Capítulo 4

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Escarlata

«Romper un lazo, romper lo sagrado. Romper lo concertado, divorciar el éxito. Repudiar las almas divididas, hacer llorar a Shenia. Una viuda, una huérfana. Otra misión encomendada para el sujeto desvanecido en la miseria. Un color que te repudia a ojos de la gente. Un espíritu cicatrizado. Y todos lo veremos. Y yo sufriré contigo.»

Luna, Espejo de las Desamparadas, 255; Libro de las Ánimas.

La sala era pequeña y concorde a su función, retener. El color gris se encargaba de absorber la energía junto a la monótona penumbra que roía las entrañas.

Él estaba ahí, sentado en una de las sillas que ocupaban la mayor parte del espacio. Se sumaba una mesa con misión de dividir dos zonas, donde Eric se sentaba y donde yo estaría, en frente suya; separándonos.

Uno de los guardias me empujó sin escrúpulos hacia el interior y por un momento tropecé con mis propios pies. A mis espaldas, y con prisa, las puertas de acero se cerraron milagrosamente fundiéndose con la pared, sin dejar algún rastro de que allí, anteriormente, hubo una entrada.

Ninguna señal más, nos habían encerrado entre aquellas angostas paredes.

Una sensación de claustrofobia me atrapó y profundicé la respiración. No obstante, sentía millones de ojos puestos en mí. Como si tras estos muros hubiese gente concentrada en esta única situación, en visualizar mis movimientos con detenimiento, en perseguir mis palabras y declaraciones por los pasadizos de la desesperación.

– Sí, están vigilando como títeres para los demandantes de la función, más títeres.

Y justo después quiso contener un quejido apretando sus puños y sus labios faltos del aro en su comisura inferior.

Me clavaba su mirada, igual al del resto que vigilaba pero la suya era real. Podía verla repasándome de arriba abajo, tal vez atónito; tal vez alegre de volverme a ver aunque no sonriese. Eran pequeños cuchillos que no podía esquivar dado a la limitada habitación.

Le pude observar con detalle. Tenía sus facciones magulladas y maquilladas con heridas todavía más profundas que las mías. Él estaba indiferente sentado sobre la simple silla sin ganas, sin más emoción alguna que el vago pasatiempo de verme plantada en un mismo sitio.

Me fui acercando hacia él arrastrando las deportivas con sigilo. Expectante por su reacción, aterrada por la verdad.

Cuando estuve lo suficientemente cerca, una voz atronadora retumbó en la sala.

– No aproximarse al delincuente.

Palabras que realmente me dolieron, palabras que enfriaron las palpitaciones de mi corazón si se podía todavía más.

Hice caso omiso de ellas y rodeé con mis brazos el cuello de Eric.

Él se sorprendió, o quizás se había olvidado durante estos días cómo se sentía el contacto con otra persona, o quizás le hacía daño pero no se quejó y me resguardé en su cuello adquiriendo un poco de calor mientras la voz proseguía resonando.

– No te preocupes. – Susurró con la voz temblando.

Me separé para poder verle. Tenía los ojos cerrados intentando contener, de nuevo, el dolor que le proporcionaban las esposas. Supuse que servían para controlarle, para en realidad controlarnos a los dos. Porque él llegaría un momento en el cual no podría soportarlo más y ellos sabían que yo no dejaría a mi marido, ambos en trámites de divorcio, sufrir.

Re-Cordar, el renacimiento de MnemosineDonde viven las historias. Descúbrelo ahora