Los acompañantes

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Era el primer domingo en su vida que Eduardo ponía una alarma para despertarse temprano. La apagó de inmediato para dejar de escuchar el molesto sonido. Esperó hasta estar lo suficientemente consciente como para levantarse e ir a ver cómo estaba Sofía. Al percatarse de que estaba profundamente dormida, con los típicos silbidos en cada suspiro, sonrió y se fue directo al baño. Se arregló como supuso que debía arreglarse para ir a una iglesia de cristianos. Cuando estuvo listo, fue a despertar a Sofía. Entró a la habitación para encontrarse con la pequeñita sentada tallándose los ojos.
Eduardo se quedó en el marco de la puerta observándola. Le encantaba ver cómo su pequeña despertaba, o dibujaba, o comía. Le fascinaba observarla, ver cómo descubría algo nuevo o su rostro de confusión cuando le preguntaba algo. Ese era uno de los pequeños placeres de la vida de Eduardo, simplemente, ver a su hija.
Sofía dio un gran bostezo, volteó para todos lados en busca de algo hasta que lo encontró. Su pequeño changuito de peluche estaba justo bajo la almohada. Lo sacó y lo enfundó en un caluroso abrazo. Eduardo sonrió. Después de eso, Sofía se quitó la cobija de los pies y se sentó en la orilla de la cama, dispuesta a bajar de un salto; así lo hizo, con un pequeño saltito bajó y se estiró. Después de otro bostezo dirigió su mirada hacia la puerta y vio a su padre sonriendo; la pequeña, de inmediato mostró sus pequeños dientes. Con cortos y rápidos pasos corrió hasta él y lo abrazó con brazos y piernas. Eduardo la levantó del suelo y la llenó de besos.
—Buenos días mi pequeña hermosa. ¿Cómo te sientes?
Sofía se separó un poco de él y levantó su pequeño dedo pulgar.
—Quiero hacer pipí—dijo en un susurro.
—Muy bien, vamos al baño—dijo Eduardo sonriente.
Había días buenos y días malos para Sofía y, por consiguiente, para Eduardo. Ese parecía ser un buen día.

Después de llevarla al baño, darle sus medicinas y un vaso con leche; Eduardo llevó a Sofía a la habitación para buscar ropa adecuada para la ocasión.
—¿A dónde iremos?—dijo Sofía viendo a su padre sentada en la cama.
—A la iglesia a la que nos invitó tu tío Charly—respondió mientras veía el interior de un cajón lleno de ropa.
Sofía permaneció callada, viendo a su peluche y pensando en su siguiente pregunta.
—¿Ya no vas a tabajar?
—Claro Sofi, pero terminé todo lo que tenía pendiente ayer así que tenemos tiempo libre para ir. Y después de eso que te parece si vamos a comer a algún restaurante.
Sofía asintió con una sonrisa.
—Te pondré tu vestido, ¿te parece?—Sofía volvió a asentir.
—¿Puedo llevarlo?—dijo levantando al changuito.
—Por supuesto que puedes.
Contenta, se puso de pie sobre la cama para que su padre le quitara la pijama y le pusiera el único vestido que tenía. Toda su otra ropa eran pequeñas playeras de colores sin estampados y pequeños pantalones de mezclilla que Eduardo había comprado en una venta de garage cerca del edificio en el que vivían. Algunos le quedaban un poco grandes pero habían estado en oferta aquel día que los compró junto con el vestido. Él también se había comprado unas cuantas camisas, era lo único que su presupuesto le permitía.

Mientras Eduardo hacía todo lo que podía por peinar a Sofía, ella jugaba con su peluche. De repente, le surgió una duda.
—Papi.
—¿Si cariño? ¿Te estoy lastimando?—dijo alejando el cepillo de su lizo cabello.
—No. Emmm... ¿Hay niños en la iguesia?—levantó su mirada para verlo a los ojos.
—¿Qué si habrá más niños en la iglesia?—Sofía asintió sin apartar la mirada—. Bueno no lo sé, ¿te gustaría que hubiera más niños?
La pequeña se encogió de hombros. En realidad, no estaba muy segura de estar feliz de que hubiera más niños.

Todos los días de los cuatro años y medio de vida de Sofía habían sido solo ella y su padre. A veces, en el ascensor del edificio en el que vivían, Sofía veía a un niño de su misma estatura y con cabello negro. Era el hijo de los vecinos. Él siempre iba ocupado en sus autos de juguete. A veces le dedicaba una sonrisa y Sofía le respondía del mismo modo pero, exceptuando eso y los encuentros con otros infantes en las calles o en el supermercado o en la sala de espera del hospital pediátrico; Sofía nunca había estado con más niños. Nunca había jugado con nadie más que con su padre, y eso ya no pasaba a menudo por su exceso de trabajo.
Eduardo nunca la llevó a ninguna guardería ni a jugar a un parque de juegos. Él solo quería protegerla, y a veces, era excesivo. No la llevaba a los juegos porque la arena podría hacerla estornudar y entrar en una crisis, la pediatra había sido muy específica con el tema de las alergias; tampoco la llevó a una guardería, no era necesario ya que él siempre estaba en casa. Y estaba extremadamente nervioso por el tema del preescolar pero la pediatra insistió en que no debía mantener encerrada a Sofía, la pequeña debía vivir una vida normal, eso es lo que hacen las personas con asma, se adaptan a la vida con su enfermedad. El problema era que la enfermedad de Sofía no era leve, y eso lo sabía tanto Eduardo como la pediatra. A pesar de eso Eduardo aceptó que la inscribiría en una escuela cuando fuera el momento y que la comenzaría a introducir al mundo. En ese instante, cuando Sofía le preguntó sobre los otros niños, supo que era "el momento".
—Tranquila Sofi—dijo Eduardo poniéndose a su altura—. Si es que hay más niños, de seguro jugarán contigo y te divertirás mucho, ya verás.
Sofía asintió con una sonrisa, en su interior sintiendo una especie de emoción y nerviosismo mezclado.

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