Carta de amor sin huellas

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Y regresé al mismo lugar.
Al lugar donde prometí no volver nunca, donde prometí no llorar o amar de nuevo.
Volví al mismo sitio donde hice mi primera carta, o donde miré primera estrella. Aquel sitio donde también hice el intento de pronunciar su nombre por primera vez.
Pero las noches pasan tan rápido que nunca te da tiempo de contar todas las estrellas que veas en el cielo, y sólo puedes observar al final de la madrugada, que la Luna se ha reído de ti.

Estuve en un vago intento de olvidarla cuando la conocí.
Cuando escuchaba su nombre, cuando sentía su alma, cuando oía su voz, cuando la imaginaba junto a mí, lo único que hacía era intentar olvidarla. Desvanecer todo rastro de afecto que tuviese hacia ella.
Pero las madrugadas pasan tan rápido y sólo la imaginaba a ella, a mí, a nosotros dos en un parque por la misma hora, a las 5 de la madrugada, bailando al són del clásico La Vie en Rose, tomando su cintura y derretirme con su resplandeciente sonrisa; pero al final de cada suspiro mío cuando la imaginaba, sólo escuchaba cómo la Luna se burlaba de mí.

A veces le escribía poemas, poemas que sabía que ella nunca iba a leer, porque la tinta era mi sangre mezclada con mis lágrimas al despertar.
A veces tocaba canciones en el piano para ella. Desde Do, hasta Si, desde los clásicos de Beethoven, hasta los modernos de Edd.
A veces leía sus mensajes, y tenía ganas de llamarle y decirle lo tanto que la amo. Desde la A de Abeja hasta la Z de quién sabe cuál palabra. Desde el 1 hasta la inexactitud de la vida.
Desde el ella hasta el yo.

Pero los días pasan tan rápido y sólo le ponía atención a ella. Le hacía sonreír, porque su felicidad me es más que cualquier otra cosa en el universo. Le contaba anécdotas para que me conociera de poco en poco, para que viera con quién hablaba y qué podría esperar de un chico como yo; pero al final de cada letra, sólo veía a la Luna burlandose de un nosotros.

Y es por eso, que me intenté desvanecer. Rellenar esas pisadas en la arena blanca de la playa, y hacer como que nunca sentí nada de eso por ella.
Por miedo a que la Luna, una vez más pisoteara mi corazón ya quebrantado.

Fue entonces, la última vez que le dediqué una sola palabra mía al satélite más asombroso de éste planeta, y empecé a dedicarle mis momentos a una chica más perfecta que la propia perfección.
La Luna se entremeció de celos, y sólo me concedió mi último deseo: una sonrisa de alegría.

Pero los años pasan tan lento y sólo deseaba tenerla ya en mis brazos. Le llamaba todas las noches, y le deseaba un buen descanso...

Pues al final de cada promesa, veía a la Luna más resplandeciente que la noche anterior.

Cartas a destiempoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora