívea y destacaba los destellos oscuros de su cabello. Había una ventaja en no ser una rubia al uso y era que ese tono, más oscuro, sobresalía entre el resto de las debutantes y llamaba la atención de los varones solteros. Aunque habría preferido no ser tan alta, no lo era tanto como para disuadir a demasiados pretendientes.
No, el verdadero problema era su edad, su alta alcurnia, el hecho de ser tan buen partido y de tener un padre temible.
De hecho, la lista de problemas era considerable, pero la mayoría solo atañía a un hombre.
Se levantó del tocador, cogió el abanico con un suspiro y salió de la habitación. En el piso de abajo se encontró a sus padres esperándola en el vestíbulo. Su madre estaba espléndida. Iba envuelta en seda verde esmeralda, lucía una fortuna en diamantes y una rutilante diadema coronaba el elaborado recogido de su cabellera oscura. Su padre, con un elegante traje de noche, una corbata blanca con una aguja de rubí y el cabello canoso peinado hacia atrás, tenía un aire muy distinguido. Manoseaba los guantes de un modo que indicaba impaciencia, y cuando la vio bajar la escalera se la quedó mirando con gesto de aprobación.
—Por fin. Estaba a punto de enviar a buscarte, querida, pero la espera ha valido la pena. Estás deslumbrante.
Rebecca sonrió, pero fue un tanto forzado. No le apetecía nada lo que le esperaba en las próximas horas. Otro baile, otra velada bailando con caballeros deseosos de complacerla, mientras aquel en quien anhelaba apreciar una chispa de interés se reía, cautivaba y deslumbraba a otras mujeres, sin mirarla de reojo siquiera.
Qué idea tan deprimente...
—Perdonad el retraso —murmuró, y se puso de espaldas para que un criado le colocara la capa sobre los hombros. —No podía decidir qué vestido ponerme.
Qué frívolo había sonado. Aunque ella no se considerara superficial en absoluto; de hecho, era todo lo contrario. La auténtica pasión de su vida era la música, y aunque sus padres le aconsejaban que no lo mencionara cuando estuviese acompañada, no solo era una gran pianista, sino que también tocaba el arpa, la flauta y el clarinete mucho mejor que la mayoría. Aunque lo que le interesaba de verdad era componer. Tenía veinte años y ya había escrito dos sinfonías e innumerables piezas breves. Era como si tuviera una melodía sonando sin interrupción en el cerebro, y pasarla a papel le parecía de lo más natural.
Eso, por supuesto, era tan poco habitual como el color de su cabello.
El coche les estaba esperando, y su padre le dio la mano primero a su madre, luego a ella, y las escoltó hasta la calle. Rebecca se acomodó en el asiento y se preparó para el sermón habitual.
Su madre no perdió el tiempo.
—Querida, lord Watts estará en casa de los Hampton esta noche. Por favor, concédele un baile.
El aburrido lord Watts, con su risa afectada y su bigote ralo. A Rebecca no le importaba ni la fortuna ni las tierras que un día heredaría; aunque fuera el último hombre de la tierra, jamás disfrutaría en su compañía.
—Es un mentecato pomposo —dijo con franqueza. —Un ignorante a quien no le interesa el arte y...
—Guapo, rico e hijo de un amigo mío —interrumpió su padre con firmeza, y con un destello de severidad en la mirada. —Baila con él. Está muy enamorado de ti y ha pedido tu mano dos veces.
Era razonable preguntar por qué debía alentar a un hombre con quien no tenía intención de casarse jamás, pero decidió no discutir. En lugar de eso murmuró:
—Muy bien. Puedo reservarle un baile.
—Tal vez podrías reconsiderar su propuesta. Yo estoy a favor del enlace.
Para Rebecca dicha posibilidad no existía, no podía existir, ni existiría jamás. No dijo una palabra.
Su madre la miró con aire de reproche mientras avanzaban traqueteando por la calle adoquinada.
—En algún momento tendrás que escoger.
A su edad ya había muchas damiselas prometidas o casadas, como por ejemplo sus dos mejores amigas, Arabella y ________, y por lo tanto debía tomar una decisión. Rebecca comprendía muy bien la postura de sus padres en ese asunto. De hecho, ya había elegido, pero era una elección absurda, inviable, imposible y de lo más escandalosa.
Nadie conocía su enamoramiento secreto.
La mansión estaba espléndidamente iluminada, y la larga hilera de carruajes que ocupaba el sendero circular era una señal de la importancia del evento. Ellos se apearon por fin y fueron conducidos de inmediato al interior, mezclados con los demás invitados que llegaban. Enseguida Rebecca, incapaz de reprimirse, examinó la multitud que llenaba el salón de baile iluminado. ¿Aparecería él esta noche? Por lo general solía asistir a los acontecimientos sociales prestigiosos ya que su hermano era un duque y... Allí estaba.
Tan alto, tan varonil, con sus facciones bien cinceladas y ese pelo castaño claro que siempre conseguía que pareciera muy bien peinado, pero con una naturalidad favorecedora al mismo tiempo. Saludó a un amigo y una sonrisa espontánea le iluminó la cara. Lord Robert Northfield era un granuja encantador, desenvuelto, sofisticado, y con el menor interés por una dama joven y casadera. Lo cual, pensó Rebecca con un suspiro, la dejaba fuera de juego. Una parte de sí misma deseaba no ser amiga de ________ y así no habría tenido nunca la posibilidad de conocer al hermano menor del duque de Rolthven, pero otra parte, más traicionera, estaba encantada de serlo.
Rebecca había descubierto que una podía enamorarse en un segundo. Una mirada, ese momento fascinante en el que él se inclinó para besarle la mano y la acarició con una de sus legendarias miradas provocativas... y estuvo perdida.
Su padre, a su lado en ese momento, se quedaría horrorizado si pudiera leerle los pensamientos. Robert tenía, debía afrontarlo, una reputación infame. Una reputación infame de disfrutar de las cartas y las mujeres, y no en ese orden. Por muy respetable que fuera Harry, con toda su influencia política y su colosal fortuna, su hermano pequeño era justo lo contrario.
El padre de Rebecca tenía muy mala opinión de él; más de una vez había hablado con desdén del menor de los Rolthven, y ella nunca se había atrevido a preguntar por qué. Tal vez fuera solo por su mala fama, pero tenía la sensación de que había algo más.
En cuanto echó una ojeada al otro extremo de la sala abarrotada, confiando en que nadie se fijaría en la dirección de su mirada, Rebecca vio que la anfitriona se acercaba con sigilo y tocaba la manga de Robert, con un gesto juguetón e íntimo a la vez. Se rumoreaba que lady Hampton tenía una clara preferencia por los hombres apuestos y alocados, y sin duda el hermano del duque de Rolthven lo era. Ya había participado en dos duelos y ello no contribuía a su respetabilidad.
En lo referido a lord Robert, los únicos signos de respetabilidad eran su apellido y la prominente posición social de su hermano.
Sin embargo, Rebecca estaba completa y desesperadamente fascinada, y perdida también, pues sabía que si por algún milagro él llegaba a fijarse en ella y, superando su famosa aversión al matrimonio, intentaba un acercamiento, su padre jamás lo permitiría.
Lástima que no escribiera novelas románticas en lugar de componer música. De ese modo podría narrar la triste historia de una joven heroína desamparada, prendada de un amante apuesto y pecaminoso.
—Señorita Marston, qué delicia verla. Tenía la esperanza de que viniera.
La interrupción la obligó a dejar de observar a Robert Northfield, que se dirigía a la pista para bailar el vals con lady Hampton e inclinaba la cabeza para escuchar lo que fuera que esa mujer descarada tuviese que decirle con una leve sonrisa en la cara, motivada sin duda por una broma ingeniosa y coqueta.
¿Eran amantes? Rebecca deseó que no le importara, deseó no especular sobre algo que en esencia no era asunto suyo. Pues Robert no sabía siquiera que vivía y respiraba, y si lady Hampton quería mirarle con ese particular aire de posesivo anhelo, ella no podía hacer nada en absoluto...
—¿Señorita Marston?
Rebecca dejó de fijarse en la llamativa pareja que danzaba en la pista con una sensación de desazón deprimente. Lord Watts estaba ante ella, con su bigote insignificante y todo lo demás, y le sonreía radiante.
—Ah, buenas noches —murmuró ella sin entusiasmo, y se ganó una mueca de disgusto de su padre.
—¿Puedo atreverme a esperar que me conceda un baile? —El joven tenía un molesto aire de ansiedad, y en sus ojos azul pálido había un destello de súplica.
Si al menos los tuviera de un color azul intenso y enmarcados por unas pestañas largas, y el cabello no de un tono paja desvaído, sino de un castaño dorado y vibrante. Si en lugar de un mentón bastante endeble, tuviera unos rasgos masculinos muy definidos, y una boca seductora, capaz de convertirse en una sonrisa fascinante...
Aun así, aunque todo eso fuera cierto, seguiría sin ser Robert Northfield.
—Claro que sí—dijo su padre complaciente. —Precisamente Rebecca comentó hace un rato que le apetecía mucho, ¿verdad, querida?
Ella, que nunca había sido dada a mentir, se limitó a esbozar una sonrisa. O lo intentó. Quizá lo que consiguió fue más bien una mueca. Iba a ser una velada muy larga y sombría.
—Pareces distraído.
La intimidad implícita en el comentario de María Hampton molestó un poco a Robert, que centró de nuevo la atención en la mujer que tenía en sus brazos, mientras ambos daban vueltas por la pista, al son de una melodía de moda.
—La verdad es que estoy cansado.
—Ah, ya entiendo. —María Hampton sonrió con una chispa de interés en sus deliciosos ojos verdes. —¿La conozco?
—No es lo que crees. En fin, supongo que es por una mujer, pero no por lo que estás pensando. —La hizo girar y una sonrisa sardónica se dibujó en sus labios. —Hoy ha sido el cumpleaños de mi abuela.
María, con su vibrante cabellera pelirroja y sus curvas exquisitas, parecía desconcertada.
—¿Y?
—Y —aclaró él en voz baja —me levanté al amanecer y cabalgué un buen rato para llegar a tiempo a un almuerzo en su honor en la finca familiar.
—¿Tú?
—¿Te sorprende que haya hecho ese esfuerzo?
Al menos lady Hampton no le respondió con una negativa afectada y condescendiente. —Sí, querido, me sorprende.
Robert reconocía que no podía culparla por verlo de ese modo. Dada su reputación, en los mentideros de Londres sería una sorpresa averiguar que adoraba a su abuela. Pero a pesar de los efectos secundarios de haber bebido en exceso la noche anterior, había hecho el viaje encantado. Harry, por supuesto, ya había llegado a Rolthven acompañado de su encantadora esposa ________, que estaba especialmente maravillosa con un modelo matutino de espigas de muselina, adornado con diminutas escarapelas rosas, y la cabellera rubia recogida con un sencillo lazo a juego, de color pastel. El vestido le daba un aire de colegiala pura e inocente, lo cual contrastaba abiertamente con las insinuaciones de la prensa y los rumores sobre el escandaloso atuendo de la otra noche. Pero Robert captó dos cosas interesantes.
La primera era que Harry  parecía tratarla de un modo algo distinto. Robert no se atrevería a decir que su hermano estuvo solícito, pero sí más atento con su esposa.
Segundo, ella no se mostró tan tímida, como si estuviera adquiriendo una sensación de poder no solo a causa de su belleza, sino de su intelecto. Tal como el mismo Harry había señalado, él no había elegido a una muchachita insípida solo para que le diera un heredero.
Aunque fuera difícil concretar el motivo, esa aura de mayor confianza y desenvoltura de ________ era muy interesante.
Robert despertó de su ensimismamiento al chocar con una pareja de bailarines que era evidente que habían consumido más vino del debido. En aquel momento su principal preocupación no era el matrimonio de su hermano. Lo que deseaba de verdad era huir de las rapaces garras de María Hampton. Necesitaba cambiar de táctica, visto que con la mera cortesía no conseguía nada. No es que la dama no le pareciera atractiva. Tenía una melena de fuego, una piel perfecta y un cuerpo de curvas opulentas, y era deslumbrante en un sentido desmesurado y voluptuoso, pero por desgracia estaba casada con un buen amigo suyo.
Robert era muy consciente de su reputación, pero si algo no hacía era acostarse con las esposas de sus amigos. Aunque la pareja en cuestión tuviera un acuerdo mutuo en cuestiones de infidelidad, le resultaba incómodo. Las relaciones esporádicas estaban muy bien y eran sus preferidas, pero no cuando podían acabar perjudicando una amistad que apreciaba.
Y ya que no pensaba ceder por muchos pucheros que María Hampton hiciese, necesitaba una vía de escape diplomática.
Durante la velada ya había bailado dos valses con la anfitriona, y no tenía intención de llegar al tercero. Por suerte, cuando cesó la música estaban cerca de las cristaleras abiertas a la terraza. Robert se inclinó y murmuró:
—Disculpa, creo que me conviene un poco de aire fresco. Seguro que volveremos a vernos más tarde.
María le agarró de la manga.
—Iré contigo, aquí hace calor.
—Tienes invitados —le recordó él, apartándole los dedos con delicadeza. Ya había oído antes ese matiz ronco en la voz de una mujer. —Y aunque, según tengo entendido, Edmond te permite mucha libertad, no le avergoncemos.
Antes de que ella pudiera protestar, se dio la vuelta y se alejó, confiando en mantener una expresión anodina y que nadie hubiera notado ese momentáneo desacuerdo entre ambos. En su afán por huir y llegar a las puertas abiertas, tropezó con alguien. Era una joven que por lo visto intentaba abandonar el salón de baile con las mismas prisas.
Bien, si uno tenía que toparse con otra persona, en su opinión siempre era mejor que fuera una fémina mullida y con curvas estratégicas en todos los lugares correctos. Una ráfaga leve y titilante de perfume floral tampoco hacía daño, pensó mientras sujetaba los brazos de la joven para que ambos mantuvieran el equilibrio.
—Le ruego que me perdone —murmuró, bajando la vista hacia un par de inmensos ojos de un azul verdoso que le miraban alarmados. —Ha sido culpa mía, se lo aseguro.
—N... no —tartamudeó ella. —Creo que es mía. Iba corriendo y sin mirar.
En el exterior el aire olía a limpio, corrían unas nubes leves y etéreas, y una luna casi llena vertía rayos de luz sobre el enlosado. Comparado con el ambiente sofocante del salón de baile, resultaba tan acogedor como el paraíso.
—Creo que ambos teníamos prisa. Usted primero —indicó con un gesto.
—Gracias. —Ella pasó con la espalda muy recta.
El la siguió, admiró el grácil balanceo de sus caderas y el destello oscuro de su cabello refulgente, y se dio cuenta de que la conocía. Era pariente de su cuñada. No, puede que fuera... una prima lejana, no, una amiga. ¿Cómo se llamaba?
Como habría sido una grosería alejarse sin más, Robert se dispuso a caminar a su lado cuando ella se dirigió hacia el sendero que conducía a unos vastos jardines ornamentales. A lo lejos manaba una fuente y el agua, al salpicar, producía un sonido musical y relajante.
Sobre los muros susurraban los rosales de seda y la luz tamizada que llegaba desde lo alto dibujaba el perfil de la joven. Un perfil bastante bonito, constató absorto Robert, que seguía preguntándose sin éxito cuál era su nombre. Una nariz respingona, unas pestañas como lánguidos abanicos, una frente tersa y un cuello esbelto sobre unos hombros contorneados. Y un busto precioso. Un busto muy opulento, de hecho. Él, que apreciaba bastante esa forma femenina, no pudo evitar fijarse en esa pletórica redondez bajo el corpiño del vestido. Carraspeó:
—Aquí se está más fresco, ¿no le parece?
—Sí —corroboró ella de forma casi inaudible y sin dejar de desviar la mirada.
—La cercanía física de este tipo de eventos siempre me produce cierto agobio —comentó él con cortesía.
Ya que el año anterior ________ había formado parte del grupo de debutantes y esta joven dama era una de sus amigas, no era nada raro que apenas la conociera, pero Robert solía acordarse de las caras y los nombres.
La mujer seguía apartando el rostro, por lo que no podía verle las facciones con claridad. Se comportaba de un modo un tanto extraño. Caminaba deprisa y se cogía la falda con delicadeza para no tropezar con la tela, mientras se aproximaban al camino que bajaba a los jardines.
—Agobio es la palabra exacta —afirmó ella.
No se refería a la temperatura. El matiz de desagrado que había en su voz permitió que él captara la implicación al instante. De ahí sus prisas, de ahí la intención mutua de escapar de los festejos del interior. Robert no pudo evitarlo y se echó a reír.
—Hay distintos tipos de agobio, ¿no cree?
—Sí, los hay.
—Me atrevería a suponer que, en su caso, esa sensación agobiante se debe a la insistencia de un varón.
Ella asintió y por primera vez le echó un vistazo fugaz. Ese gesto revelador permitió a Robert darse cuenta de que ponía nerviosa a la joven. En el diálogo que mantenían no había el menor rastro de coqueteo, más bien lo contrario, y no había duda de que ella le conocía, pese a que él seguía sin acordarse de su nombre.
¿Tan mala imagen tenía que una damisela no podía ni dar diez pasos en su compañía sin preocuparse de que eso pudiera perjudicar su reputación? Esa idea le dio que pensar, sobre todo porque estaba convencido de que se trataba de una amiga de su cuñada. ¿Qué debía pensar _______ de él? En cuanto llegaron a lo alto de los pequeños peldaños, le ofreció el brazo de forma automática, pues le pareció que tenía intención de dirigirse al jardín. Ella vaciló un momento y luego apoyó apenas los dedos en la manga.
Unos dedos gráciles que temblaban, y en cuanto llegaron al pie de la escalera, ella dejó caer la mano con una brusquedad poco halagüeña.
Bueno, él no era un santo, pero nunca abusaba de jovencitas inocentes, así que estaba perfectamente a salvo en su compañía. Reprimió el impulso de manifestarlo, con una irritación inexplicable. Aquello era ir de un extremo al otro, pensó con sorna: primero la descarada persecución de María y ahora aquella muchachita temblorosa e ingenua que esquivaba a un pretendiente ardiente y topaba con él en su lugar.
Unos senderos en penumbra serpenteaban en distintas direcciones, sorteados por muros de setos y rododendros altísimos. La noche de principios de otoño insinuaba apenas el frío. A la vista de los sentimientos que parecía provocar su presencia en su acompañante, Robert dijo con sequedad:
—Tal vez prefiera pasear a solas.
Eso hizo que ella levantara por fin la cabeza y le mirara de frente, con los ojos muy abiertos. —N... no —balbuceó. —Ni mucho menos.
Él se relajó y reprimió una carcajada provocada por aquella reacción, mientras ambos se adentraban en un caminito que había a la derecha. No podía comprender en absoluto por qué demonios le preocupaba lo que una muchachita, por muy bella que fuese, pensara sobre su moral, o su carencia de la misma. A él nunca le preocupaban las habladurías. Solo le importaba la opinión de su familia y de unos pocos amigos íntimos. No es que se considerara por encima ni por debajo del escándalo, es que no lo consideraba en absoluto. La mitad de lo que se decía de él no era cierto, y la parte que lo era no le incumbía a nadie. Pero poco podía hacer si la élite londinense se entretenía con ello. Robert parecía predestinado a la notoriedad desde que, a la tierna edad de diecisiete años, había llamado la atención de una de las actrices más famosas de la escena, y ella había hecho en público un comentario sobre sus proezas sexuales. En aquellos días él aún era demasiado joven para que le molestara que su vida privada avivase el fuego de las habladurías, por no mencionar el disgusto de su madre cuando se enteró de su tórrida aventura, pero todo aquello se había calmado con el tiempo. Al menos Elise había hecho un comentario elogioso, y desde entonces tampoco había habido quejas. En efecto, su popularidad entre las bellezas reinantes de la alta sociedad resultaba muy conveniente para un hombre que disfrutaba mucho con las mujeres.
Conveniente excepto en lo referido a pequeños incidentes como los de esta noche. Le molestaba que María Hampton diera por sentado que traicionaría a un amigo a cambio de un revolcón efímero.
—Es que me pareció que tal vez no le gusta mi compañía —apuntó con discreción.
—Lo siento.
