21

714 14 0
                                    

La sociedad ha establecido una serie de normas para regir el comportamiento de los caballeros y las damas. Pero en el dormitorio, solamente somos hombres y mujeres. Yo os recomiendo que, en lugar de las normas, sigáis vuestros instintos.

Del capítulo titulado «¿Es escandaloso? Y si lo es, ¿debe preocuparos?»

Lady R era un auténtico genio. Rebecca notó que los dedos de su prometido le enlazaban la cintura para apearla del vehículo, y sintió un nudo en el estómago ante la provocativa ansiedad que había en sus ojos. El la guió por los escalones que conducían a su residencia, sin decir palabra. Su prometido.
Robert Northfield, nada menos.
—Tengo poco personal de servicio. El mismo abrió la puerta. —Y en cualquier caso, son discretos.
Y tenían que serlo, pensó Rebecca con involuntaria ironía, para servir a un conquistador con una mala fama de tal calibre. Comprobó sorprendida que la idea ya no le afectaba, porque mientras viviera recordaría ese instante en el interior del carruaje, en que él se acercó y la tomó en sus brazos.
En aquel momento parecía indefenso.
—Estarán acostumbrados a que traiga mujeres aquí. —Cogió la mano que él le tendía. Robert meneó la cabeza y la miró de frente con sus ojos azules.
—Ninguna como usted. Nunca.
Rebecca suponía que eso era verdad. No vírgenes complacientes y desvergonzadas que le habían casi desnudado en el interior de su coche, después de proponerle matrimonio con todo descaro, por no hablar de la escandalosa promesa de toda una vida de plenitud sexual. Rebecca se habría sentido muy avergonzada por sus propios actos, si no fuera porque habían funcionado a la perfección. ¿Cuál habría sido su reacción si hubiera expuesto su propuesta en términos de amor romántico, diciéndole cómo deseaba tener a su hijo en brazos y que había soñado tan a menudo con verle sonreír sentada frente a él en la mesa del desayuno, con experimentar el ardor de la pasión en su lecho? No estaba segura.
«Para los hombres el amor significa vulnerabilidad. Cuando un hombre se siente atraído emocionalmente por una mujer, ella ejerce una enorme influencia en su vida. Debéis entender que eso asusta a la mayoría, lo admitan o no. Por supuesto, el grado varía de un hombre a otro. Ellos adoran la pasión, pero pasan de puntillas y con mucho cuidado alrededor del amor. Es un regalo maravilloso que un hombre os dé ambas cosas.»
Su dormitorio estaba en el segundo piso y ella tuvo la visión fugaz de un lecho inmenso con cabezales de seda oscura, un armario en un rincón, y un par de botas junto a una butaca de madera tallada, antes de que él la sujetara por los hombros y la mirara a los ojos.
—¿Está segura? No ha tenido tiempo de prepararse, ni de hablar con su madre o lo que sea que hagan las novias. Rebecca, faltaría a la verdad si dijera que no deseo llevarla a la cama, pero también es cierto que no deseo perjudicarla.

Uno de los criados había dejado una lámpara encendida esperándole, y la luz creaba un reflejo dorado en su cabello castaño. Ella alargó la mano y le acarició el mentón. Sus dedos, a la vez curiosos y delicados, notaron apenas la barba que se insinuaba bajo un nítido afeitado.
—Estoy preparada y no necesito hablar con mi madre.
El arqueó las cejas, pero deslizó las manos sobre los hombros de Rebecca, con una caricia leve, experta.
—¿Ah, sí? Me intriga saber de qué modo.
—Enséñeme —susurró Rebecca en un tono evasivo, mientras le apartaba la chaqueta de los hombros, para poder terminar de desabrocharle la camisa. —Quiero que me enseñe todas las perversas maravillas que pueden suceder entre un hombre y una mujer. Quiero verle, sentirle.
Cuando le sacó la camisa de los pantalones, Robert la ayudó y se la quitó. Tenía el torso prieto, la musculatura bien definida, y unos hombros anchos, impresionantes.
—No creo que tengamos tiempo de lecciones sobre todas esas travesuras hasta dentro de una hora, más o menos —murmuró él. Solo llevaba botas y pantalones, y había un visible bulto en la parte delantera de estos últimos. —Pero haré todo lo que pueda. Ahora, si no le importa, preferiría no ser el único que va desnudo. Dé una vuelta, querida, y déjeme ver si mis fantasías le hacen justicia.
No es que a Robert no le hubieran seducido nunca, pero lo cierto es que nunca le había seducido una ingenua inocente. Primero, Rebecca le había propuesto matrimonio... y él había aceptado..., y ahora de un modo un tanto tosco pero de lo más excitante, había conseguido quitarse casi toda la ropa con un entusiasmo que no se parecía en nada a la imagen que él tenía de las vírgenes asustadas.
Por lo visto tendría que modificar sus ideas, al menos en lo referido a su futura esposa.
Esposa.
Eso era algo que tendría que digerir más tarde. Ahora mismo la pulsación que sentía entre las piernas impedía cualquier pensamiento racional.
Le desató el vestido con la facilidad de la práctica, lo retiró de sus hombros tersos, dejó caer al suelo la tela de color limón y la muselina se derrumbó con un leve murmullo sobre la seda suave y cálida. Bajo la recatada camisola de encaje, sus senos rotundos destacaban de un modo que Robert sintió una descarga de sangre a través de las venas mientras retiraba los alfileres que confinaban el cabello de Rebecca con dedos impacientes y los dejaba a un lado sin fijarse.
Cayó una cascada de seda oscura que cubrió el grácil perfil de la columna vertebral de Rebecca. Robert se inclinó hacia delante e inhaló su delicada fragancia. Le cubrió los senos con las manos, permaneció inmóvil detrás de ella y la atrajo de espaldas hacia sí.
—Por lo que he visto hasta ahora —musitó con una voz sugestiva, teñida de anhelo erótico, mientras admiraba la curva superior de sus pechos, —es usted más de lo que imaginaba. Pero he de verlo todo.
—Yo no estaría aquí si no lo deseara todo. —Rebecca se recostó con placer contra su pecho y refugió las nalgas entre sus caderas, con provocativa dulzura. —Confío en usted.
Robert, que jugueteaba con aquella acogedora melena entre los dedos, se detuvo en seco, y se preguntó si alguien le había dicho eso alguna vez. «Confío en usted.» Debía ser cierto. Rebecca había puesto su futuro en sus manos. Se sintió humilde y en aquel momento crucial, la idea del matrimonio se convirtió en algo distinto. Alejado de la egoísta reticencia que tenía antes a que coartara su libertad y a que su vida cambiara de modo irrevocable.
—Puede confiar en mí —le aseguró a su futura esposa con una voz que expresaba una sinceridad inesperada. —Todo lo que desee entregarme está a salvo.
—Eso lo he sabido desde el principio, de un modo u otro.
Debía estar diciendo la verdad, o no estaría allí, en sus brazos, medio desnuda. Si entregaba su virginidad, no habría vuelta atrás.
No habría vuelta atrás para ninguno de los dos.
Robert la rodeó con sus brazos y le desató despacio el lazo del corpiño. Se abrió la tela, se intensificó la sombra que había entre sus senos, y la prenda se deslizó hacia abajo, dejando expuesta su carne pálida y opulenta, tensa y firme, y el elegante coral de sus pezones. El dirigió la vista hacia abajo, al delicado retazo de vello púbico en medio de sus muslos esbeltos, esos rizos oscuros que llamaban a sus dedos.
Y a su boca, aunque tal vez era mejor no ser tan travieso la primera vez, al margen de lo que ella dijera. Sería gentil, se prometió a sí mismo. Su miembro protestaba contra el confinamiento de sus pantalones con tanta fiereza que, para no acelerar las cosas, Robert tuvo que apretar los dientes y echar mano de toda su galantería...
—Deprisa —dijo Rebecca echando la cabeza hacia atrás para apoyarla en su hombro, — tóqueme. Haga algo. Estoy... no sé.
