Salí de la cama hecha un torbellino, corriendo hacia el armario para sacar un par de vaqueros y una camiseta para sustituir mi pijama de corazoncitos por algo que me fuera más cómodo para el viaje que ya había decidido emprender.
Abrí la puerta de la habitación lentamente, buscando la manera de hacer el menor ruido posible para no alertar a quienes posiblemente estuviesen fuera de la cama al igual que yo. Espié un poco por la rendija para asegurarme que todo estuviera despejado, al ver todo en calma a las afueras me decidí a salir.
Como era de esperarse a las horas de la madrugada nadie estaba fuera a excepción de mi persona.
Atravesar el largo pasillo semi oscurecido tratando de ignorar la variedad de pinturas en las paredes fue más fácil de lo que imagine, creo que finalmente me había acostumbrado a ver tan espeluznantes obras de arte.
La llegada hacia la puerta que llevaba al jardín delantero fue pan comido, sin el celador en su acostumbrado puesto de guardián solo era cuestión de quitar llave y atravesar la puerta.
Afuera el viento helado de las noches de otoño me golpeo en la cara, fue como sentir pequeñas agujas picando mi piel. Me frote ambas mejillas con las manos desvaneciendo el ardor que el hielo había provocado sobre mi piel.
Como si de un recluso tratando de escapar de un penal de máxima seguridad se tratase, me escabullí con paso suave pero firme en las sombras nocturnas.
El alto y oxidado portón de hierro negro que me había visto con recelo la tarde en que con los ojos llorosos me despedía de mi madre para quedarme allí como una refugiada me vio una vez más de esa forma altanera, preguntándose qué hacia allí una enclenque niña. Esta vez no me intimidaría como antes, estaba dispuesta a desafiarlo.
Siguiendo cada imagen en los recovecos de mi mente inicie el camino hacia aquel lugar que se había presentado en mis sueños como una epifanía, como aquella alucinación que se le presenta a los que mueren de sed en el desierto.
¿Podría ser realmente verdad?
Es decir, se suponía que a mi nada debería de sorprenderme, no después de saber que era una especie de hechizada en versión mejorada o de tener constantemente a mi lado chicos extremadamente sexis que tenia de humano lo que yo Marilyn Monroe.
¿Debería sorprenderme que ese sueño fuera una revelación?
Para nada.
Seguí la caminata nocturna siguiendo uno a uno cada paso que esa mujer había dado hasta el lugar en donde había escondido el dominio. Podía ir de una sola vez por ello, sin embargo, dentro de mí se había convertido en una necesidad conocerla.
— ¿Quién eres?
Mi pregunta sin respuesta fue tragada por la hambrienta noche que ahora lucia más aterradora que cuando salí de las paredes del castillo gótico.
En quince minutos más de viaje llegue a lo que muchos conocían como el anciano. El anciano se trataba de un viejo árbol de ceiba, con un grueso tronco y unos ramajes gruesos y altos cubiertos por un espeso follaje.
Ella había está aquí.
Esa chica venia corriendo del norte, justo como yo.
Se detuvo frente al árbol, miro hacia atrás como si esperase que alguien saliera de sus espaldas para castigarla. Al no ver a nadie se apoyó en el tronco, deslizándose por el hasta que estuvo sentada sobre el piso.
Su cabello castaño y rizado le caía en un enredo sobre el rostro, ocultándolo de mí como siempre sucedía.
Por la posición de su cuerpo y el estremecimiento que la recorría podía darme cuenta de que ella lloraba. En el silencio de la noche tan solo sus lamentos se escuchaban junto a su descompensada respiración.