Capítulo 16 (Pt.1)

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Ambrosía Pt. 1

«Fue una alegría ver al Sr. Dauson después de tanto tiempo, vivo, tras estar huyendo de los juzgados por el fraude fiscal que le concernía. Fue una completa satisfacción verle entre mis cuerdas, atrapado gracias a los chivatazos de mi gente. Él me creía una niña cuando a mis dieciséis años, entre bebida y bebida en las fiestas de mi familia, me unía a sus confesiones de borracho y escuchaba atentamente. Si no era el mar, o era el bosque, o era el desierto, o era una gran cordillera rocosa, sería un plasma de energía lo que dividiría los territorios llamados Estados, donde opinaré más adelante, y añadió la solución existente para cruzarla sin daños colaterales y que aquí no relataré ya que se limita a mí y a los que considero mis amantes. Ahora, con los vítores del vulgo protestante que quiere acabar contigo y con tu poder, te agradezco aquella información y aquellas veces en las que me insultabas diciendo que no iba a llegar a nada debido a la enfermedad que mis padres trataban de esconder pero que todos sabían de su existencia. Mírate, suplicándole a la enferma que te salve. Gracias. [...]»

Natalie Clive, Capítulo 7 "Confesiones de una adolescente"; Cortafuegos.


El debate que se reproducía en televisión sonaba de fondo, para en cierta medida rellenar el silencio y no obligarnos a charlar entre nosotros sobre algún tema que en realidad no nos importaba.

Algún tema como por ejemplo yo, el epicentro de los problemas.

Nadie objetó mi breve y singular estancia nocturna en los calabozos de la comisaría. Nadie se rendía ante mis traslados nómadas y constantes del hospital a casa o a la prisión. Nadie se percataba de cómo se erradicaba mi vivir ni de cómo temblaba mi impotencia bajo la mantelería. Masticaban los productos de fábrica, sucedáneos y en serie.

Y no parecía importarles. Se disponían a perdonarme excusándose con la bondad y piedad del espiritual para que no repararan en sus planes rastreros y maquiavélicos.

Mi hermano, sentado a mi lado, daba la espalda a la mesa, observando con gran interés la televisión y poniendo toda su atención en el debate.

Mis ojos se iban moviendo del aparato que emitía las imágenes, a Andrew que no despegaba su mirada de él, embobado, y al plato con el desayuno, pan no del todo tostado, como me gustaba, y una crema de yema.

En esta simulada y verdadera soledad, jugaba con el pan en aquella crema antes de llevármelo a la boca y saciar a mi estómago. Mientras, me revolvía en la silla, atrapada, encarcelada entre estas paredes vacías de sentimiento.

Mi madre desaparecía por la puerta que daba a la cocina y volvía con el desayuno de mi hermano, con más vajilla o con más decoraciones inservibles pero que saciaban su apetito de perfeccionista y de ambiciosa, como indicaban las leyes de este mundo.

No queríamos a lo inservible trabajando ni respirando a nuestro lado pero nos lucrábamos y nos entreteníamos con lo inservible y lo vacío de razón y sentimiento. Sólo porque podían y porque estaban por encima. Esa era la mísera diferencia. Porque podían y querían.

– Andrew, ¿puedes darle la medicación tú? – Le preguntó Veronica a mi hermano desde la cocina mientras acababa de preparar la mesa.

Él despegó su mirada del televisor y desenroscó una funda con cinco botes con contenidos distintos, para los días señalados con una etiqueta, aquellos donde no tocaban pastillas; una jeringuilla y unas gasas. No me advirtió ni me habló aún, estaba serio y cuidadoso en la tarea que le habían encomendado.

Re-Cordar, el renacimiento de MnemosineDonde viven las historias. Descúbrelo ahora