Capítulo 19

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Cuéntame un cuento

«Bajamos. Infectamos al ejército de la nueva generación de humanos, los neøhomínidos, y revivieron con su propia automaticidad e independencia. Andaban por sus propias piernas y se desprendieron de los enlaces neuronales y de los códigos electromagnéticos de lo que se hacía llamar la NADA. Les enseñamos la verdadera alma del ser humano, ese ser animal y baboso que aprende de a poco y que aun sabiendo ignora. Bajamos para darles un aviso a los que se hacían llamar la NADA. Descendimos para vengar a las diez aimas que secuestraron.

Y fue demasiado tarde cuando supimos qué querían hacer con nosotras. Fue demasiado tarde porque en este mundo ya nos habíamos instalado y de traidoras nos habían subrayado en el nuestro. Nos escondimos en los cuerpos que habíamos cogido prestados de aquel ejército y nos refugiamos en una cueva subterránea. No sabíamos cuánto íbamos a durar aquí encerradas. Era cuestión de tiempo que nos detectaran y las inmundas manos del ser humano nos atraparan.

¿Qué podíamos tener que tanto deseaban? No fue hasta que nos retuvieron en unas cápsulas que no lo supimos. Alma. Ánimas. Recuerdos. Eso querían ellos de nosotras para infundírselo a los neøhomínidos. Estaban construyendo al humano perfecto desde la eugenesia.»

Anarcos, Cuentos de Hadas; Dama de la Bondad, 2012 D.O.


Sonreí debido al destello del sol en su porte de atardecer que acribillaba mis pupilas y las apretaba involuntariamente para no dañarse. Sonreí ante tan brillante e imperante sol para esta época del año.

Hoy me tocaba contemplar. Contemplar la escualidez de mi esquelética mano. Contemplar los destellos del sol. Contemplar el orden de los privilegiados árboles que conformaban las calles y las divisiones de la barriada de la élite.

Sonreía ante tan soberbio escenario, ante una peculiar paz interior que se fusionaba con mis pensamientos oscuros y lúgubres. No obstante, hoy saqué de paseo la narcótica sonrisa, aquella a la cual le fascinaba hasta la más pequeña de las hormigas.

Podría ser símbolo de mi locura esta admirable bipolaridad. Podrían ser mis delirios o que la propia felicidad estuviera rematadamente loca. Eso último explicaría sus intermitentes visitas y su perpetua escapada. Tal vez la felicidad odiaba la estabilidad y por esa razón se marchaba a descubrir mundo. Tal vez su ausencia era lo que nos provocaba no ser felices, esa ausencia que nos carcomía la cabeza y nos torturaba sumida en tristeza.

Me refería a esto. Silencio. Los días de silencio embadurnados de una extraña felicidad donde aceptas tus complejos y los muestras al mundo con orgullo. Esos días de silencio donde la felicidad te engaña, luego se marcha, abandonándote, y la oscuridad detona, y la marea te cubre. Ese silencio. Esa ausencia. Esas emociones explosivas de polos opuestos que el mundo mejor no presencie. Y sin embargo lo hará. Porque hay ratos de silencio y los habrá de oscuridad. Hay ratos de paz y de maldad. O felicidad o su silenciosa ausencia augurando el fin de los días. Pero la muerte aún no empezaría.

Existían esos ratos y los aclamados recuerdos donde podía revivirle.

Aparcaron el vehículo y lo primero que me golpeó fue el piar de los pájaros los cuales revoloteaban entre las ramas y se chocaban contra ellas. Me golpeó el habla de la brisa dispuesta a congelar mi piel en el momento que salí del coche con mi osadía de vestir en tirantes y en una endeble tela.

No era negro. No era escarlata. No era ningún color que se atara a las normativas espirituales. Era blanco. Yo ya no tenía que ver en este estado. Dos días. Horas y estaría cruzando la capa electromagnética que llamaban frontera. Minutos y me desprendería de los imperativos exhortativos de esta tierra. Segundos y seguía clavada en el suelo luchando por mí, sobreviviendo.

Re-Cordar, el renacimiento de MnemosineDonde viven las historias. Descúbrelo ahora