Capítulo 2

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Sombras difusas

«Buscando la libertad encontraron al que juzgaba las diferencias, Shenia. Y entre aquel vacío de ignorancia, trajo la esperanza a la vida tras la muerte. Lo llamó Reencuentro y como en las escrituras reza, será nuestra salvación por una vida llena de capitales viciosos. Proclamamos así a Shenia como la Ánima sentada en el trono de los cielos.»

El fin de la inexistencia, 2; Libro de las Ánimas


Donde fuera que estaba, tenía miedo. Lo poco que sentía a mi corazón, bombeaba de miedo.

Tenía miedo a controlar a mi vida, a que ésta se descontrolara tanto que ni ellos pudieran controlarla, que ni ellos lograran devolverme a la vida y me quedara en esta oscuridad inhóspita repleta de sonidos temblorosos que carecían de un origen.

Tenía miedo a que fuera yo quien controlase la vida, mi vida. ¿No era lo que se suponía que debiéramos hacer todos? ¿Ser dueños de nuestra vida? Aquí no. Otros eran los que se encargaban de resolver las tragedias y los altibajos que traía vivir.

Por esa razón tenía miedo. Porque me sentía viviendo y no sabía qué debía hacer a continuación.

No podía moverme. Únicamente era capaz de ver entre las pestañas de mis párpados las sombras de la realidad que se sucedían al otro lado, en la vida, en la consciencia y me las quedaba admirando. Sabía que en nada llegaría el momento donde perdería el sentido al otro lado, en la vida, en la consciencia y estallaría el silencio dentro de mi propia existencia.

Estaba entre ambos, entre mi oscuridad y la de fuera. Entre los árboles colocados en los jardines a conciencia para que sus raíces no se tocaran ni se entorpecieran. Exactamente como nosotros, ordenados en sociedades segregadas entre ellas pues así resultaba más fácil dirigir la perfección de la política humana, así nadie estorbaba porque cada uno estaba en su lugar correcto.

Eso fue lo que vi cuando mi cuerpo siendo cargado y llevado en brazos pasó frente a una vivienda.

El blanco de las paredes de cada una de las casas, decoradas e iluminadas por dentro, me acribillaba. El eco amortiguado de sus voces, de los que estaban sentados alegremente en la mesa, también atravesaba los cristales. Discutían, comentaban su monótono pero divertido día a día, porque no conocían otra cosa, reían.

Todo resultaba pasajero, el rumor de un motor arrancando, las interferencias de un aparato tratando de sintonizarse, la caída ahogada y seca de las gotas sobre mi cuerpo, la lluvia chispeando, e incluso aquella insoportable alarma, el toque de queda, que se instaló en las paredes de mis oídos como si no encontrara la salida del túnel.

Traqueteaba mi cuerpo a cada paso porque quien me llevaba en brazos iba corriendo. Y mientras, la ligera llovizna se entremezclaba con mis heridas, profiriendo un dolor silencioso que iba matando a mis sentidos, y ni eso me hacía despertar de donde fuera que me encontraba, donde sólo habitaban la oscuridad, un silencio sobrecogedor y mis miedos.

– Hemos rastreado todo el perímetro, señor. No están. – Era la voz de un Guardia, modulada por el casco que les cubría el rostro. – Confirmamos la posibilidad de que los individuos hayan ingerido fármacos ilegales para desaparecer de nuestro radio de alcance. Nos disponemos a una rigurosa búsqueda de expedición.

No estaba segura de estar escuchando aquello, quizás era mi subconsciente la que me estaba jugando malas pasadas. Quizás era que la glíptica había sufrido daños severos y colaterales de la desconexión y ahora estaba más descontrolada y lúcida que antes.

Re-Cordar, el renacimiento de MnemosineDonde viven las historias. Descúbrelo ahora