Robert se dio cuenta de que fruncía el ceño ante su tímida disculpa. Observó la cara vuelta hacia arriba de la dama y se fijó en que tenía unas nítidas manchas de color en ambas mejillas, visibles incluso bajo la estela de la luz de la luna. Robert se deshizo de la persistente imagen de lady Hampton y sonrió.
—¿Qué siente?
—De hecho no lo sé —respondió ella ruborizándose todavía más.
Fuera quién fuese, era muy atractiva, decidió. No preciosa como ________, con su centelleante cabello dorado y su rostro de rasgos perfectos, pero bastante llamativa.
Rebecca Marston. De repente recordó el nombre con claridad. Era una de las bellezas que había declinado casarse el año anterior, y el desafío de la presente temporada para aquellos dispuestos a cortejarla con la intención de casarse, que no era su caso. Su acaudalado padre era uno de los hombres más influyentes de la política británica, y se rumoreaba la posibilidad de que le nombraran primer ministro en el futuro.
Robert sabía muy bien que ese hombre le despreciaba. En realidad no tenía la menor importancia que fuera inocente del delito en cuestión, ya que sir Benedict había dejado meridianamente claro que imaginaba lo peor.
Tal vez la señorita Marston y él no deberían pasar un rato juntos y a solas en unos jardines en penumbra. Robert abrió la boca para excusarse, cuando se oyó una voz desde la terraza que confirmó su deducción.
—¿Señorita Marston?
Rebecca le cogió del brazo con inequívoca urgencia.
—Ayúdeme a esconderme.
Él arqueó las cejas.
—¿A esconderse?
—Por favor. —Ella miró en derredor con una clara expresión de pánico en su encantador rostro. —Si paso un solo minuto más con lord Watts esta noche, me temo que me desharé en pedacitos.
Robert, que conocía al hombre, recordó sus prisas por abandonar el salón de baile y la entendió. Él nunca se negaría a rescatar a una dama en el momento oportuno; echó un vistazo y divisó un camino que discurría entre los setos.
—Por ahí —le indicó.
Ella reaccionó con celeridad. Salió disparada delante de Robert, y aunque quizá habría sido más prudente dejar que eludiera sola al terriblemente aburrido vizconde, él la siguió divertido. El sendero, que llegaba hasta un pequeño estanque lleno de peces y nenúfares, no tenía salida y terminaba en una pequeña hornacina vegetal. Allí había una estatua de bronce de Pan, con flauta y todo, flanqueada por dos banquitos. Debía de ser agradable sentarse allí en un cálido día de verano.
En ese momento, era umbrío e íntimo.
La señorita Marston se detuvo, se dio la vuelta y miró más allá de Robert.
—¿Cree que me vio? —preguntó en un susurro.
Nos vio, corrigió una voz objetiva en la mente de Robert. Juntos, en un lugar oscuro y solitario.
¿Pero qué demonios estaba haciendo?
—¿Señorita Marston? —La voz sonaba cada vez más decidida y más cercana, por desgracia. — ¿Rebecca?
Maldición, en realidad estaba demasiado oscuro para que Watts les hubiera identificado con claridad, pero debía de haber percibido movimiento y debía saber qué camino habían tomado.
Robert se llevó un dedo a los labios, la cogió del brazo y la llevó de nuevo bajo las sombras. La soltó de modo que ella quedó de espaldas al seto, apoyó una mano en los firmes arbustos que había a ambos lados de los gráciles hombros de Rebecca, y se inclinó para susurrarle al oído:
—Usted sígame la corriente y yo me libraré de él. Haga lo que haga, no hable y mantenga la cara escondida.
Ella asintió, con los ojos como platos, brillantes.
Robert era un poco más alto y bastante más corpulento, y estaba seguro de que con aquella luz tan escasa nadie sería capaz de distinguir las facciones de Rebecca. Oyó con toda claridad unos pasos que se acercaban y supo que tan importante era para él deshacerse del importuno pretendiente, como para ella esquivar a su señoría. ¿Por qué demonios la había seguido? Si les pillaban juntos en esa hornacina recóndita, ese incalificable impulso tendría algunas consecuencias alarmantes.
Bajó la cabeza y le acarició apenas las mejillas con los labios. La boca no, aunque rozó su suave y tentadora comisura y sintió la dulzura que emanaba de su aliento. Fue un beso fingido, no real.
¿Había experimentado ella uno real?
No, aquel no era el momento apropiado para pensar en eso.

—Póngame una mano en el hombro —le indicó con prisas. Ella lo hizo; apoyó el peso liviano de sus dedos sobre su chaqueta.
Como era de suponer, el desventurado pretendiente de Rebecca irrumpió en la escena del jardín, y Robert notó que Watts tardaba un momento en localizar a los «amantes» inmersos en su abrazo falso.
Bien, pensó, aquí era donde su reputación podía favorecerle en algo. Nadie pensaría que tenía a una inocente jovencita apoyada contra unos arbustos para un coqueteo casual. Sus amantes eran siempre experimentadas damas de mundo, sin ningún interés por el compromiso. Rebecca Marston no correspondía en absoluto a esa descripción, así que era improbable que Watts dedujera que era ella la mujer que estaba en sus brazos.
Levantó la cabeza, y la giró justo lo suficiente para que Watts le reconociera.
—Le quedaría muy agradecido si se esfumara, milord —dijo en un tono claro y escueto.
—Oh... claro. Disculpe, Northfield. Busco a una persona...
—¿Sabe? Yo... esto, pues me voy. —El hombre parecía contrito y avergonzado. —Perdone. No esperaba encontrarle aquí. Buscaba a otra persona.
Robert volvió a darse la vuelta sin contestar, y se dedicó de nuevo y de manera ostensible a besar a la joven, cuyo cálido cuerpo quedó aprisionado y tan cerca de su torso que notaba la confortable elasticidad de sus senos a través del vestido. Olía una seductora fragancia de algo que, con una destreza hija de una gran experiencia, identificó como jazmín.
Su preferido.
Ella tenía una piel tersa y exquisita, pensó mientras le pasaba los labios sobre la barbilla y oía cómo aquel payaso de Watts volvía por donde había venido.
Para su disgusto, su cuerpo reaccionó a la cercanía y al aroma cautivador de Rebecca con una inminente erección.
La voz de la razón reapareció, gracias a Dios: «Claro que ella tiene una piel encantadora, un cuerpo fino y flexible, un cabello brillante que centellea bajo la luz de la luna. Al fin y al cabo, tiene ¿qué... diecinueve años? ¿Veinte como máximo? ¿Soltera? Ah, sí. Y si su padre la vio salir del salón de baile y decidió seguirla...».
Considerando lo que sir Benedict pensaba de él, era muy posible que se enfrentaran en un duelo con pistolas al amanecer.
De pronto Robert se irguió y dio un paso atrás.
—Mejor que espere aquí unos minutos. Yo pensaba abandonar la fiesta de todos modos y lo que haré seguramente será salir por la puerta de atrás.
Rebecca Marston asintió y levantó la vista hacia él, con los labios entreabiertos.
—Gracias... Ha sido ingenioso.
Su boca brillaba, invitadora. Y aunque llevaba un traje recatado, eso no impedía que realzase una figura creada por la naturaleza para llamar la atención de los hombres. Al contrario que algunos de sus conocidos, Robert no prefería a las mujeres menudas. Aunque era más alta que la mayoría, no lo era tanto como para mirarle a los ojos, y sus senos... en fin, él tenía ojo de experto y suponía que, desnudos, serían bastante espectaculares. No era de extrañar que Watts deambulara por los jardines buscándola. Rebecca era una damisela deliciosa.

Y tal vez él era tan insensato como Watts, quedándose con ella allí, en la oscuridad. Los dos solos nada menos, y fantaseando que acariciaba su tentadora persona con una erección creciente, prueba de la lasciva deriva de sus pensamientos.
Ella era inocente y sin duda inexperta.
Era el momento de emprender una huida rápida. Robert intentó una sonrisa radiante y despreocupada.
—Ha sido un gran placer. —Y pese al estruendo de las campanas de alarma que sonaban en su mente, no pudo evitar decir: —Si alguna vez necesita que la ayude a escapar de otros pretendientes indeseados, no dude en avisarme.
Luego giró sobre sus talones y, con gran sensatez, se alejó.

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