Capítulo 12

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Cuento de Hadas

«Y esta soy yo, Luna, y mi testimonio en el primer día que habité la civilización. Me sentía herida y confundida en una nueva tierra donde no sabían caminar, donde chocaban, donde no sabían discutir, donde los habitantes estaban ciegos de alma. Vagué por las calles pisando los deshechos del resto que iba por delante. Mi caridad aquí no encajaba, mi amor aquí no seguía el mismo patrón. Había obligaciones imperiales, había juicios ensangrentados y después en una pila se limpiaban las manos. Este era un lugar horrible y no tenía motivos para acogerlo. Paseabas y la gente te escarmentaba. [...] Eres juzgada porque juzgaste una vez. Te reflejas en un espejo que te devuelve la mirada. Juzga y serás juzgada.»

Luna, Espejo de las Desamparadas, 214; Libro de las Ánimas.


Mis pesadillas eran reales. Él era real. Yo lo era. Pero me tenían confundida, me tenían entretenida en sus propios asuntos.

Mi vestido negro y abultado se arrastraba por los pasillos que formaban el laberinto del Templo Eclíptico. Este vestía la capa de mi profunda pena. Y a cada paso de desgana, la tela limpiaba el escaso polvo del suelo y producía un sonido tenebroso y solitario que acompañaba al chisporroteo de la lluvia en los cristales de la ventana. Lluvia de pena.

Era un día triste y se merecía serlo. Una tarde de invierno refrescante, un desafío para los audaces que saliesen a sentir la helada en su piel. Audaces como yo que no les importaba demasiado.

Los misioneros, o llamados también Apóstoles de Martin, vagaban por los pasillos como yo hacía. Sólo que ellos se movían con una misión y yo simplemente arrastraba mi soledad y consuelo.

Martin era un apóstol escéptico de Shenia pero que estaba dispuesto a ceder su tiempo, la cuestión más importante y esencial de la vida, para los demás. Un misionero que esparció la palabra sin atisbos aunque dudase. Ayudaban vacilando y misericordiosos a las personas siempre precarias, sin medios ni recursos suficientes. Después algunos se quedaban y otros los abandonaban porque dudaban.

Y vine en este atardecer melancólico para cumplir con mi papel de desamparada, para mezclarme con el carácter plateado e insólito de Luna, para sentirme menos sola pero más vacía. Vine con el motivo de embadurnarme con el candor de una mala reputación que me marginaba por momentos, momentos que dejaba marchar sin importancia.

Mi rutina era eso, una rutina. Viajes al hospital para que se aseguraran de que ingería los medicamentos recitados, pruebas, fríos solitarios mensajes de texto preguntando cómo me iba y más pruebas rodeada de máquinas y médicos.

Al parecer todos perdieron la esperanza en mí, era un caso perdido. Ni Jessica, ni Kael, ni Aque me habían visitado en las últimas semanas después de la pérdida traumática de energía que sufrí en el autobús. Tal vez porque ya no tenía remedio alguno, tal vez porque dejé de ser conveniente para ellos, tal vez porque ya estaba perdida.

No sabía ni podía constatar con rotundidad que todo aquello, todo lo que vi y viví, fue real. Ni asegurar la presencia de aquellas personas en la sala del hospital. Tampoco si mi hermano verdaderamente hizo caso omiso a mi dolor. Pero seguía sintiéndolos, los lugares donde habían reposado los cables. Sentía su presencia fantasma que me acribillaba cada vez que osaba moverme, como hacía la mirada expectante de aquel ser.

Me planteaba exponerle todo lo que me sucedía a mi hermano pero retiré aquella idea demasiado estúpida de mi cabeza. Él no me protegería, ni se callaría. Lo conocía demasiado bien. Lo raro le asustaba. Y era normal.

Re-Cordar, el renacimiento de MnemosineDonde viven las historias. Descúbrelo ahora