Capítulo 24

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Treida*

«Mis hermanas y yo nos quedamos perplejas ante lo que veían nuestros ojos. Algunas se atemorizaron tanto que se pegaron a la pared, alejándose del cristal, como si aquello fuera a protegerlas. Yo, sin embargo, me pegué al vidrio todo lo que pude para cerciorarme, para fijarme en su naturaleza más de cerca. En efecto, mi corazón se paralizó y se retorció de pavor y pena. Estaban muertos, se movían por la locura y la rabia. Representaba la ausencia; habían intentado darle vida a algo sin sentimientos, sin recuerdos. Y salió esto. Estaban infectados. Eran todo lo que eran los humanos cuando no conocían nada, cuando se guiaban por sus comportamientos innatos. Eran máquinas sin raciocinio, eran la serpiente, el pecado, la imperfección. Eran todos esos errores que querían erradicar. Y nosotras habíamos caído en su trampa».

Anarcos, Cuentos de Hadas; Los primeros días después I.

*Treida: traición en la costumbre de Los Barrios.


Temblaban mis dedos en los labios cuando Uriel y otras dos niñas me ayudaron a desvestirme. Las ráfagas de viento sesgaban mi piel hasta atravesar mis huesos y era por eso que tenía mis dedos temblando en los labios, para que mis dientes dejaran de tiritar.

El río no estaba congelado, pero tampoco me extrañaría que lo estuviese dentro de unas horas.

El frío entumecía mis pulmones, estrangulaba mi respiración. Lo sentía quemando mi esófago y en general todos mis huesos hasta la médula. El frío se había convertido en pequeños avispones que se clavaban cuando siquiera uno se atrevía a respirar.

A pesar de que tiritara con estrepitosas sacudidas, lograron sostenerme con firmeza entre ellos tres e introducirme en la parte del río donde formaba una baña más profunda.

Mi piel chilló, todas mis heridas lo hicieron, cuando siquiera el agua cubrió mis pies, mi esqueleto. Ahí mantuve la respiración en vilo. No podía, la ventisca me aguijoneaba, me perforaba, me ahorcaba dispuesta a encender una llama en mi interior y que me calcinara toda por dentro, como cuando se engañaba a un corazón enamorado. Era esa misma sensación de quedarte inmóvil y congelada porque ya no corría la sangre sino el deshielo de un corazón quejumbroso y destrozado.

—Recuerda respirar —me aconsejó Uriel mientras nos introducíamos más en el río.

Y eso hacía. Hinchaba mi pecho, inhalaba y espiraba como si mi vida dependiera de ello, obligándome a ello porque la helada me había agarrado por dentro.

Cobré el aliento de repente, desprendiéndome del sometimiento de la ventisca, y de esa manera logré recuperar el control de mi cuerpo.

El agua ya llegaba a mi pecho y mis pulmones volvieron a entumecerse. Ahí recordé que tenía que seguir respirando.

Despedíamos vaho por la boca. El vaho era la niebla del río que se iba formando en sus bajos hasta cubrir de penumbra el horizonte, era nuestra alma, la que el frío se llevaba.

Con mis dedos en la boca y contando mis respiraciones, comenzaron a borrar todos los rastros de suciedad de mi cuerpo. Me ayudaban en la tarea de limpiarme. Frotaban con más ímpetu allí donde la sangre había acabado formando costra.

Me limpiaron mejor la herida del costado. Mientras me quitaba toda la mugre, toda la tierra que tenía entre las uñas y el pelo, entre los recovecos, contemplé mi rostro en las aguas.

El río me devolvía la mirada, como un espejo. Mi imagen se iba moviendo en ligeros vaivenes. Mi reflejo era una mancha, una pincelada disuelta, alguien que se estaba dejando moldear por las mareas. Apenas pude reconocerme, apenas pude encontrar cobijo en mi reflejo, apenas pude cerciorarme de que seguía siendo la misma.

Re-Cordar, el renacimiento de MnemosineDonde viven las historias. Descúbrelo ahora