Esa petición hizo que la temperatura de la sangre, previamente alterada, le aumentara, y Robert se preguntó por un segundo si el entusiasmo de Rebecca era resultado de la innegable química que había entre ellos, o de una sensualidad innata. Decidió que si la suerte le sonreía, serían ambas cosas, y la levantó en brazos.
—No se preocupe, la tocaré. —Su voz no tenía nada del tono despreocupado que acostumbraba a usar en la cama. El solía provocar, seducir, jugar con la coquetería y el deseo. Esto era distinto. —Voy a tocarla con tal pasión que no lo olvidará nunca, jamás olvidará esta noche.
La tumbó en la cama. Admiró con los ojos cada detalle de aquellas piernas largas, la curva sensual de esas caderas femeninas, la plenitud de esos senos cautivadores. Ese cabello denso y brillante derramado por todas partes, y el contraste del negro contra las sábanas blancas, que evocaba las obras maestras de pintores clásicos, cuando la belleza femenina era objeto de reverencia y estudio.
Y esos ojos, con unas pestañas tan largas y un color tan inusual, reminiscencia del mar bajo el sol del verano. Robert lo contempló todo mientras se sentaba para quitarse las botas, y luego se levantó para desabrocharse los pantalones. Rebecca observó su erección sin ambages y abrió sus maleables labios... ¿sorprendida? ¿Admirada? ¿Temerosa?
—Es enorme —dijo con la mirada absorta.
Robert reaccionó con una discreta carcajada y se reunió con ella en la cama. Le acarició la cadera desnuda y dijo:
—Pero querida, la verdad es que no puede compararme con nadie, ¿no cree?
—No, pero...
La besó intentando sofocar ese primer destello de recelo virginal. Se acercó lo bastante como para rozarle la cadera con el miembro erecto, pero no más, justo para que se habituara a su excitación y a sus intenciones. Trazó con reverencia la refinada silueta de la columna vertebral,
exploró la depresión de la cintura y el arco de la caja torácica, hasta acoger uno de los senos perfectos con una mano, que aceptó aquel peso cálido y rebosante. Ante aquella caricia íntima, ella se estremeció.
—Perfecta —dijo Robert. Sus labios le recorrieron la mejilla hasta la oreja y susurró: —Es usted perfecta. Diseñada para mí. ¿Cuántos hombres habrán soñado con estar así, con usted?
Esa conjetura era tan impropia de él, que al oír la pregunta que acababa de hacer, Robert se quedó atónito. Comprendió con sorpresa que estaba celoso de esas fantasías desconocidas; como durante la velada, cuando la había visto bailar con pretendientes potenciales con desasosiego y melancolía.
—Lo siento, pero ahora no puedo pensar en nadie más. Estamos nosotros dos solos en el mundo. —Rebecca volvió la cabeza y le besó el hombro, mientras él acariciaba un seno exquisito.
Tenía razón. Los hombres que la habían deseado en el pasado habían desaparecido. Ellos habían perdido y él había ganado.
—No. No hay nadie más que tú y yo —dijo él en voz baja.
Con aquella frase breve, tan cargada de sentido, todas las amantes de su pasado disoluto también se desvanecieron para siempre.
—Estoy preparada —musitó ella, —cuando tú lo estés.
Él estaba más que preparado, y aquella ingenua declaración le hizo sonreír. Dudaba que Rebecca estuviera lista todavía, y pese a la complaciente aquiescencia y a la receptividad que había mostrado hasta entonces, tenía el propósito de hacer que aquel momento no fuera el desenlace, sino el principio.
—Lo estarás —murmuró, e inclinó la cabeza con una mueca pecaminosa, —pronto.
Cuando él tomó entre sus labios un pezón tenso y firme, y ella suspiró estremecida, se sintió recompensado.
—Robert —gimió. Su nombre fue una mera exhalación, cargada de significado.
Él se dedicó a la seducción, al exquisito placer que pretendía darle, a la magia de ese momento único para ambos. Salvo en el plano físico, solía mostrarse distante con sus conquistas, pero la mujer que estaba en sus brazos no pertenecía a esa categoría.
Robert se movió y ella le respondió con ardor. Él buscó la cumbre erecta de sus senos, mientras sus dedos descubrían la húmeda firmeza entre sus piernas. Cada vez que chupaba, cada vez que la acariciaba, Rebecca se revolvía inquieta, y su cuerpo flexible era la encarnación de la tentación. Para Robert, sentir el roce de su piel era algo abrumador que aniquilaba su supuesta mundología.
Saboreó con cuidado y provocó sus senos exuberantes, y entretanto movió la mano despacio, en círculo, sobre los pliegues separados de aquella hendidura empapada. Ella se agarró a sus hombros y gimió, con mucha menos timidez de la que él esperaba, y separó las piernas para permitirle el acceso. Una delicada fragancia emanó de su piel, y esa esencia más primaria de fémina en celo inflamó los sentidos de Robert, que ya estaba ardiendo.
—Dime si te gusta —suplicó, ejerciendo la presión justa con profunda satisfacción, al notar la humedad y la yema henchida bajo los dedos.
Rebecca se arqueó, sus pezones excitados le acariciaron el torso. —Siento... oh... yo...

Era la respuesta incoherente precisa que él buscaba, y supo que ella estaba cerca del clímax, tanto porque se intensificó el color de su encantador rostro, como por el frenesí con el que le agarraba. Robert se lamió el labio inferior, deslizándose con una sensualidad deliberada.
—Espera, creo que estás llegando al momento decisivo, querida.
Cuando llegó, un grito de sorpresa y placer surgió de la garganta de Rebecca, cuyo grácil cuerpo se estremeció con visibles temblores. Robert contempló cómo bajaba los párpados, sin saber si él también alcanzaría el cénit en aquel momento, solo por la felicidad de ser quien le había proporcionado la primera muestra del éxtasis del orgasmo.
Y no había hecho más que empezar.
Ella quería un tutor perverso. Iban a ser una pareja ideal, pues como instructor él ciertamente poseía esa cualidad. Robert se deslizó entre las piernas que Rebecca mantenía separadas y se colocó de modo que apenas rozaba la pequeña abertura con el miembro. Sonreía relajado, pese a que su cuerpo estaba tenso como la cuerda de un violín, esperando que ella se recuperara lo bastante para abrir los ojos. Apoyado en los codos sobre su cuerpo tembloroso, la vio levantar los párpados.
—Ahora estás preparada —dijo sucinto.
—Ha sido... —Rebecca se calló y entonces dijo entre risas entrecortadas: —No he terminado una frase desde que nos desnudamos, ¿verdad?
—Buena señal. —Robert se movió para tantear la capacidad del sendero que ella le ofrecía y empezó a penetrar en su cuerpo con una presión leve. —La forma más placentera del mundo de dejar sin palabras a una mujer.
Ella se dio cuenta de lo que estaba haciendo, y abrió enormemente los ojos.
—Así. —Robert se inclinó hacia abajo, le levantó la pierna, se la dobló a la altura de la rodilla y le puso el pie sobre la cama. —Cuanto más abierta estés, más fácil será.
Con halagadora prestancia, Rebecca se movió para hacer lo mismo con la otra pierna, separó los muslos del todo para que él entrara, y le sostuvo la mirada con conmovedora emoción y una sonrisa agradable que no expresaba el menor temor.
«Confío en usted.»
Robert nunca había estado tan atento, tan medido, tan consumido por la lujuria. Tanto que creyó que ardería mientras poseía aquel cuerpo. Cuando rompió la barrera de la virginidad y vio el pestañeo de dolor, le besó la frente, la punta de la nariz y luego bebió de sus labios con sorbos suaves y cariñosos para tranquilizarla y calmarla.
—Mejorará —murmuró. —Lo juro. Mejorará, mucho.
—No soy una flor delicada —respondió ella con sorprendente ironía, aligerando la presión sobre sus hombros. —Y el hecho de que te ame no significa que no desee que hagas honor a tu reputación, lord Robert. Enséñame la razón de tu virtuosismo legendario.
«Te amo.»
—Lo dices con tanta naturalidad... —murmuró Robert como respuesta. Su miembro anhelante le urgía a moverse, pero la emoción le mantenía inmóvil y gruñó: —Rebecca, yo...
Tal vez fue la intuición femenina, pero ella supo exactamente lo que debía decir. —Enséñame —suplicó en voz baja.

Y cuando él lo hizo, cuando se movió en su interior con lentas embestidas hasta que ella empezó a jadear, luego a gemir y finalmente a gritar, su propio placer se agudizó a causa del desinhibido disfrute de Rebecca, hasta que la primera ráfaga de tensión rodeó su miembro invasor, y todo su cuerpo explotó en un rapto de pasión en el que se precipitó hasta perderse.
En los brazos de Rebecca, en su cuerpo seductor, en su alma.

Lecciones de Lady RuthDonde viven las historias. Descúbrelo ahora