Un regalo

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Eduardo estaba sentado frente al escritorio de la pediatra Judy. Escuchaba su platica con Sofía. La dulce voz de su hija lo hacía sonreír. Estaban platicando sobre su frasco de conchitas y la visita a la playa. Intentó enfocarse en la felicidad de su hija para no ser absorbido por la tristeza y desesperación que lo había estado siguiendo las últimas semanas. No quería dejarse vencer, no quería aceptar lo que estaba sucediendo, tampoco quería que los demás se enteraran, más que Carlos, él se enteró por su cuenta y Eduardo no tuvo más opción que contarle lo que sucedía. Pero, aparte de él, no quería decirle a nadie. Tenía esperanzas de que todo se mejorará, pero parecía que todo iba empeorando poco a poco.
Se descubrió perdido en sus pensamientos cuando vio la sonrisa de su hija, que caminaba hacia él. Como siempre, la cargó y la sentó en su regazo.
—Bueno... que te digo Eduardo—comenzó Judy, mientras escribía en su computador.
—La verdad.
Judy volteó a verlo con una sonrisa en el rostro.
—Esas clases de natación le gustan mucho ¿verdad?
—Bastante, ¿no es así, Sofi?
—¡Sí! Me encantan.
Eduardo intentó contagiarse de la felicidad de su hija.
—Pues muy bien. Lo que observé fue...
Mientras Judy hablaba, Eduardo sentía que su corazón se iba achicando. Respiró hondo y abrazó a su hija con fuerza.

~~~

Diana se encontraba en la cocina. Estaba esperando a que la lasaña estuviera lista para sacarla del horno. Mientras eso pasaba, se puso a cortar un par de verduras, sobre todo para mantenerse ocupada; la imagen de Carlos con el pastor no abandonaba su mente. Toda la noche había pensado en eso y, toda la mañana, estuvo pensando en qué podría ser lo que tuviera a Carlos tan preocupado como para ir a hablar con el pastor directamente y luego dejar el lugar, claramente evitando preguntas.
Pensó qué tal vez estaba haciendo algo grande de una cosa insignificante, pero no podía dejar de pensar en la otra alternativa. En la cara oscura de la luna. ¿Y si estaba enfermo? ¿O tenía algún problema muy grave? Ellos podrían ayudarlo si quisiera compartirles lo que sucedía.
El teléfono sonó, haciendo que diera un salto y casi se cortara un dedo con el cuchillo. Elizabeth entró corriendo, con teléfono en mano.
—Llaman mamá...
—Gracias cielo—Diana tomó el teléfono y contestó—. ¿Si?
—Hermanita... hola. ¿Cómo estás?
—Muy bien Amanda, ¿tú?
—Bien. Oye, ¿podría ir a comer con ustedes hoy? Necesito hablar contigo.
—Claro, siempre puedes. No tienes que preguntar.
—Excelente. Gracias, nos vemos en un rato.
—Hasta luego.

Amanda llegó a las dos en punto. Fue recibida con un abrazo de su sobrina y ayudó a su hermana a preparar la mesa. Jonathan llegó minutos después. Mientras él estaba en el baño lavándose las manos, Amanda tomó asiento al lado de Elizabeth.
—¿Estás bien?—preguntó Amanda, viendo cómo su hermana cortaba la lasaña con la mirada fija en la nada.
Diana volvió a la realidad y sonrió.
—Claro. Es solo que... me quedé pensando en... cosas que hacen falta en la nevera.
Había sido la peor excusa que se le había ocurrido. Amanda le lanzó una mirada incrédula y, justo en el momento en el que iba a replicar, entró Jonathan y se sentó.
—¿Cómo te ha ido Amanda? ¿Qué tal el trabajo?—preguntó Jonathan, sirviéndole agua en su vaso.
—No me quejo. Gracias. ¿Cómo te ha ido a ti?
—Tampoco me quejo. Mucho trabajo.
—Últimamente ha llegado muy tarde a casa este hombre—comentó Diana, sirviendo la lasaña.
Jonathan se encogió de hombros.
—¿Qué más puedo hacer?
—Eduardo también ha tenido mucho trabajo últimamente—comentó Amanda, con la mirada baja, picoteando su lasaña con el tenedor.
—¿Sí?
Amanda asintió.
—¿Era eso de lo que querías hablarme?—preguntó Diana.
Amanda hubiera preferido contarle a su hermana en privado. Ese era su plan inicial pero, pensó que Jonathan también podía darle algún consejo o su opinión acerca de su situación. Después de pensarlo unos segundos, Amanda volvió a asentir. Levantó la vista y comenzó a hablar.
—Últimamente, he sentido que está un poco extraño. Dice que es porque está agobiado con el trabajo desde que lo hicieron contador en su empresa. Pero no lo sé.
—¿Crees que está mintiendo?—Diana empezó a preocuparse, recordando a Carlos.
—Siento que, tal vez no esté mintiendo a cerca del trabajo pero... siento que me oculta algo. Lo he sentido muy distante últimamente.
Diana volteó a ver a Jonathan.
—Bueno, ¿por qué no hablas con él?—preguntó Jonathan.
Amanda volteó a ver a Elizabeth, quien jugaba con sus muñecas y de vez en cuando picaba un trozo de lasaña.
—Ya lo hice, pero me vuelve a decir lo mismo. Además, no se, siempre que intento hacerlo, va con Sofi. Es como si intentara refugiarse en ella para que no podamos conversar bien.
—Creo que deberías aclararle que tienen que hablar y expresarle lo que sientes.
—Sí, pero... ¿no crees que sea algo...? Ha estado así desde que apareció Melisa...
—¿Crees que es por ella?
—Que tal que... ¿que tal que sigue queriéndola?
—Oh Amanda, eso es lo menos factible en este caso. Se nota que te ama, demasiado.
—Vaya que sí—secundó Jonathan—. Son una pareja perfecta.
—No pienses en eso. Pero mejor habla con él, para que te quites todas tus dudas.
—Oh... ¿no creerás que...?—comenzó Jonathan. Diana lo detuvo, nerviosa.
Sabía exactamente a lo que se refería. ¿No tendrá algo que ver la actitud distante de Eduardo, con la charla de Carlos y el pastor? Ella también lo había pensado, pero no quería alarmar a Amanda. Pero ella se dio cuenta de la actitud de su hermana.
—¿Qué...?
—Tal vez...—Diana pensó en una respuesta a toda velocidad—. No es por mucho trabajo, tal vez se está quedando sin trabajo.
Amanda la vio con el ceño fruncido. Diana intentó permanecer serena. Después de lo que a Diana le pareció una eternidad, Amanda habló.
—No lo creo, hace poco tuvo que ir a la oficina en la tarde.
Diana soltó el aire que estaba reteniendo.
—Bueno, mi consejo es que no te preocupes y que hables con él.
—Sí... eso haré.
—Tía Ami...—todos voltearon a ver a Elizabeth—. ¿Me das más agua? Por favor—dijo, dándole su vaso vacío.
—Claro Eli—respondió Amanda.

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