JULIO 2005
Me dispuse a abrir el libro que se supone me ayudaría a saber por qué mis dientes estaban en esas condiciones. Mi mamá me aseguró que ahí encontraría la respuesta, y yo ávida de conocimiento y desesperada por ese terrible aspecto que tenía lo leí enseguida.
Justo ahí, sentada en la sala de espera del dentista del seguro social, acababa de descubrir el secreto más grande; el que me tiene hoy aquí sentada frente al imponente y espectacular Coliseo Romano y con millones de pesos en el banco.
Hace diez años qué me iba a imaginar yo lo lejos que iba a llegar. Si alguien me hubiera dicho, me hubiera reído tanto y también hubiera dicho que lo que menos quería yo, era dinero
Sólo me bastaba la salud y el amor para ser feliz, pero qué ilusa.Pasé a mi cita con el dentista a las nueve de la mañana. Me atendió un hombre mayor de aspecto no tan amigable. Revisó mis dientes y me confirmó: "Te está saliendo un canino nuevo". A los quince años lo que menos esperaba, era un diente nuevo sobre mi dentadura perfecta.
No tenía idea de que jamás se me habían caído los colmillos, y así como si nada, un día uno de ellos (de los permanentes) decidió brotar encima del que no se cayó. La primera vez que vi ese puntito blanco y duro en mi encía no lo podía creer. Me repetía mil veces que no podía ser posible, que a mí no me podía pasar, pero sí, me pasó.
Se me ocurrió la peor estupidez del mundo cuando intenté por mis propios miedos sacarlo. A como diera lugar quería ese diente nuevo y además definitivo fuera de mi cuerpo. En aquél momento jamás pensé que me estaba equivocando. Jamás pensé en ir de inmediato al dentista, bueno jamás pensé, esa es la expresión correcta, simplemente no pensé.
Cuando por fin acudí al dentista, mi diente ya estaba más que chueco por mis absurdos intentos de sacarlo de ahí, así que creció chueco, chuequisimo. De nada, Mía, de nada.
Podría describir esa experiencia como una de las más duras. Tal vez parezca exagerado decirlo, pero lo malo apenas empezaba a brotar junto con ese diente.
Acudí a una cita en el seguro social que por "fortuna" tenía gracias a que mi mamá nos había afiliado a mis hermanos y a mi por parte de su trabajo. Llegamos por la mañana y después de esperar un rato al fin me llamaron:
—¿Mía Jurado?
—Soy yo.
El dentista me hizo recostar en una silla y colocó una gran y molesta luz blanca sobre mi cara; me pidió abrir la boca y exploró.
Finalmente me explicó que aún conservaba dos dientes de leche que no se habían caído como correspondía porque los dientes definitivos no habían bajado lo suficiente para empujar, así que me retiraría uno de ellos para dar espacio a que bajara el nuevo que ya había dado señales de vida.
El procedimiento fue rápido, no sentí dolor, sólo una ligera molestia durante un par de horas. Con tanta anestesia sentía que tenía una enorme boca, pero pasó.
Una semana después acudí nuevamente a una cita de rutina, pero esta vez las cosas fueron diferentes. Muchas veces me pregunté: «¿Para qué fui?». Me repetía: «Si no hubiera ido, si no hubiera ido».
Cuando me llamaron al consultorio una practicante ortodoncista me atendió. Fue amable conmigo. Me revisó y vio que todo iba bien respecto al procedimiento anterior. Se me ocurrió la brillante idea de comentarle sobre mi otro diente que aún no se caía, y a ella se le ocurrió otra brillante idea: extraerlo.
Cuando terminó pregunté cuánto tiempo tardaría en salir el diente nuevo, porque el espacio ya estaba pero el diente ni sus luces, a lo que ella respondió: "Tres semanas".
«Bueno, tres semanas no es tanto», pensé.
Esas tres semanas se convirtieron en tres años, ¡tres años chimuela! Sin uno de los dientes frontales. Sin poder sonreír jamás en público y teniendo que taparme con una mano cada que reía a carcajadas.
Tres años en los que nunca tuve dinero suficiente para un tratamiento de ortodoncia. Acudí al seguro social donde sólo recibía como respuesta que nada podían hacer como servidores gratuitos, que eso ya competía a un profesional, al por supuesto no tenía acceso ni en sueños.
Pedí infinidad de veces a mis padres que me pagaran un tratamiento; su intención de hacerlo era la mejor, pero sus bolsillos no coincidían con el propósito. Con el paso del tiempo me acostumbré a vivir así: me resigné a no tener los medios para remediar esa situación. Qué lamentable acto de conformismo por mi parte.
Un día en una visita de rutina en el seguro social, mientras charlábamos sobre lo que ocurría con mis dientes, mi mamá sacó a colación el nombre de un libro:
—Este libro es muy bueno. Habla de cosas que jamás había escuchado, de por qué a la gente le ocurren cosas malas. Por qué enferman. Por qué son pobres. Por qué les pasan cosas a los órganos de su cuerpo. Te puede interesar ya que habla de por qué tienen problemas dentales.
—Espera, ¿qué?
Es lógico que cuando tienes un problema que no te permite pensar en otra cosa y alguien te presenta una posible solución, el interés se hace presente. Enseguida presté a sus palabras toda mi atención. No habían pasado ni diez minutos y yo ya moría por devorar el libro.
Le pregunté si acaso lo traería con ella en ese instante, a lo que respondió que sí. Lo sacó de su bolsa y me lo dio.
Era un libro pequeñito; por su aspecto lo consideré viejo, con hojas desgastadas y algo amarillentas, como si de papel reciclado se tratara. No tenía siquiera una buena portada. Supongo que, con el desgaste quien lo tuvo antes se vio obligado a forrarlo con papel de regalo para niños color azul.
Lo vi y pensé: «Iug», pero no, eso no detuvo mis ganas de leerlo enseguida. Como bien se dice: "No hay que juzgar un libro por su portada".
No sé si a todas las personas les haya pasado alguna vez en la vida preguntarse cosas como:
¿Qué hay después de la muerte?
¿Existe el cielo?
¿Por qué algunas personas siempre están sufriendo?
¿Para qué nací?
¿Cuál es mi verdadero propósito o misión en el mundo?
¿Por qué las personas enferman gravemente?
¿Por qué mueren jóvenes?
¿Por qué algunos tienen tanto dinero y otros no?
Preguntas de ese tipo, a las que difícilmente alguien pueda contestar con precisión, estaban respondidas ahí: en ese pequeño librito viejo y feo.
Ahí no sólo estaba lo relacionado a mis dientes, ahí estaba todo lo relacionado a la vida.
Era la primera vez en quince años que leía un libro por placer. Por deseo de conocimiento. Por resolver una situación que me aquejaba.
Una vez empecé no pude parar, no he podido en diez años porque aprendí lo más maravilloso del mundo: en los libros están las respuestas para todo. Sólo hace falta tomar uno para no volver a ser la misma persona ni pensar igual nunca más.
ESTÁS LEYENDO
Mi nombre es Mía y soy millonaria
DiversosCuando estés cansado de tu pobreza lee este libro. De una expobre para ti, futuro millonario. Subida noviembre/2016