El empleo más horrible

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JUNIO 2006

Una tarde mientras veía televisión mi papá me llamó al celular; me pidió que dejara lo que estuviera haciendo y me fuera para su trabajo.

Estaban buscando secretaria nueva y él le propuso a su jefa que yo ocupara el puesto, evidentemente sin mi opinión.

Le dije que no quería, lo recuerdo como si fuera ayer:

"Por favor no, papá, no quiero, no me obligues".

Me explicó que ya se había comprometido y que su jefa ya me tenía en consideración. Me empeciné en que no quería. Le advertí que no me esperara porque no me presentaría. Así que no llegué. Se molestó mucho, pero no era mi culpa, sino suya por implicarme sin mi consentimiento.

En la noche cuando llegó a casa —aún molesto— me convenció, no sé cómo lo hizo porque en verdad no quería, pero acepté al final.

Ese no fue mi primer empleo, anteriormente había sido lavaloza en una cocina económica. Una excompañera de la secundaria se había fracturado el pie y me pidió que la supliera por dos semanas, pero me gustó ganar mi propio dinero y me quedé de planta. Como detestaba meserear, cuando ella volvió me quedé de lleno en la lavada de trastes. Ese no fue un empleo formal. Entraba a las dos y salía a las seis o siete, dependiendo de cuantos trastes salieran al día y ganaba la gloriosa cantidad de trescientos cincuenta pesos a la semana. Ahora pregúntame por qué lo hice, ¿por qué lavaba trastes cinco horas seguidas por setenta pesos al día? Pues te diré: no tengo ni puta idea.

El siguiente lunes llegué a primera hora como la nueva secretaria de la empresa. Este sí era un empleo de a devis: mi primer empleo formal.

Eran mis vacaciones de fin de semestre, pasaba de cuarto a quinto de prepa, lo que suponía estar laborando sólo un mes. Algo que me hacía sentir un poquito pero poquito mejor, aunque eso no quitaba el hecho de que no quería en absoluto estar ahí. Odié ese empleo desde el primer día. Esa oficina era un desastre, mi jefa una ogro y sus hijos unos parásitos buenos para nada.

Mi trabajo consistía en llevar registro de inventario, llamar a los clientes para ver qué se les iba a enviar o llevar, atender a las personas que se presentaban en la oficina y, lo que me fueran pidiendo, —siempre había algo.

Entraba a las ocho de la mañana y salía a las seis de la tarde. No recuerdo algún periodo en el que haya mirado tanto el reloj y ansiado que avanzara más de prisa por las tardes y que se detuviera para siempre después de las siete de la noche.

Salíamos del trabajo mi papá y yo y, algunas veces, cuando no llevábamos el carro porque mi mamá lo tenía, cruzábamos el puente peatonal que estaba a unos cincuenta metros y esperábamos el transporte público.

Era como si de pronto todo el mundo desapareciera y sólo una cosa sonaba en mi cabeza ¡Tic tac! ¡Tic tac! El reloj avanzaba a toda velocidad. Lo miraba por última vez a las seis y un minuto después ya eran seis y media, luego seis cuarenta y cinco, y el estúpido transporte no llegaba.

Sentía rabia, esa rabia que te quema por dentro —no sé si llegarás a comprenderme—, pero sólo quería agarrar a la primera persona que me hablara, como saco de boxeo. Mi papá estaba acostumbrado, era un esclavo del sistema, pero eso era relativamente nuevo para mí. Mi tiempo y mi libertad estaban enjauladas dentro de esa maldita oficina y me las regresaban a las seis, a veces después, y luego el transporte no pasaba. ¿Ya para qué me iba? Si en pocas horas tenía que estar de vuelta.

Mi nombre es Mía y soy millonariaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora