Escarabajo

318 14 1
                                    

Nota de la autora: Muchas gracias a todos los que han agregado esta historia en sus bibliotecas. Mil gracias también por la paciencia, pasaron ya seis meses desde la última actualización, la verdad es que estaba en blanco y aunque quería escribir no podía hacerlo tan seguido. Pero bueno ya les traigo nuevos capítulos que espero les gusten. Saludos y abrazos. 

Enero 2009

El señor Ramón puso a la disposición de mi padre un Volkswagen Sedan color blanco para moverse con facilidad por la ciudad y llevar a los clientes sus pedidos. Todavía teníamos el Topaz, auto que mi mamá ocupaba la mayoría del tiempo para desplazarse a su trabajo. Ese carro automático era un torrente de malaventuras. Por las mañanas, unos minutos antes de marcharse a trabajar, mi mamá salía a prenderlo para calentar el motor un par de minutos. Esos años (porque sí, fueron años) debieron haber sido una pesadilla para nuestros vecinos. El auto jamás encendía a la primera y cuando lograba hacerlo, un chillido agudo proveniente de las entrañas del motor retumbaba en, por lo menos toda la calle. 

Antes de prenderlo había que levantar el cofre y conectar manualmente el ventilador porque de lo contrario sólo faltarían unos minutos para que se calentara y quedara varado en donde fuera echando humo por las orillas del cofre. Al apagarlo era vital recordar desconectar el ventilador porque si no se quedaba sin batería. Las veces que eso ocurrió (que no fueron pocas) había que pedir corriente a alguien, pero para ello debíamos llevar los cables porque casi nadie cargaba con ellos. Por un tiempo incluso llevamos una batería extra en la cajuela para pasar la corriente por medio de ésta sin tener que acudir a un extraño.

Mi papá era el típico hombre que no podía escuchar un ruidito extraño porque ya casi estaba desmantelando el auto para ver qué era. Le metía mano, le compraba refacciones (claramente no originales) y lo llevaba tiro por viaje al taller a que le arreglaran algo. Mi mamá, Isabella y yo creíamos que esa desconfianza con el auto y esas metidas de mano lo habían perjudicado más de lo que lo habían ayudado y que por eso siempre terminaba descomponiéndose de una cosa cuando le "arreglaba" otra. Mi papá nos decía: "Guarden silencio", giraba la cabeza y paraba la oreja intentando adivinar de dónde procedía el extraño sonido para arreglarlo o mandarlo a arreglar después. La cuestión era que lo dejaba en el taller, pero como no tenía dinero para sacarlo o para que siquiera empezaran a trabajar en él, el auto se quedaba ahí por días, incluso semanas.

Cada vez que salimos a carretera en nuestro Topaz nos quedamos varados por ahí: en alguna lejana carretera, a veces en medio de la nada. La mayoría del tiempo sin recursos para una grúa o refacciones. Una ocasión, viniendo de un municipio aledaño a nuestra ciudad, quedamos varados en medio del cerro. Era noche y estaba yermo el lugar. Aquella ocasión sentí mucho miedo, Ardían, mi padre y una tía que nos acompañaba, se bajaron a ver qué es lo que había ocurrido. Estuvimos alrededor de dos horas hasta que pudieron solucionar el problema que había en el motor.

Otro evento ocurrió una tarde cuando viajábamos al baby shower de mi mejor amiga. Veníamos de una reunión familiar y así como si nada el auto se detuvo. Yo estaba desesperadísima porque ella me estaba esperando. Nadie tenía señal, no había manera de avisarle. Tampoco teníamos dinero para solicitar apoyo. En realidad, parecía una conspiración en nuestra contra. Incontables fueron las veces que nos dejó a la orilla de la carretera. A mi papá lo dejó en una muy solitaria pista una noche de navidad. No recuerdo un paseo libre de problemas técnicos o mecánicos. Salir a carretera en ese auto era estar consciente de que algo malo iba a ocurrir. Motor caliente. Llanta ponchada. Fallo de los frenos. Luces que se fundían de pronto. Fallo de dirección hidráulica. Aceite chorreando. Radiadores tronados. Velocidades trabadas. Incluso si había lluvia debíamos detenernos porque los limpiavidrios no funcionaban.

Con el Volkswagen ocurría algo parecido. El pequeño escarabajo llegó bien a casa, pero mi papá lo traía de arriba abajo y claro, el uso desmedido ocasionó daños. Yo creo que a una persona negativa mientras más lo sea peor le va. Mi papá era la persona más negativa. Siempre estaba haciendo suposiciones sobre los peores escenarios posibles. Todo lo que podía salir mal en la vida, en su cabeza salía mucho peor.

Con el pequeño escarabajo las cosas no fueron distintas. También quedamos varados. También se fue al taller sin fecha de retorno. También se descompuso. ¿También todo lo malo que le ocurrió al Topaz? Sí también.

En unas vacaciones de semana santa, íbamos en carretera hacia un balneario. Eran alrededor de las once de la noche cuando el auto empezó a sonar como una centrifugadora; cada que aceleraba se producía un estrepitoso sonido. Si de por sí el motor de un vocho es muy peculiar, ese ruido era todavía más intenso. Era un escándalo inexplicable. Nos detuvimos a la orilla de la carretera y mi padre se bajó a revisarlo, pero no halló el problema. Decidió ir a buscar ayuda en los alrededores dejándonos ahí mientras tanto. Después de aproximadamente una hora volvió sin ayuda, no había encontrado a nadie. Así que, en las condiciones en las que se encontraba el auto retomamos la marcha, fuimos más despacio porque mientras mayor aceleración mayor ruido. Llegamos al balneario a las tres de la mañana y los más seguro en que despertamos a uno que otro campista mientras nos estacionábamos.

Lo que más recuerdo con ese auto fueron todas las veces que lo empujamos para que arrancara. No importaba el lugar y mucho menos la hora. De pronto, así como así ya no prendía y punto. Mi papá descubrió que dándole una ayudadita retomaba la marcha. A veces necesitaba más que un empujoncito. Llegamos a recorrer hasta quinientos metros empujando y nada, hasta que de pronto prendía, cuando lo hacía teníamos que correr rapidísimo para subirnos. Mi mamá abría la puerta y se postraba hacía enfrente con todo y asiento para que pudiéramos subir a sentarnos.

Durante toda mi infancia me pregunté por qué nosotros no teníamos un carro normal. Uno bonito como el de las demás familias. A mis compañeros de la escuela iban a recogerlos en esos autos nuevos e impecables de años recientes y a nosotros no. Hasta que tuvimos el vocho negro cuando yo tenía ocho años, el mismo que quedó como lata de refresco aplastada luego de un accidente automovilístico que tuvo mi padre. Después llegó el Topaz y luego el vocho blanco.

Cuando era niña no veía las cosas como las veo ahora. No valoraba que por lo menos tenía un auto cuando muchas otras familias no tenían ni siquiera un escarabajo como el nuestro.

Meses después, Ramón le vendió a mi padre el vocho en quince mil pesos. Bueno, ya no era un auto prestado al que había que cuidar rigurosamente. Era nuestro y eso era algo genial. Ahora había dos autos aparcados en nuestro jardín. No eran los autos más hermosos o lujosos, pero seguían siendo lo bastante útiles para lo que los habían creado: trasladar. Y eso era un tipo de abundancia que había que agradecer.

Mi nombre es Mía y soy millonariaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora